A los que les tocó vivir en Europa durante el siglo XIV debieron pensar que qué habían ellos para merecer aquello: el tema cultural estaba revuelto por el humanismo italiano y, con Francesco Petrarca a la cabeza, había iniciado una campaña en favor de recuperar la cultura clásica (lo que se llamará Renacimiento), porque decía que tras la decadencia de Roma la creación artística y literaria había caído en su pozo sin fondo y que las musas se habían exiliado -fueron los creadores de la cantinela de calificar a la Edad Media como Edad Oscura-; la Iglesia andaba manga por hombro con el traslado de la corte papal de Roma a Aviñón por las injerencias de poder; el viejo continente intentaba sobrevivir a la guerra de los Cien Años, un conflicto bélico que se inició en 1337 y que mantuvo en armas a toda Europa durante 116 años -a pesar de llamarse de los cien años-; tuvo lugar la llamada Pequeña Edad de Hielo, un periodo frío que acabó con los años de bonanza climática e influyó de manera catastrófica en las cosechas… y, para rematar la faena, llegó la peste negra en 1348 provocando el colapso demográfico, económico, social y, también, moral. Y aun así, no todo fue negativo, porque la epidemia cambio las reglas del mercado laboral y lo hizo en favor de los obreros.
La alta tasa de mortandad de la peste, que atacaba por igual a ricos y pobres, provocó una despoblación generalizada, siendo mucho peor en el campo que en la ciudad, hacia donde muchos campesinos huyeron buscando algún remedio milagroso de los profesionales de la medicina. Remedio que, lógicamente, no encontraban porque no existía. Se tiraba de sangrías, que mira que les gustaba lo de las sangrías en la Edad Media, de incisiones en los bubones para vaciarlos y aplicar algunos ungüentos. Algo más efectivo era separar a las personas infectadas de las sanas y aislarlos en sus casas a cal y canto para que, por lo menos, no propagasen la enfermedad. Además, y aunque pueda parecer lo contrario, las ciudades eran más «seguras» porque la progresión de la peste es más lenta cuanto mayor es la densidad de población. Las pulgas tenían más víctimas a las que atacar y, por tanto, había más posibilidades de librarse de aquella macabra lotería.
El éxodo hacia las grandes ciudades permitió a éstas compensar las enormes pérdidas de población y, a la vez, provocó una grave crisis de mano de obra en los feudos, las tierras que el señor otorgaba al vasallo en el contrato de servidumbre o vasallaje. El campo quedó despoblado, mientras la vida en las ciudades se revitalizaba. Los señores feudales que sobrevivieron, acostumbrados a vivir de las rentas que les proporcionaba el trabajo de sus vasallos, vieron cómo sus tierras se vaciaban, sus cosechas quedaban sin recolectar, las rentas agrarias caían estrepitosamente y los precios se derrumbaban. Así que, muy a su pesar, no les quedó más remedio que optar por vender o arrendar las tierras a precios muy bajos a quien las pudiera pagar o contratar a campesinos pagándoles salarios más altos. La peste negra había traído mejoras salariales para los campesinos y cierto poder en la «negociación colectiva en el sector agrario».
Aquella reconversión social y laboral permitió a terceros, ajenos al mundo rural, ocupar el puesto de aquellos señores feudales que tuvieron que vender o arrendar sus tierras. Aquellos terceros no eran otros que una nueva clase social, la burguesía. Estos habitantes de los «burgos» no eran ni chicha ni limoná: no eran señores feudales, pero tampoco siervos; no eran de la nobleza ni del clero, pero tampoco campesinos; eran mercaderes, artesanos o pertenecían a las llamadas profesiones liberales (médicos, letrados…). El auge de las ciudades en los primeros tiempos de la Baja Edad Media (siglos XII y XIII) habían permitido a los burgueses acumular ciertas rentas que ahora, con los estragos de la peste negra, podían invertir en el campo y sustituir a parte de la vieja nobleza rural. Los trabajadores del campo seguían siendo el eslabón más débil de la cadena agrícola y los nuevos jefes les «apretaban» para que la producción hiciese rentable su inversión. Pero, al contrario de las tradicionales estrategias de la nobleza para aumentar la producción que habían quedado obsoletas y en aquel momento eran inviables (roturar más tierras y más horas de trabajo), la burguesía introdujo nuevos métodos de cultivo y herramientas que racionalizaron el trabajo y permitieron aumentar la productividad.
Así que, la peste la negra fue la encargada de «proteger» los derechos de los trabajadores y emprender una serie de reformas en favor de sus condiciones laborales, lo mismo que hoy en día deberían hacer, porque para ello se crearon en el siglo XIX, los sindicatos.
Siempre se ha dicho que «no hay mal que por bien no venga».
Ni mal que cien años dure 😉