El siglo XIX se vio agitado, en sus tranquilas maneras, con la llegada de la Revolución Industrial, una suerte de movimiento que había surgido para iniciar un proceso de cambio y mejoría en las vidas de las gentes de la época. Aquellos años abandonaron rápidamente sus lejanas costumbres, recibiendo, con entusiasmo y admiración, la aparición de un nuevo caudal intelectual que alteraba todos los órdenes establecidos hasta el momento. Aquella sociedad que vivía entregada al cultivo, a la producción manual y los largos e interminables trayectos por tierra y por mar, encontró que las vistosas máquinas, que llevaban tiempo construyéndose en el ideario de personajes avezados, se presentaban ante todos dispuestas a iniciar una nueva era.

Uno de los grandes avances de aquel período fue el desarrollo de la máquina de vapor. Gracias al impulso que la fuerza de estos ingenios ofrecía, el mundo de aquellos años alcanzó una mejoría en las comunicaciones que transformó las sociedades de los diferentes continentes. Los países comenzaron a mirar más allá de sus fronteras, dirigiendo su atención a los escondidos mundos de la vistosa y pintoresca zona oriental. China o Japón aparecieron ante el ciudadano tranquilo como el destino que era necesario explorar, si se quería alcanzar nuevas realidades que permitieran elevarse por encima de lo conocido. Consecuencia de este movimiento fue la aparición de máquinas de vapor más rápidas y potentes, que iniciaron la construcción de medios de transporte veloces y confiables. Los nuevos barcos, trenes, vehículos de tierra, que comenzaron a recorrer enormes distancias en tiempos cada vez más reducidos, se vieron impulsados con los avances en el estudio de la electricidad, y el resultado fue un continuo movimiento entre personajes de unos a otros lugares.

Efectivamente, las nuevas posibilidades que ofrecían los variados artilugios que surgían cada día, como el telégrafo o la iluminación eléctrica, iniciaron una nueva actividad comercial donde lo recóndito, lo misterioso, lo ignoto de los lejanos países, quedaba a distancias de alcance cercano. Rápidamente, el mundo dirigió su atención a los llamativos escenarios orientales, donde una suerte de variados y coloridos productos se presentaban como objetos a conseguir, y por los que había que esforzarse en alcanzar acuerdos que permitieran trasladar los nuevos descubrimientos a los lejanos países compradores. La seda, la porcelana, las especias, costosas telas o productos de ornamento para los hogares, se convirtieron en artículos de común circulación, que todos deseaban adquirir, y que suponían elevados ingresos a los comerciantes entregados a su transporte. Pero un producto nuevo, llamativo, agradable y exótico, se presentó por encima de todos: el té.

Esta bebida, muy conocida en la zona oriental, consumida por sus gentes, apreciada por los extranjeros, codiciada por los más alejados de aquellas tierras, y convertida, con el paso del tiempo, en corriente y habitual, inició un próspero comercio entre Europa y China, de donde se obtenía en su más alta calidad. Al mismo tiempo, supuso la creación de un problema entre Inglaterra y aquel país, debido a la codicia y las ambiciones personales de los comerciantes europeos, deseosos de obtener el producto sin entregar lo que era justo a cambio. Ofrecían, por la deseada bebida, objetos de escaso valor, que pensaban que agradarían a los exportadores orientales, pero que no eran bien recibidos por éstos. Relojes de madera, monedas sin valor o artículos de adorno carentes de importancia, intentaron entregarse a cambio del brebaje, lo que hizo peligrar su comercio. Sin embargo, como es sabido, el té acabó de camino a Gran Bretaña, donde su uso se hizo popular gracias a la duquesa de Bedford. Así lo narra David Wern en su novela Las tres creaciones insólitas de Klant Woss :

Los siglos siguientes conocieron la llegada de nuevos usos para la anhelada pócima. De bebida exclusiva, pasó a ser popular; de artículo inasequible, se convirtió en la bebida de todos, aquella consumición que acompañaba a cada comida, y, especialmente, el refrigerio que se servía en la «Afternoon Tea». Fue Ana, duquesa de Bedford, quien extendió el uso del té en ese momento característico del día. Transformando la costumbre de ingerirlo a otras horas, la duquesa se acostumbró a acompañarse de una pieza de comida, o «muffin», y del llamativo caldo, organizando reuniones con sus amistades, donde todos participaban del refrigerio. A partir de ahí, la costumbre se extendió al resto de clases, y, pronto, toda la sociedad inglesa solicitaba, puntualmente, su taza vespertina de té, y su pequeño aperitivo.

Como puede verse, el té pasó de elemento agitador a confortador de unas gentes que comenzaron a vivir una sociedad cambiante, donde el progreso se hizo corriente, y que abrió un camino que aún hoy continúa transitándose. La bebida se convirtió en referente de una sociedad transformada, que miraba hacia adelante, y que nunca volvería a conocer las tranquilas maneras con que empezó.

Aquí os dejo la referencia de la novela Las tres creaciones insólitas de Klant Woss, una ambientación de la época desde un punto de vista muy original: aventuras y… ciencia ficción:

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