En el año 2019 el Museo Naval de Madrid inauguró la exposición «No fueron solos. Las mujeres en la conquista y colonización de América», en un intento más de reivindicar el papel de las mujeres en las expediciones al Nuevo Mundo. Según los datos ofrecidos en la propia muestra, 30 mujeres acompañaron a Colón en su tercer viaje, más de 300 llegaron a Santo Domingo en el primer cuarto del siglo xvi y la población femenina constituyó casi una tercera parte de los pasajeros embarcados con destino a América entre 1560 y 1579. De los 45 327 emigrantes de procedencia conocida (y hay que puntualizar que era bastante fácil y frecuente la emigración clandestina), 10 118 eran mujeres, y, de ellas, el 50 %, andaluzas, el 33 %, castellanas, y el 16 %, extremeñas. Ya fuese acompañando a sus maridos, como buenas esposas y madres cristianas, o escapando de ese rol femenino y de un destino marcado, arrancaron sus raíces del Viejo Continente para replantarlas en un mundo desconocido.

En este viaje al continente americano nos vamos a centrar en Hernán Cortés, del que creo que, más allá de sus luces y sus sombras, no se puede dudar de su genialidad. Utilizo este término por las increíbles hazañas militares y políticas que protagonizó este novato. Como leéis, un novato. Cortés no tenía experiencia en batallas ni en expediciones. Lógicamente, se trató de una aventura colectiva en la que participaron personas de toda condición y personajes de todo pelaje, de los que tenemos conocimiento por las cartas del propio Cortés y por los cronistas de América. En esta expedición a México, no me extenderé mucho por ser de sobra conocida la historia de Malinalli, rebautizada como doña Marina por los españoles y apodada despectivamente por los mexicas como Malinche, pero sí daré unas pinceladas para reconocer su papel relevante:

Doña Marina sabía la lengua de Guazacualco, que es la propia de México, y sabía la de Tabasco, como Jerónimo Aguilar sabía la de Yucatán y Tabasco, que es toda una. Entendíanse bien, y el Aguilar lo declaraba en Castilla a Cortés; fue gran principio para nuestra conquista. Y ansí se nos hacían todas las cosas, loado sea Dios, muy prósperamente. He querido declarar esto porque sin doña Marina no podíamos entender la lengua de la Nueva España y México (Benal Díaz del Castillo).

Y el propio Cortés escribió en una carta: «Después de a Dios, le debemos esta conquista de la Nueva España a doña Marina». Por cierto, la calificación de traidora por parte de algunos no es muy acertada, porque ella fue la traicionada por su familia cuando su padrastro la vendió como esclava.

De entre todas las mujeres que participaron en la aventura mexica con el paisano de Medellín (Badajoz) destaca María de Estrada, cuya primera aparición en esta película data de comienzos del XVI en Cuba, desde donde partirá el 18 de noviembre de 1518 con la expedición de Cortés rumbo al continente. La semana del 1 al 7 de julio de 1520 se producen dos hechos relevantes que determinarán el devenir de este territorio: la Noche Triste, así se llamó la derrota sufrida por Hernán Cortés y sus aliados tlaxcaltecas a manos del ejército mexica el 1 de julio, y la batalla de Otumba, la victoria de Cortés sobre los mexicas el 7 de julio. Durante esta semana se van a producir las hazañas que «obligarán» a los cronistas, porque no era la costumbre que las mujeres fueran las protagonistas de sus relatos, a fijarse en esta valerosa mujer. Diego Muñoz Camargo escribió en su Historia de Tlaxcala:

Se mostró valerosamente una señora llamada María de Estrada, haciendo maravillosos y hazañeros hechos con una espada y una rodela en las manos, peleando con tanta furia y ánimo que excedía al esfuerzo de cualquier varón, por esforzado y animoso que fuese, que a los propios nuestros ponía espanto y, ansimismo, lo hizo la propia el día de la memorable batalla de Otumba, a caballo, con una lanza en la mano, que era cosa increíble en ánimo varonil, digno por cierto de eterna fama e inmortal memoria.

En términos muy similares habla de ella en Monarquía indiana (1615) el franciscano Juan de Torquemada:

Mostrose muy valerosa en este aprieto y conflicto María de Estrada, la cual con una espada y una rodela en las manos hizo hechos maravillosos, y se entraba por los enemigos con tanto coraje y ánimo, como si fuera uno de los más valientes hombres del mundo, olvidada de que era mujer, y revestida del valor que en caso semejante suelen tener los hombres de valor, y honra. Y fueron tantas las maravillas y cosas que hizo, que puso en espanto y asombro a cuantos la miraban.

De su determinación tenemos conocimiento por la obra Crónica de la Nueva España, del humanista Francisco Cervantes de Salazar, primer catedrático de Retórica y dos veces rector de la Real y Pontificia Universidad de México, creada veinte años atrás por real cédula del emperador Carlos V, cuando Hernán Cortés ordenó que las mujeres que formaban parte de sus tropas se quedaran a descansar en la ciudad de Tlaxcala, María de Estrada, ni corta ni perezosa, le soltó: “No es bien, señor Capitán, que mujeres españolas dexen a sus maridos yendo a la guerra; donde ellos murieren moriremos nosotras, y es razón que los indios entiendan que somos tan valientes los españoles que hasta sus mujeres saben pelear.” Nuevamente por el historiador Muñoz Camargo sabemos de su situación personal cuando nos dice que estuvo casada con Pedro Sánchez Farfán (amigo fiel de Hernán Cortés) y, al enviudar, se casó con Alonso Martín Partidor, según parece, uno de los fundadores de Puebla en abril de 1531, por aquel entonces llamada Ciudad de los Ángeles, donde vivió nuestra valerosa amiga hasta el fin de sus días.

No sería María la única mujer entre las tropas de Cortés durante la conquista mexica, Cervantes de Salazar hace referencia a Beatriz Bermúdez de Velasco, la Bermuda, en la batalla por Tenochtitlán:

Beatriz Bermúdez, que acababa de llegar de otro real, viendo así españoles como indios amigos todos revueltos, que venían huyendo, saliendo a ellos en medio de la calzada con una rodela de indios y una espada española y una celada en la cabeza, les dijo: «¡Vergüenza de españoles! ¿Qué es esto de huir de gente tan vil a quien tantas veces habéis vencido? Volved a ayudar y socorrer a vuestros compañeros que quedan peleando, haciendo lo que deben; y, si no, por Dios os prometo que no dejar pasar vivo a ninguno de vosotros. Quien de gente tan ruin vienen huyendo merecen que mueran a manos de una flaca mujer como yo.

A ver quién era el guapo que no volvía a su puesto y seguía luchando.

Fue tal la vergüenza que sintieron los soldados españoles y el efecto de las palabras de Beatriz, que volvieron hacia los enemigos ya victoriosos, dando lugar a la batalla más sangrienta y reñida que jamás hasta entonces se había visto. […] Finalmente, los españoles vencieron, poniendo en huida a los enemigos, siguiendo el alcance hasta donde los compañeros estaban peleando, a los cuales ayudaron de tal manera que todos salieron aquel día vencedores […] de donde se entenderá lo mucho que una mujer tan valerosa como esta hizo y puede hacer con hombres que tienen más cuenta con la honra que con la vida, cuales entre todas las naciones suelen ser los españoles.

Ahí queda eso. Bueno, no, todavía nos queda una protagonista más. Según cuenta el cronista Bernal Díaz del Castillo, autor de Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, hubo tres mujeres invitadas a la selecta cena que Hernán Cortés dio el 13 de agosto de 1521 para celebrar el triunfo sobre los mexicas: María de Estrada, Beatriz Bermúdez de Velasco e Isabel Rodríguez. Dependiendo de las crónicas, el número de mujeres españolas que participaron en la toma de Tenochtitlán varía entre ocho y doce, así que, al igual que de entre los hombres se invitó a los capitanes y poco más, podríamos considerar a estas tres valientes como la representación femenina de aquella gesta. Así que vayamos con la tercera.

Isabel Rodríguez, esposa de Miguel Rodríguez de Guadalupe, llegó acompañando a su marido y, al final, le robó todo el protagonismo. Aunque seguro que también tuvo que tomar las armas, ocupó un lugar en esa mesa por otros menesteres: el cuidado de los heridos y de los enfermos.

[…] como eran tan continuas las refriegas, salían de la una parte y de la otra muchos heridos, de tal manera que no había día que no saliesen cientos heridos, a los cuales una mujer española, que se decía Isabel Rodríguez, lo mejor que ella podía les ataba las heridas y se las santiguaba «en el nombre del Padre y del Hijo e del Espíritu Sancto, un solo Dios verdadero, el cual te cure y sane», y esto no lo hacía más de dos veces, y muchas veces no más de una, y ocurría que aunque tuviesen pasados los muslos, iban sanos otro día a pelear, argumento grande y prueba de que Dios era con los nuestros, pues por mano de aquella mujer daba salud y esfuerzo a tantos heridos, y porque es cosa que de muchos la supe y de todos con forme, me pareció cosa de no dejarla pasar en silencio.

A las órdenes de Isabel, porque coordinó y organizó a otras mujeres de la expedición, tanto españolas como indígenas aliadas en una especie de hospital de campaña. Abundando en lo dicho, tenemos al hispanista británico Hugh Thomas, que recordó, en su obra La conquista de México (1994), el papel fundamental desempeñado por Isabel Rodríguez:

Un artillero que era además curandero, Juan Catalán, iba de un lado a otro murmurando plegarias y encantorios para los heridos. Varias mujeres castellanas actuaban como enferme ras en el real de Cortés, por ejemplo Isabel Rodríguez, de la que se decía que sabía atender muy bien a los heridos, y Beatriz de Paredes, una mulata que no solo cuidaba a los heridos, sino que, en ocasiones, luchaba en lugar de su marido, Pedro de Escobar.

Doña Isabel Rodríguez enviudó y se casó de nuevo, estableciéndose en Tacubaya, donde, según parece, siguió ejerciendo como médico por el resto de su vida. Incluso se cuenta que pudo haber recibido de la Corona el nombramiento de médico honorario para practicar la medicina en todo el territorio de Nueva España.

Y si María, Beatriz e Isabel fueron las representantes de las mujeres en aquella mesa, me gustaría hacer extensiva su representación al de tantas mujeres (olvidadas por la historia) que lucharon junto con los hombres, algunas, como hemos visto, con más valor incluso, y que, mientras los hombres se dedicaban a jugar a las cartas o a emborracharse al final de la jornada, ellas se ocupaban de cuidar a los heridos y de otras múltiples labores de intendencia.

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