[…] Es fascinante. Las posibilidades son infinitas. ¡Se pueden hacer tantas cosas con él! Aparte de tener calefacción central, aunque en sí eso ya es un gran paso. Apenas he empezado a vislumbrar las aplicaciones. Pero, mira, el humo, por ejemplo, ahoga a las moscas y mantiene a raya a los mosquitos. Claro que el fuego también tiene sus cosas. Por ejemplo, es difícil de transportar. Y tiene un apetito voraz: come como una lima. Y es de tendencia maliciosa: si no tienes cuidado, puede ser peligroso. […] Nuestro nivel de vida alcanzó cotas irreconocibles. Antes del fuego no éramos nadie. Habíamos bajado de los árboles, teníamos hachas de piedra, pero poco más, y todos los dientes, cuernos y garras de la naturaleza parecían estar en nuestra contra. […]

Así que nos instalamos, y el alojamiento supuso una mejora inmensa con respecto a los anteriores. Los osos volvieron en varias ocasiones, pero siempre se encontraban con un fuego brillante para darles la bienvenida a la caverna y se lo pensaban mejor. Unos cuantos leones y otros felinos también vinieron a echar un vistazo, pero, después de estudiar el fuego desde lejos, fingían tener un sitio mejor para vivir y se marchaban con toda la dignidad que eran capaces de reunir ante el estallido de nuestras carcajadas burlonas.[…]

El fuego nos daba luz después de que se pusiera el sol, y conocimos el lujo infinito de relajarnos alrededor de la lumbre, por las noches, mientras masticábamos la comida cocinada, chupábamos el tuétano de los huesos y contábamos historias. La mayoría procedía de padre, y la mejor era la historia de cómo nos trajo el fuego salvaje. […]

Pero las nuevas lanzas endurecidas al fuego eran otra cosa. Resultaban letales para las cebras, por ejemplo, a cuarenta metros […] Ya no teníamos frío ni hambre tan a  menudo.

Estos fragmentos, contados en primera persona por Edward, un homínido de finales del Pleistoceno entusiasta de la teoría de la evolución, pertenecen a Por qué me comí a padre (1963) de Roy Lewis (recomendable 100%). Y hablando de la teoría de la evolución,  Charles Darwin consideraba que el fuego era el mayor descubrimiento de la humanidad, a excepción del lenguaje. El fuego proporcionó a los primeros humanos una fuente de calor y de luz, una herramienta con la que alargar las horas del día, protegerse de los depredadores, fabricar mejores herramientas y dispersarse por todo el planeta, incluso hacia gélidos parajes y altas latitudes. Y sobre todo, fue esencial para transformar nuestra alimentación.

No se conoce con exactitud cuándo empezaron los humanos a controlar el fuego. Es muy probable que las primeras interacciones de nuestros ancestros con este elemento fueran fortuitas; a partir de la observación de los incendios producidos por el impacto de los rayos. Los primeros Homo vivían en hábitats más abiertos que las especies de homininos precedentes y habían empezado a comer carne. Es en estos hábitats que los incendios naturales ocurrían de forma más frecuente y eran fáciles de observar.

Para situar el origen del control del fuego debemos considerar otros factores. Las herramientas de piedra más antiguas identificadas hasta la fecha tienen 3,3 millones de años (m.a.) de antigüedad, el género Homo podría haberse originado en África poco después, hace 2,8 m.a., y disponemos de evidencias de la presencia de Homo erectus fuera de África hace 1,8 m.a. en Georgia y Oriente Próximo, hace 1,7 m.a. en el norte de China y hace 1,5 m.a. en Java. Homo erectus aparece en el registro fósil hace aproximadamente 2 m.a. y fue la primera especie humana con unas proporciones corporales parecidas a las nuestras: entre 1,5 y 1,8 metros de altura, y unas piernas más largas y unos brazos más cortos que sus predecesores.

¿Origen temprano o tardío?

Algunos especialistas plantean que el uso del fuego tiene profundas raíces en el linaje Homo. Sostienen que los cambios anatómicos que caracterizan a los Homo erectus son el resultado de un cambio drástico en su dieta hacia una alimentación de mejor calidad (que proporcionaba más calorías) y que no podía lograrse sin cocinar los alimentos. Por lo tanto, las diferencias anatómicas con su predecesor Homo habilis se deberían al control del fuego. Y también apuntan que la dispersión temprana de Homo erectus fuera de África hacia latitudes más frías no habría sido posible sin el uso del fuego.

Al principio, es posible que los primeros Homo fueran en busca del fuego. Los incendios naturales podían durar días y el fuego dejaba al descubierto presas como pequeños mamíferos o reptiles y huevos de pájaros –también nueces, semillas, raíces, o tubérculos– que al haber sido cocinados accidentalmente aumentaba su digestibilidad y la energía que proporcionaban. Más tarde, estos homininos habrían encontrado la forma de mantener el fuego gracias a materiales de combustión lenta como el carbón o los excrementos de animales. Otras especies de animales interactúan con el fuego –los chimpancés, por ejemplo, recolectan las semillas que se tuestan en un incendio–, pero únicamente los humanos aprendieron a controlarlo y utilizarlo en beneficio propio.

Las evidencias tempranas de uso del fuego halladas hasta la fecha no son muy abundantes. Ello se debe a que los restos de fuego se preservan peor en el registro arqueológico que artefactos duros como las herramientas de piedra. En los yacimientos donde se ha documentado la presencia de fuego se encuentran fragmentos de huesos quemados, herramientas de piedra modificadas por el calor o fragmentos de arcilla cocida. También, los restos de brea que los neandertales utilizaban a modo de pegamento para fijar las puntas de herramientas de piedra a mangos de madera o hueso son una prueba del uso del fuego, esencial para obtener la brea calentando corteza de abedul a altas temperaturas durante horas. En algunos casos puede ser difícil precisar si los restos proceden de un fuego intencionado (de origen antropogénico) o natural, mientras que en otros tanto el contexto como la evidencia no dan lugar a duda. Por ejemplo, la presencia de piedras delimitando una depresión circular en tierra con restos de material calcinado; un hogar a cuyo alrededor, hace decenas de miles de años, nuestros antepasados se calentaban, cocinaban, practicaban ritos y compartían historias y canciones.

Las pruebas más antiguas de control del fuego

A principios de los años setenta, en el yacimiento de Koobi Fora, al este del lago Turkana en Kenia, se encontraron pequeñas áreas de sedimento enrojecidas que los investigadores consideraron como evidencias de combustión. Desde entonces, otros yacimientos antiguos han proporcionado restos compatibles con un uso temprano del fuego por parte de Homo erectus. El sitio FxJj20 en Koobi Fora tiene una edad de 1,5 millones de años y estudios recientes han revelado nuevas pruebas que indicarían el uso del fuego en este nivel del yacimiento. En Chesowanja, cerca del lago Baringo, también en Kenia, se encontraron fragmentos de arcilla roja endurecida por el calor en un yacimiento de 1,4 millones de años de antigüedad, donde también se localizaron herramientas de piedra olduvayenses.

En Sudáfrica, en la cueva de Swartkrans, a finales de los ochenta se encontraron fragmentos de hueso calcinados en un nivel del yacimiento con una antigüedad entre 1,5 y 1 m.a., algunos de ellos con marcas de corte. Se localizaron en distintas áreas de excavación, y los análisis químicos demostraron que habían sido calentados a más de 200 grados, una temperatura como la que se alcanza en las hogueras. También en Sudáfrica, en la cueva Wonderwerk, análisis micromorfológicos y con microespectroscopia de los sedimentos intactos de la cueva proporcionaron una de las evidencias inequívocas más tempranas del uso controlado de fuego, hace 1 millón de años, en forma de huesos quemados y restos de plantas incinerados. En ambos casos los restos se localizaron dentro de las cuevas, reforzando la idea de que se trataba de fuegos intencionados y no producidos por causas naturales.

En Oriente Próximo, uno de los mejores sitios que documentan el uso del fuego por parte de nuestros ancestros es el yacimiento al aire libre de Gesher Benot Ya’aqov, en Israel. En él se han identificado restos de madera quemada y de carbón en distintos niveles, asociados a fragmentos de herramientas de sílex con marcas de fuego, lo que indicarían la presencia de hogares, y restos de peces expuestos a bajas temperaturas (menos de 500 grados), lo que sugiere, junto con los datos arqueológicos, que los peces habían sido cocinados y consumidos en el lugar. Según los investigadores, sería la evidencia más temprana del uso del fuego para cocinar, con una antigüedad de 780.000 años antes del presente. Se desconoce qué especie o población humana habitaba en ese lugar.

En Asia, encontramos el yacimiento de Zoukoudian, en China, en el que está documentada la presencia de Homo erectus (los restos conocidos como el ‘hombre de Pekín’) en un período comprendido entre 700.000 y 400.000 años antes del presente. En Zhoukoudian se han encontrado herramientas de piedra y restos de huesos calcinados y capas de cenizas que indicarían el control del fuego en este yacimiento.

En Europa, aunque está aceptado que los homininos empleaban el fuego de manera generalizada hace 350.000 años e incluso antes, uno de los yacimientos más antiguos donde se ha documentado de forma indiscutible su uso controlado es Valdocarros II (Arganda del Rey), donde hace 250.000 años unos ancestros humanos, que fabricaban hachas de mano de tipo achelense, utilizaron madera de pino en descomposición como combustible para encender el fuego de distintos hogares y, probablemente, cocinar carne de cérvidos o uros.

Y esta es la versión de Edward, que lucha por la supervivencia de una horda de hombres mono y de sus esfuerzos por conseguir que mejoren sus condiciones de vida…

Todos os acordaréis de lo mal que nos iban las cosas en aquellos días. Casi nos extinguimos por la caza y el acoso de que éramos víctimas. Perdisteis a tíos, tías, hermanos y hermanas en la masacre. Los carnívoros se fijaron en nosotros por la escasez de ungulados que padeció la región. […] En cualquier caso, una vez que los felinos empezaron a devorarnos, enseguida adquirieron el gusto y la costumbre de cazarnos, y encima éramos muy fáciles de abatir. Os preguntaréis por qué no decidí llevaros a una zona más segura. Le di muchas vueltas a la idea, por supuesto. Pero ¿adónde íbamos a ir? Me resultaba impensable que debiéramos sacrificar los frutos del esfuerzo de miles de años de evolución y de la cultura de la Edad de Piedra, y empezar de cero como simios arborícolas. Mi padre se habría revuelto en la tumba, que es un cocodrilo, si yo hubiera traicionado así todas las causas por las que luchó. Teníamos que quedarnos, pero usando la cabeza. Teníamos que encontrar una manera de que los leones dejaran de comernos de una vez por todas. ¿Y cuál podía ser esa manera? Llegué a la conclusión de que esa era la pregunta clave. Tal es la belleza del pensamiento lógico: permite eliminar sistemáticamente las alternativas hasta que lo único que queda es la cuestión básica que debe resolverse. […]

Yo sabía, como lo sabemos todos, que los animales temen el fuego. Nosotros también lo tememos, puesto que somos animales como los demás. A veces lo hemos visto burbujear, hervir y correr por las laderas de las montañas hasta incendiar los bosques, y todas las especies huyen de él presas del terror. Hemos visto estallar montañas enteras en humo y llamas, y a los animales arrancar a correr como posesos. No sucede a menudo, pero sabemos qué ocurre
cuando sucede. No hay dolor como el de las quemaduras; no hay muerte como la del fuego. O eso parece. En vista de todo ello, mi intención era conseguir el efecto de un volcán sin prenderme fuego. Quería un volcán pequeño y portátil. Pero la idea, la teoría, es una cosa, y la aplicación práctica es otra. Una cabeza llena de ideas no echa a los osos de las cuevas. Estaba eufórico con la elegancia de mi teoría, pero me di cuenta de que, si me limitaba a deleitarme en ella, acabaría por narices en el estómago de una bestia junto con el resto de mi familia.[…] La segunda idea decisiva, que tuve un tiempo después, fue que debía subir a un volcán para verlo. Así que me lo jugué todo a una carta. Y ahí que subí a las Ruwenzori. Me guie por las llamas que salían de la cima y trepé con decisión, dejando los glaciares a un lado. […]

Se me cayó el alma a los pies; todo me incitaba a dar media vuelta, pero me di cuenta de que volver con las manos vacías tenía tanto sentido como no volver. Además, la fascinación del paisaje me empujó a continuar.  No me quedaba más remedio que abrirme camino en espiral alrededor del cráter, y al alcanzar la otra cara de la montaña vi algo que reavivó mis esperanzas. No sería necesario escalar hasta la cima, cosa que podría haberme llevado días, si es que hubiera sobrevivido a la noche a la intemperie. Porque vi que en aquella ladera brotaban humo y vapor, solo un poco más abajo de donde me encontraba. Si descendía un poco, podría conseguir fuego en alguna forma y, además, lejos de los peligros del cráter, que resplandecía y bullía a miles de grados centígrados. […] Parecía que la montaña estuviese herida, desgarrada por un enemigo, y le estuviesen apretando la herida para que salieran las rojas vísceras; o quizá la montaña tenía una especie de cólico bilioso y estaba vomitando. Creo que aquel espectáculo me acercó un tanto a la verdad de cómo está hecho el mundo, pero por desgracia no tenía tiempo de quedarme más que con observaciones superficiales. Lo que me despertó el interés en el acto fue que, cuando el vómito caliente tocaba un árbol que se cruzaba en su camino, este estallaba en llamas al instante. Eso era lo que quería: una conexión entre el fuego básico de la tierra y el fuego portátil que buscaba. Mientras lo observaba, entendí al fin el secreto: si un árbol tocaba a otro árbol que estuviera en llamas, el primero también prendía. Estaba frente a la demostración natural del principio de la transmisión del fuego. Si se acerca al fuego un objeto que le guste comerse, ese objeto arde. Todo esto os resulta muy obvio ahora, pero recordad que yo lo estaba viendo por primera vez. […]

El volcán era el fuego padre; los árboles eran hijos e hijas, pero también podían convertirse en padres del fuego si los tocaba otro árbol combustible. Todo cuanto debía hacer era coger una rama del suelo, acercarla a un árbol en llamas y llevármela. Me puse a ello de inmediato; fue un trabajo en caliente, pues la pared de lava emitía un calor tremendo y tuve que acercarme a menos de cuarenta metros, pero ¡funcionó! ¡La rama ardía! Tenía el fuego en mis manos.