Lógicamente, las diferentes corrientes religiosas han influido, y mucho, en el devenir de los acontecimientos de los pueblos a lo largo de la historia, y sería una necedad por mi parte no reconocer que las sociedades europeas fueron modeladas por la Iglesia predominante en cada una de ellas, ya fuesen católicas o protestantes. Por tanto, allí donde llegaron esas sociedades europeas, vía colonización, es lógico pensar que se implantó ese modelo. Y al otro lado del charco fuimos los españoles con nuestra cruz al frente de todas las expediciones en nuestra misión evangelizadora, entre otras muchas misiones mucho más terrenales y materiales. Como decía el pensador uruguayo Eduardo Galeano…

Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: «Cierren los ojos y recen». Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia.

El nuestro, un modelo de sociedad tradicional, conservador y eminentemente religioso. Por otra parte, tenemos los modelos de sociedad luterana, calvinista o anglicana, donde la supresión del amplio aparato burocrático clerical y la libre interpretación de las Escrituras, permitieron que se favoreciese la libertad religiosa, de pensamiento y de crítica. Esto es irrefutable e innegable. Bueno, lo de la libertad religiosa igual es relativo porque, por ejemplo, los Padres Peregrinos embarcaron en el Mayflower y pusieron rumbo a América huyendo de las persecuciones anglicanas, y los calvinistas quemaron en la hoguera a Miguel Servet. Pero vamos, que de ahí a atribuir la prosperidad de Holanda o Inglaterra (y los países que emergieron de sus colonias) frente a España (y sus respectivos territorios) por ser protestante o católica, eso ya es mear fuera del tiesto. Su prosperidad se basó en que su estandarte era don dinero. Ellos inventaron el capitalismo extremo, las multinacionales y pusieron en práctica el monopolio puro y duro. Los ingleses evangelizaban a su manera…

Debemos predicar el Evangelio a los salvajes de la India: de esta manera adquirirán la idea del pudor y para cubrirse las carnes nos comprarán nuestros tejidos de algodón.

Y para ello crearon los británicos la Compañía Británica de las Indias Orientales (1600), y los holandeses la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales (1602), las dos primeras grandes corporaciones multinacionales cuyo objetivo era el control del comercio con Asia. Ese fue su motivo fundacional, pero la realidad es que eran algo más que grandes empresas multinacionales, porque, a pesar de que el capital, dividido en acciones, estaba integrado por las aportaciones de inversores privados, estaba dotada de competencias similares a las de un Estado, como la potestad de declarar la guerra, acuñar moneda, organizar colonias o firmar tratados. Y para ello, disponían de su propio ejército, que estaba formado por miles de hombres y decenas de barcos de guerra. Y la Compañía Británica de las Indias Orientales eran los putos amos.

Aunque consideramos el té como un producto muy inglés, la realidad es que quien lo introdujo en Europa, desde China, fueron los holandeses. Desde allí pasaría a las altas esferas de la sociedad británica y, más tarde, a toda la población. Se hizo tan popular que, como señala Tom Standage en La historia del mundo en seis tragos

El té fue el combustible de los obreros en las primeras fábricas, lugares donde tanto hombres como máquinas funcionaban, cada uno a su manera, impulsados por la fuerza del vapor.

Lógicamente, la encargada del comercio del té era la Compañía Británica de las Indias Orientales, que llegó a generar más ingresos que el propio Estado y a gobernar a muchas más personas. Y sí, el producto estrella era el té, hasta que alrededor de 1770 las cosas se empezaron a torcer por el éxito del té de contrabando que entraba en Inglaterra y en sus colonias. Al no tener que pagar aranceles, era mucho más barato y la Compañía pidió auxilio al gobierno. Los contrabandistas estaban rompiendo el monopolio y echando por el tierra el chiringuito. No hizo falta suplicar mucho, ya que los aranceles que pagaba el té suponían el 10 de los ingresos gubernamentales. En 1773 se promulgó la Ley del Té que permitía a la Compañía llevarlo directamente a las Treces Colonias sin pasar por Inglaterra, lo que equivalía a rebajar el precio y poder competir con el de contrabando, ya que solo tenía que pagar el impuesto de venta en destino pero no el de importación en la metrópoli, que era mayor. Pero no, los colonos americanos dijeron que no estaban por la labor, ellos querían libre comercio y comprar el té, o lo que fuese, a quien quisiesen y no tener que hacerlo, sí o sí, a la Compañía. Todo estalló por los aires en diciembre de ese mismo año, cuando un grupo de colonos, disfrazados de indios, arrojaron al mar el cargamento de té de tres barcos británicos. El llamado «motín del té» fue el germen de la revolución que llevó a la independencia de las Trece Colonias.

Pero fijaos lo listos que eran los jodios, porque listos eran hasta decir basta. Un negocio tan rentable tenía un pero, además muy importante, y era la dependencia absoluta de un único proveedor, en esta caso China, al que, además, había que pagar en dinero contante y sonante. Los chinos no aceptaban cuadrar las balanzas comerciales con baratijas. Localizado el problema, buscaron solucionarlo. Por el tema del proveedor único, aunque les costó varios años y fue a largo plazo, consiguieron producirlo en la India que, curiosamente, estaba controlada por ellos. Hoy en día, el mayor productor mundial de té es la India. Y por el tema de pagar en cash, la Compañía comenzó a introducir en China el opio de la India. Primero, algo de menudeo, como el camello que vende en la esquina, y, más tarde, versión Pablo Escobar o el Chapo. Lógicamente, con el visto bueno del gobierno británico. Habría que advertir que, por los problemas de adicción, el opio estaba prohibido en China. Y la verdad, el negocio era brillante: el opio se producía en la India y, para no mezclar a la Compañía en estos negocios turbios, llegaba a China a través de intermediarios y contrabandistas locales; colocado en el mercado chino, gracias una red de sobornos perfectamente orquestada y engrasada, el dinero llegaba a Londres y, desde la metrópoli, volvía a viajar a China (ahora diríamos ya blanqueado), para pagar los cargamentos de té. Será mezquino, pero hay que reconocer que el plan era brillante.

En 1828, el valor de las importaciones chinas de opio ya era superior al de exportaciones de té. El empeño del gobierno chino por erradicar el consumo de opio se veía frenado, una y otra vez, por la red de corrupción que operaba financiada por la Compañía y por, la vista gorda, del gobierno británico. Tras años de tiras y aflojas soterrados, cuando el gobierno británico vio peligrar aquel lucrativo negocio por las presiones chinas, se quitó la careta y en 1839 declaró la guerra a China en la llamada «guerra del opio». Eso sí, utilizó el pretexto de defender el derecho al libre comercio. Siempre han sido grandes prestidigitadores. A las primeras de cambio, ya se vio que la armas chinas estaban en pañales frente al poderío británico, y en apenas tres años finiquitaron el asunto con pingües beneficios: obtuvieron Hong Kong (bajo soberanía británica hasta 1997), el pago de reparaciones de guerra y la apertura al libre comercio de todas las mercancías (incluido el opio, que fue legalizado) en los puertos más importantes de China. Una auténtica humillación para el gigante asiático. Otro detallito, la empresa multinacional británica de servicios financieros HSBC (The Hong Kong and Shanghai Banking Corporation), el tercer mayor banco del mundo por activos, se fundó en 1865 en Hong Kong para administrar las ganancias generadas por el tráfico de opio. Ahí es na…

La independencia de los Estados Unidos y la explotación de China fueron el legado de la influencia del té y del opio en la política imperial británica. Apenas me quedaría añadir ¿solo o con leche?