Hace unos días, y como parte de un nuevo plan para combatir la inmigración ilegal, el Gobierno de Boris Johnson anunció que había cerrado un acuerdo con las autoridades de Ruanda para enviar a este país africano a los indocumentados que lleguen a territorio británico por el Canal de la Mancha. Los migrantes deberán permanecer en Ruanda hasta que exista una resolución a su petición de asilo o hasta que sean devueltos a su país de origen. El Gobierno de Ruanda recibiría el equivalente a 150 millones de euros por acoger temporalmente a los inmigrantes y darles en última instancia una oportunidad para «rehacer sus vidas» en el corazón de África y a 7.000 kilómetros del Reino Unido. Pues nada nuevo, porque los británicos ya hicieron algo muy parecido 

Sierra Leona

En el último tercio del siglo XVIII los abolicionistas británicos, encabezados por Granville Sharp, comienzan a remover las conciencias y se producen los primeros casos de esclavos liberados tras procesos judiciales relativos a la «propiedad». Sería el comienzo de un proceso que, tras la aprobación en 1807 del Acta del Comercio de Esclavos que prohibía la trata de esclavos en los barcos británicos, culminaría con la Ley de la Abolición de la Esclavitud en 1833. Como resultado de este proceso, el número de esclavos liberados en Londres crecía y Granville Sharp pensó que sería una buena idea devolverlos al continente del que fueron arrancados (por lo menos al sus antepasados porque muchos habían nacido en cautividad y nunca habían estado en África). Sería mezquino cuestionar la intención de Sharp, un hombre que consagró su vida a la lucha por erradicar la esclavitud, pero la realidad es que el resultado final distó mucho de ser lo que él pensó.

Se firmó un acuerdo con el jefe de la tribu temne, el rey Tom para los amigos británicos, para cederles una franja de terreno en la desembocadura de río Sierra Leona. En 1787, un buque de guerra partía de Inglaterra con 331 esclavos liberados, 41 de ellos mujeres, y 60 prostitutas (así aprovechaban el viaje y limpiaban las calles de Londres), y que no fue muy distinto de si nos dejaran a algunos de nosotros allí (con o sin prostitutas). El primer año la mitad de los nuevos colonos habían fallecido por enfermedades o por «accidentes» propios del lugar (serpiente, león, enfrentamientos con los nativos del lugar…); otros se buscaron la vida uniéndose a los comerciantes de esclavos que operaban en la zona, y lo poco quedó del asentamiento lo arrasó el rey Jemmy, sucesor de Tom. Pero los británicos habían llegado para quedarse… o para aparcar allí a los esclavos liberados. Nuevas remesas de colonos fueron llegando desde Inglaterra, Nueva Escocia (Canadá) o Jamaica y con el tiempo, y muchos muertos después, consiguieron establecer un asentamiento que llamaron Freetown (Ciudad libre, nombre muy significativo). En 1807, con la aprobación del Acta del Comercio de Esclavos, los británicos establecen en Freetown una base militar para controlar los barcos esclavistas que «faenaban» en la costa occidental de África. Además, todos los esclavos rescatados de barcos esclavistas, independientemente de su procedencia, pasaban directamente a Freetown, por lo que aquel lugar se convirtió en un batiburrillo de lenguas, etnias y costumbres que los británicos trataron de encajar con una biblia en la mano, un palo en la otra y un perfecto inglés de la Gran Bretaña. E incluso trataron de llevar la palabra de Dios hacia el interior de la selva entre las tribus nativas.

A finales del siglo XIX, cuando las potencias europeas comienzan a repartirse el pastel africano, los británicos deciden convertir aquel asentamiento que servía para lavar sus conciencias en un protectorado para crear una zona de influencia en la región y frenar el empuje de los franceses. Si aquella decisión no sentó bien entre los jefes de las tribus nativas, todavía les gustó menos que en el Consejo local que administraba el territorio fuesen mayoría los descendientes de los colonos (los esclavos liberados, que se consideraban menos negros y más europeos que los africanos). Todo se arregló reconociéndoles a los jefes tribales cierto grado de autonomía y autoridad a cambio de la explotación de los ingentes recursos naturales. En 1961, Sierra Leona -capital Freetown– consiguió su independencia y, desde aquel momento, aquel estado artificial, creado para limpiar la conciencia de los británicos, se convirtió en un avispero de corrupción, golpes de Estado y matanzas, entre los mende, los temne y los colonos. Como dice Gary Brecher en su libro «Hazañas y chapuzas bélicas«, en África lo que más miedo da son los grupos autodenominados con acrónimos del estilo FLN (Frente de Liberación Nacional) o FRU (Frente Revolucionario Unido). Su forma de actuar es la siguiente: asaltan el poder y matan a todo el gobierno y sus seguidores; convocan unas elecciones «democráticas» en la que ganan por mayoría absoluta; crean una policía secreta para controlar/eliminar a los opositores durante su gobierno… y siempre aparecen otros «acrónimos» que harán buenos a los anteriores.