Y terminamos con la trilogía de «Todo lo que te creíste de la Inquisición y no era verdad» (parte 1 y parte 2) con los puntos 5 y 6.

Fue utilizada por la autoridad civil y para satisfacer venganzas

No hay que ser un lince para darse cuenta de que, en ocasiones, sirvió para satisfacer venganzas y resentimientos y que, al estar al servicio de la Corona, fuese utilizada para otras cuestiones ajenas a la fe. Como prueba de ello, dos casos muy relevantes y esclarecedores.

Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
¡Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y, con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso,
con sólo Dios se compasa
y a solas su vida pasa,
ni envidiado, ni envidioso!

Así resumió Fray Luis de León su viacrucis inquisitorial, fruto de venganzas personales y resentimientos entre órdenes religiosas, concretamente entre agustinos y dominicos. Fray Luis de León, agustino para más señas, era, además de un consumado poeta, un intelectual de su tiempo. Y eso ya te pone en el disparadero de los mediocres. Y lo pagó. En buena lid, ganó una cátedra en la Universidad de Salamanca en 1561 frente a un dominico. Ya sabéis aquello de Quod natura non dat, Salmantica non præstat (lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta). Durante estos años hubo algún que otro enfrentamiento teológico entre agustinos y dominicos, vía publicaciones universitarias, pero la gota que colmó el vaso fue una nueva cátedra conseguida unos años más tarde por nuestro protagonista. Y sí, otra vez, en detrimento de un dominico. Aquello ya se pasaba de castaña oscuro y los dominicos no iban a soportar más que aquel agustino les estuviese mojando la oreja. Y lo tenían fácil, porque, recordemos, que los inquisidores eran elegidos de entre los miembros de esta orden. Solo había que buscar una cuestión de fe para empapelarlo. Se pusieron a revisar cualquier documento elaborado por Fray Luis de León, hasta las comas. Y no es un tema baladí el de la coma, porque hay una errata en la Biblia King James, traducción al inglés de la biblia llamado así por el rey James (Jacobo) I, a la que se conoce como la “coma blasfema”, ya que cambia completamente el sentido de la frase. Dice “Y también hubo otros dos malhechores” [crucificados junto a Jesús], cuando debería haber sido “Y también hubo otros dos, malhechores”, para no incluir a Jesús en ese distinguido grupo. De haber cometido ese error nuestro agustino, todo el peso de la Inquisición habría caído sobre él. Tanto buscaron, que lo encontraron. Fray Luis había traducido el Cantar de los Cantares del hebreo al español sin autorización y, además, no era una traducción que siguiese al dedillo la oficial de Jerónimo de Estridón, el autor de la Vulgata, la traducción oficial de la Biblia hebrea y griega al latín. Así que, ya tenían los argumentos para denunciarlo ante la Inquisición por hereje, en esta caso protestante. ¡Anda que…!

Fray Luis, que no era de mentir, reconoció que la había escrito pero que era un manuscrito privado, que no había hecho público y que, seguramente, [una mano dominica, y esto es de mi cosecha] se lo había robado de su celda para hacer una copia. Ante la pregunta de por qué aquella traducción, contestó que la había escrito para una prima monja, Ana de Osorio, que no sabía hebreo ni latín, y le había pedido que le explicara ese libro del Antiguo Testamento. Y creyó que la mejor forma de hacerlo era traducirlo directamente del original en hebreo y, por cierto, su composición era muchísimo mejor que la de San Jerónimo. Fray Luis se defendió, punto por punto, de todas las acusaciones en un proceso tedioso de casi cinco años. Finalmente fue absuelto, pero nadie le devolvió los cinco años que estuvo preso. Se cuenta, y conociendo su carácter tiene toda la pinta de ser verdad, que el día que regresó a impartir clases a la Universidad, con todos los alumnos expectantes, lejos de arremeter contra la injusticia sufrida, tranquilo y sereno, como si no hubiese trascurrido un lustro, sus primeras palabras fueron:

Dicebamus hesterna die… (Decíamos ayer)

El siguiente protagonista, que sufrió en sus carnes del uso y abuso de la Inquisición por parte del rey, es Antonio Pérez, secretario de Felipe II.

Era la noche del 31 de marzo de 1578, cuando la silueta de un jinete con su caballo se acercaba a un callejón oscuro de la madrileña calle (hoy) de la Almudena. Cuando entró en el callejón, cinco asaltantes lo descabalgaron, lo mataron y salieron huyendo. Por sus ropajes, era un caballero de alta posición social, pero nada le robaron. Había sido un asesinato con todos los agravantes: premeditación, alevosía y nocturnidad. Aquel caballero era Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, hemanastro del rey Felipe II. A pesar de que los primeros rumores hablaban de un asalto más de los muchos que se producían por las callejuelas madrileñas e incluso por algún tema de faldas, se fueron descartando hasta que todos los dedos señalaron como responsable a Antonio Pérez, secretario del rey ¿Qué ganaba él con esta muerte? Para responder a esta pregunta, vamos a tirar de un recurso cinematográfico, el flashback.

Don Juan de Austria era hijo ilegítimo del rey Carlos I y de Bárbara Blomberg, y, a pesar de que durante el reinado de su hermanastro  siempre fue tratado como un miembro más de su familia, la verdad es que el rey también le tenía celetes. El jodío era guapo, y lo sabía, era elegante, tenía don de gentes y, además, cumplió al pie de la letra todos los encargos de su hermano, tanto en cuestiones militares (sofocar la rebelión de los moriscos en las Alpujarras y la batalla de Lepanto) como diplomáticas (en Lombardía y el resto de reinos de Italia). Siendo parte de la familia real y cumpliendo con creces todas las misiones encargadas, don Juan pensaba que ya iba siendo hora de que le concediesen algunos territorios que gobernar y dedicarse a la vida ociosa, y, ya puestos, el tratamiento de “Alteza”. Eso sí, nunca exigiendo, solo dejando caer. Y Felipe II, que más que el rey Prudente era el rey Desconfiado, ordenó a su secretario que lo controlase. Dicho y hecho. Pérez nombró secretario de don Juan de Austria a Juan de Escobedo, un hombre de su confianza, para que lo vigilase. Al poco tiempo de estar al servicio de don Juan, Escobedo se dio cuenta de que, aunque pudiese tener pretensiones, era un hombre fiel a su hermano y cambió de bando, convirtiéndose en su hombre de máxima confianza. Cuando don Juan terminó su labor diplomática en Italia, le pidió al monarca regresar a la corte, pero Felipe prefiería tenerlo por ahí, desfaciendo entuertos y salvándole el culo, que tenerlo ocioso en casa codeándose con los nobles y cerca de las intrigas de la corte . Así que, lo mandó al avispero de Flandes. Como siempre había hecho, obedeció la orden real, pero envió a Escobedo a Madrid para pedir dinero para los Tercios, que andaban con una mano delante y otra detrás, y plantearle una estrategia para hacerse con el control de Inglaterra. Y aquí empezó el lío. Parece ser que Antonio Pérez le comió la cabeza al rey y le hizo creer que don Juan y Escobedo estaban tratando a sus espaldas con los rebeldes de los Países Bajos. Y, como buen liante que era, consiguió que el rey accediese a quitarlo de en medio -le faltó decir que parezca un accidente o un robo-. Lógicamente, Pérez odiaba a su pupilo porque se sintió traicionado por él, pero tenía que haber algo más… y lo había.

Este Antonio Pérez era un hombre culto (educado en las mejores universidades), un amante de la buena vida (“demasiado curioso en el vestir, rico y odorífero”) y también enormemente ambicioso . Había conseguido su puesto gracias a su padre, Gonzalo Pérez, secretario de Carlos I, pero una vez dentro supo manejarse para seducir a Felipe II y aprovechar al máximo su posición, lógicamente en beneficio propio. También andaba en líos, de faldas y tejemanejes (incluso venta de secretos de Estado), con Ana de Mendoza de la Cerda, la princesa de Éboli. Y parece ser que Escobedo se enteró de esos tejemanejes e iba a denunciar a Pérez ante el rey. La prensa rosa de la época, de haber existido, habría publicado que compartían amante el rey y su secretario, y Escobedo hubiese sido el que filtró la noticia.

Antonio Pérez y la Princesa de Éboli

Lo que resulta evidente es que éstos abusaron de su privilegiada posición, como señala Marañón, para vender secretos de Estado, y acaso también por ambiciones familiares de la Princesa en la cuestión de Portugal. De lo cual Escobedo debió sospechar algo, alguna noticia amenazando con delatarles. (Felipe II y su tiempo – Manuel Fernández Álvarez)

Sea como fuere, Antonio Pérez, con la connivencia del rey, ordenó la muerte de Escobedo. Cuando todos los dedos apuntaban a su secretario, el rey sacó la cara por él y la cosa, por el momento, quedó en agua de borrajas. Cuando don Juan murió, sus cartas y documentos llegaron a Madrid, y el rey descubrió la trama de Antonio Pérez, dándose cuenta de que su hermano siempre había sido leal. Considerándose traicionado, Felipe II ordenó prisión para ambos. Eso sí, con diferentes resultados: la princesa de Éboli permaneció presa durante el resto de sus días en el palacio Ducal de Pastrana (Guadalajara) y el secretario, por su parte, tuvo más suerte, ya que fue puesto en libertad vigilada tras el pago de la fianza, mientas se instruía el caso. De esta forma, el rey relajaba la presión a la que le sometían los enemigos de Pérez y, a la vez, lo mantenía controlado. Sabía demasiado. El problema fue que el proceso se alargo…¡¡¡6 años!!! Aquello se estaba convirtiendo en un circo y, por segunda vez y presionado, el rey ordenó que se le apresase. Ahora ya en serio, aunque por corrupción y no por asesinato. Le cayeron dos años, seis meses y un día (el día es de mi cosecha)… ¡¡¡después de otros 5 años de proceso!!! Viendo que ya no tenía escapatoria, y ayudado por su mujer, en 1590 escapó de la prisión y se refugió en Zaragoza, donde tenía buenos amigos y pidió amparo para ser juzgando por las leyes aragonesas (fueros), que limitaban la jurisdicción real. En Aragón el poder real estaba limitado por los fueros y, la verdad, es que, aunque solo fuera por darle en el morro a los castellanos, tenía toda la pinta de que iban a dejarlo libre. Felipe II estaba atado de pies y manos y, parecía, que el secretario se iba a ir de rositas. Y digo parecía, porque el rey recurrió a la única institución que tenia jurisdicción en todo el reino, la Inquisición.

Como hemos dicho, la Inquisición intervenía en cuestiones de fe y los cargos contra Pérez eran por asesinato, conspiración, corrupción y fuga, pero nada a lo que el Santo Oficio pudiese meterle mano. Sin problema. Se añadió el cargo de blasfemia que, curiosamente, profirió cuando estaba en la prisión de Madrid. La Inquisición local reclamó al preso para llevarlo a su prisión y ser juzgado por ellos, pero los zaragozanos, entendiendo que era un violación de sus fueros, se echaron a la calle y tuvieron que recular. La cosa se estaba complicado y el rey dio un golpe sobre la mesa y ordenó preparar el ejército. Y Pérez siguió a lo suyo, calentando el ambiente, sabedor de que «a río revuelto, ganancia de pescadores«. Y él sabía lanzar muy bien el anzuelo… y los zaragozanos picaron. Aquella cuestión personal, tenía visos de convertirse en una guerra civil. El Justicia de Aragón recogió el testigo del secretario y, ondeando la bandera de la libertad, levantó en armas la ciudad, con la esperanza de que otros territorios de Aragón se uniesen a la causa. Se quedaron solos. Viendo que la cosa se ponía fea, Antonio Pérez, después de involucrar a la ciudad que le acogió y prender la mecha de un conflicto bélico, huyó a Francia. Las tropas de Felipe II entraron en la ciudad sin disparar un sólo tiro y la Inquisición lo juzgó en ausencia de reo y lo declaró culpable. Se quemó una efigie y se confiscaron sus bienes. Por su parte, Antonio Pérez dedicó el resto de sus días a echar mierda sobre el que fue su rey y perjudicar los intereses del monarca.

En España olía a bruja quemada

Ojos de sapo, patas de rana, ¡que tengas suerte toda la semana!
Alas de murciélago, cola de lombriz, ¡que hoy y siempre seas feliz!
Muelas de hipopótamo, cuernos de dragón, ¡que nunca nadie hiera tu corazón!

Supongo que más de alguna hechicera (denunciada como bruja) habrá sido quemada por alguno de estos simples conjuros. Aunque desde el siglo XIII ya se repetía la cantinela de aquello de “haberlas haylas”, no fue hasta 1484 cuando Inocencio VIII, mediante la bula Summis desiderantes affectibus -más conocida como “Bula sobre las brujas”-, abrió la veda para la caza de brujas…

Ha llegado a nuestros oídos que gran número de personas de ambos sexos no evitan el fornicar con los demonios, íncubos [un demonio masculino seduce a una mujer] y súcubos [demonio femenino seduce a un hombre]; y que mediante sus brujerías, hechizos y conjuros, sofocan, extinguen y hacen perecer la fecundidad de las mujeres, la propagación de los animales, la mies de la tierra y, sobre todo, reniegan blasfemamente de la fe que es la suya por el sacramento del bautismo, y a instigación del Enemigo de la Humanidad no dudan en cometer y perpetrar las peores abominaciones y excesos más vergonzosos para peligro mortal de sus almas.

Realmente, aquellas a las que se acusaba de brujería no eran otras que las hechiceras de toda la vida, mujeres, normalmente inadaptadas socialmente, con conocimientos en hierbas curativas, pócimas amatorias o sortilegios varios. Estas prácticas nunca estuvieron bien vistas por las autoridades civiles y eclesiásticas, pero tampoco iban más allá de algún escarmiento puntual. El problema es que, ahora, se añadía el componente herético: rituales paganos en los que se invocaba al diablo (versión macho cabrío) y, en medio del bosque, se montaban una fiesta de sexo, drogas y rock and roll, para terminar con una misa negra. Vamos, el aquelarre de toda la vida. Por cierto, para poder participar en este espectáculo erótico-festivo tenías que demostrar tu sumisión al diablo pasando el ritual del Osculum infame (beso infame). ¿Que en qué consistía? Pues el diablo se daba la vuelta, se bajaba (si llevaba) los pantalones y los calzoncillos y las brujas se arrodillan para besarle el ojete.

El aquelarre (1798) – Goya

Tras el reconocimiento oficial, sólo quedaba articular el trato que se les debía dispensar, y de eso se ocupó el Malleus Maleficarum (Martillo de la Brujas). Escrito por dos dominicos, un tanto psicópatas y misóginos, que se publicó por primera vez en 1486 en Alemania y, más tarde, se extendió por toda Europa, siendo libro de cabecera, sobre todo, en los países protestantes. Fue un manual de referencia para los cazadores de brujas y su posterior enjuiciamiento. Y digo brujas porque el Malleus considera a las mujeres como las sacerdotisas del diablo y a los hombres simples ayudantes en esos menesteres, una especie de monaguillos. El libro definía a las brujas como una «secta de mujeres que tienen como objetivo dañar a los hombres«. Toma ya. El libro se dividía en tres partes: en la primera se probaba la existencia de la brujería, en la segunda se describían las distintas formas de brujería y terminaba detallando los métodos para detectar, enjuiciar, sentenciar y destruir brujas. Según el jesuita alemán Friedrich von Spee del siglo XVII, conocedor de los métodos utilizados para arrancar una confesión…

Tratad a los superiores eclesiásticos, a los jueces y a mí mismo como a esas pobres infelices, sometednos a los mismos martirios, y descubriréis que todos somos brujos.

Además, también indica qué hacer para que las autoridades implicadas en el procesos no caigan bajo los hechizos de las brujas -los clérigos, por el hecho de serlo, ya estaban protegidos-. Una caza en toda regla que duró tres siglos. A diferencia de lo ocurrido con otras cuestiones heréticas de las que ya hemos hablado, la Inquisición española no fue muy prolífica en el tema de brujería. ¿Los motivos? Porque aquí se consideró que la brujería era un cuestión de superchería y superstición de gentes sin cultura, por lo que para combatirla había que tirar más de sermones y púlpito que de hoguera. Y vete tú a saber si no tenía razón Julio Caro Baroja cuando decía en El señor Inquisidor y otras vidas por oficio que…

En el siglo XVII los españoles, por otra parte, no tenían mucha fama como magos y hechiceros. Alguien sostuvo —con clara animadversión hacia el país— que el diablo no se fiaba de sus habitantes.

En Breve historia de la Brujería, mi amigo Jesús Callejo, nos da cifras muy reveladoras:

Hoy sabemos que en los países de religión protestante murieron más personas acusadas de brujería que en los países que profesaban la religión católica. En total, en esos tres siglos que he comentado se ejecutaron (mayoritariamente quemadas) a unas 50.000 supuestas brujas, pues bien, Alemania tiene el dudoso honor de haber matado a la mitad de ellas, en Polonia y Lituania a 10.000 y en Suiza a 4000. En cambio, en España se mataron a 59 brujas, en Italia a 36 y en Portugal a 4. Da que pensar.

Por cierto, nuestra amigo Inocencio VIII, el de la bula que convirtió a las brujas en material inflamable, era famoso por el mal comportamiento de sus hijos ilegítimos de los que reconoció a ocho aunque se sabe que tuvo al menos 16, y puede que alguno muy conocido. Os cuento, falleció ocho días antes de que Colón partiera de Puerto de Palos, sin embargo, en su monumento funerario puede leerse el siguiente epitafio: Novi orbis suo aevo inventi gloria. Algo así como “Suya es la gloria del descubrimiento del Nuevo Mundo”. ¿Por qué otorgarle a él, el descubrimiento de América? Un experto en Cristóbal Colón, Ruggero Marino, sugiere que Colón pudo haber sido un hijo ilegítimo del mentado Papa, uno de tantos, pero más egregio y más favorecido con ayudas y contactos. Algo que no me extrañaría nada. Tal vez esa fue la razón de que el navegante genovés se empeñara en ocultar siempre sus orígenes. También su muerte tiene su particular historia.

Por esa época se pensaba que la ingestión de sangre de los jóvenes rejuvenecía el organismo. Achacoso y convaleciente de una afección neurológica, se amamantó de los pechos de una mujer y en un intento desesperado de rejuvenecer, mandó que tres jóvenes fueran sacrificados a su salud. Inocencio se sometió a una transfusión sanguínea y las diñó el 25 de julio de 1492 de una infección. Quería vivir más y precipitó su muerte por una vieja superstición.