Si hace unos días pude «entrevistar» a un romano del siglo I para preguntarle qué opinaba de Tiberio, Calígula y Nerón, hoy me he atrevido a hacer un viaje en el tiempo (hasta el año 80) y asistir a la inauguración del anfieatro Flavio, más tarde conocido como el Coliseo. El emperador Vespasiano, padre del actual emperador Tito, que asistirá al evento, fue quien inició las obras de una de las siete maravillas del mundo antiguo hace casi 10 años sobre parte de las ruinas de la Domus Aurea, el fastuoso palacio que el emperador Nerón se hizo construir para su gloria personal tras el incendio de Roma. Su nombre original, anfiteatro Flavio (en honor a la dinastía de emperadores que ordenó construirlo), fue cambiado por el de Coliseo por una gran estatua de bronce de Nerón, el Coloso, que no se conserva. Y como aquí son de hacer las cosas a lo grande, los fastos inaugurales van a durar 100 días. Casi na…

En este viaje en el tiempo mi cicerone va a ser el poeta bilbilitano Marcial. Después de un efusivo saludo y las típicas preguntas por nuestra salud (por preocuparle, no comenté nada de la pandemia que nos azota) y nuestras respectivas familias – educación ante todo-, Marcial me propuso, como era lógico, asistir a los Juegos. Y lo primero que me encuentro es una prueba evidente de que algunas cosas no habían cambiado: un espectáculo con el cartel de «gratis» era sinónimo de empujones y largas colas. Como estaba interesado en las luchas de gladiadores, propuse a Marcial retrasar la entrada al anfiteatro y tomar algo.

– ¿Qué te parece si tomamos un refrigerio y charlamos un rato? He visto el horario de los Juegos y por la mañana se celebra la lucha de animales y los sacrificios de los condenados a muerte. A mi lo que me gustaría ver son los combates entre gladiadores de la tarde.

Marcial asintió y me indicó que le siguiese. Llegamos a lo que hoy podría ser un restaurante de comida rápida con una barra al exterior, que aquí llaman caupona, donde mi compañero pidió una jarra de vino con dos vasos y un poco de queso. Mientras nos servían, le planteé el tema de la solidez de las construcciones de Roma. Marcial cogió un vaso, echó un trago del aquel vino mezclado con agua y arrancó: gromas, chorobates y grúas se intercalaban entre grandes bloques piedras y andamios de madera para dar forma a un ensayo académico. Con mi curiosidad satisfecha, me animé a pedir una segunda jarra de vino -tranquilos que como ya os dije es vino rebajado con agua, que allí lo de beber vino sin diluir era cosa de bárbaros- y, a colación del tema en cuestión, me atreví a preguntarle si también ellos tenían el problema de los sobrecostes en las obras públicas.

Lo tuvimos, amigo. Lo tuvimos. Ahora, cuando un arquitecto acepta encargarse de una obra pública debe cuantificar su coste. Su cálculo estimado se entrega al magistrado, y el arquitecto deja en depósito sus propiedades como garantía hasta que la obra se haya concluido. Una vez terminada, si el coste coincide con su estimación se le rinden honores. Si no ha de añadirse más de una cuarta parte de su cálculo, este pequeño desvío lo asume el tesoro público. Pero si hay que gastar más de esa cuarta parte, el dinero se obtiene de las propiedades del arquitecto.

Estaba claro que en Roma habían sabido cortar de raíz el tema, porque en la provincia de Hispania seguíamos pagando las obras con un sobrecoste directamente proporcional a la avaricia de los que las adjudicaban.

Mientras estaba inmerso en mis pensamientos dándole vueltas a cómo podríamos aplicar estas medidas en la actualidad, noté una presencia junto a mi. Cuando giré la cabeza para conocer su identidad, me encontré con una mujer que me regaló una hermosa sonrisa. Antes siquiera de poder corresponder devolviéndole la mejor de las mías, el mundo pasó a modo cámara lenta: su parpado izquierdo fue descendiendo lentamente hasta cerrar su ojo, mientras el otro permanecía abierto. ¡Maldita sea! Aquel guiño rompió toda la magia. Era una señal inequívoca de que pertenecía al gremio de las copae –las prostitutas que trabajaban en los alrededores de la caupona-. Después de aquel jarro de agua fría, recuperé la compostura y… ¡Marcial reía a carcajadas! Había sido espectador en primera fila del desengaño en una comedia de enredo que habría firmado hasta el mismísimo Tito Plauto.

Anda, regresemos al anfiteatro, que para las luchas de los gladiadores se llena hasta el velario – me dijo el poeta mientras se adivina una sonrisa en sus labios.

Conforme nos acercábamos al Coliseo, uno se daba cuenta de hasta qué punto el panem et circenses era una realidad. Con alimento y entretenimiento la plebe permanecía sedada y dejaba guiarse cual rebaño tras el pastor. Así que, asumí mi papel de borreguito y me dejé llevar.

Aunque el espectáculo era gratis, en aquel caso financiado por el emperador Tito, el conquistador de Jerusalén, había que tener entrada: una pequeña pieza de barro en la que aparecían grabados los números de la puerta, el vomitorio y el asiento. Como buen anfitrión, Marcial ya las había conseguido anteriormente. Así que, nos dirigimos a la puerta que figuraba en nuestras entradas: la X –vamos, la puerta 10-. Desde allí al vomitorio V, para llegar hasta nuestros asientos: el L y el LI. Antes de sentarme, me quedé un momento contemplando la majestuosidad del recinto… hasta que me fijé en la arena: decenas de esclavos se afanaban en cubrir con más arena la sangre derramada y retirar los restos de cuerpos de animales y de los condenados a muerte. Me dejé caer en mi asiento… mi estómago no estaba preparado para aquella escena gore. Mi acompañante entendió que necesitaba un momento y me dio un respiro. Absorto en mis pensamientos, me fijé detenidamente en las gentes y me di cuenta que el lugar ocupado en el graderío dependía de la clase social: cuanto más arriba estabas sentado, más baja era la clase social a la que pertenecías, quedando junto al velario los más pobres y las mujeres, excepto las esposas de los senadores y aristócratas que estaban sentadas con sus respectivos.


De repente, sonaron las trompetas, y como si se activase un resorte bajo los asientos, los espectadores se levantaron y yo volví a la realidad abandonando mi debate moral interno. Entraron los gladiadores en la arena como si fuese un desfile militar. Con casi 50.000 personas gritando a tu alrededor, por no decir directamente 49.999, era difícil prestar atención a todos los detalles que tenían lugar en la arena. Así que, me acerqué al oído y le pregunté a mi compañero si los gladiadores ya habían pronunciado el saludo ritual ante el emperador: “Ave César, los que van a morir te saludan”. Cuando giró su cabeza hacia mi, me encontré con una representación facial de la expresión ¿de qué hablas? Se hizo el silencio y esperé a que me sacase de mi error.

A ver, los gladiadores nunca, y digo nunca, han pronunciado lo que tú llamas saludo ritual. Eso sólo ocurrió en una naumaquia. Ya sabes, una representación real y a tamaño natural de una batalla naval.

Aunque mi subconsciente se esforzaba para no parecer un idiota, mi cara no acompañó y delató mi ignorancia. Marcial se dio cuenta y, resignado, me explicó.

Cuando Julio César se proclamó dictador de Roma, decidió agasajar al pueblo con un espectáculo nunca visto, la primera naumaquia. Para ello ordenó cavar un enorme foso circular en el Campo de Marte que hizo comunicar con el río Tíber mediante un canal. Una vez terminado, se abrió la presa y las aguas del Tíber inundaron el foso a modo de lago artificial. Era tal el tamaño de aquel teatro de representaciones navales que albergó birremes, trirremes en incluso los enormes cuatrirremes. En esta primera naumaquia participaron alrededor de unos 2.000 combatientes y más de 4.000 remeros, la mayoría de ellos prisioneros de guerra y condenados a muerte. Años más tarde, en tiempos de Augusto, se recreó la batalla naval de Salamina entre griegos y persas al otro lado del Tíber, en un estanque excavado de 1.800 pies de largo y 1.200 de ancho, donde hoy está el Bosque Sagrado de los Césares. Tomaron parte en ella 30 trirremes, guarnecidos con espolones, y un número aún mayor de barcos menores. A bordo de estas flotas combatieron, sin contar los remeros, unos 3.000 hombres.

A pesar de quedar asombrado por las proporciones de aquel espectáculo, a caballo entre la película Battleship y el juego de mesa “Hundir la flota”, pero sin efectos especiales y con sangre real, seguía sin aparecer el saludo ritual que yo asociaba con los gladiadores. Y así se lo hice saber…

Tranquilo, que ya llegamos. Hace casi 30 años, el emperador Claudio también quiso agasajar al pueblo de Roma con una naumaquia después de varias victorias de las legiones en Britania. Y lo hizo en el lago Fucino. Allí fue donde los remeros y combatientes se dirigieron al emperador al grito de “los que van a morir te saludan”. Y no sólo fue la primera ocasión, sino la primera y la última, y lo del “Ave, César” lo debió añadir quién te contó esa patraña para darle credibilidad. Siendo sincero te diré que no es de extrañar que pronunciasen esta sentencia de muerte, pues el destino de los combatientes y remeros era morir o morir, ya fuese por ahogamiento o a manos de otros participantes.

Después de la aclaración, me llegaron las voces de un vendedor que recorría las gradas ofreciendo un tentempié. Lamentablemente, tenía muy fresca en la memoria esa misma escena de la película de los Monty Python “La vida de Brian”, donde gritaba “lenguas de alondra, hígado de chorlito, sesos de jabalí, orejas de jaguar, pezones de lobas…compren mientras están calentitos”, y aunque sabía que nada tenía que ver con lo que ahora ofrecían, casi vomité. Decliné amablemente su ofrecimiento, y volví a centrarme en los combatientes.

Hecho el sorteo de las parejas de gladiadores que se enfrentarían, en esta ocasión iban a luchar a muerte (sine missione), aunque con la posibilidad de perdón por parte del emperador. Según me explicó Marcial lo normal era que fuesen combates a primera sangre, pero aquel era un día especial: el primero de los 100 días que iban a durar los Juegos de inauguración del anfiteatro. Músicos, el editor y el resto de gladiadores abandonaron la arena, y sólo quedaron la primera pareja de luchadores y el summa rudis, una especie de árbitro que velaban por el cumplimiento de las reglas –fair play-. Estos jueces, normalmente prestigiosos gladiadores retirados, vestían túnicas blancas y llevaban espadas de madera (rudis) o látigos con los que señalaban movimientos ilegales, paraban el combate si algún gladiador era herido (cuando era a primera sangre) o los incitaban a la lucha golpeándolos si no le ponían muchas ganas. El sorteo previo, que determinaba la parejas de gladiadores que iban enfrentarse, había emparejado en la primera pelea a un retiario, el de la red y el tridente, y un samnita con escudo, casco y gladio.

Si el retiario consigue pescar con su red al samnita, está perdido – sentenció Marcial.

Desde el principio, llevaba la iniciativa el retiario tratando de alcanzar con su red al samnita, que bastante hacía con esquivarla y parar las lanzadas del tridente. Los espectadores vitoreaban al atacante y abucheaban al defensor, y yo bastante hacía con aparentar que estaba disfrutando del espectáculo. De repente, se hizo el silencio. En apenas un instante, todo cambió: el samnita se había agachado para evitar la red y rodilla en tierra había bloqueado el tridente con el escudo, dejando el lado izquierdo del retiario al descubierto. Momento que aprovechó para clavar el gladio en su muslo. Gritando de dolor, el retiario hincó la rodilla y recibió un golpe en la cabeza con el escudo. El gladiador de la red, el favorito del público y de las apuestas, estaba perdido. Ahora, el respetable emitiría su veredicto y el emperador decidiría su destino. Como tenía mi cupo de sangre ya cubierto, me levanté, extendí mi brazo, cerré el puño y estiré el dedo pulgar hacia arriba.

Por tu reacción al entrar al anfiteatro, no pensaba que querrías más sangre – me espetó Marcial.

No, no. Por eso, hago la señal de vida – contesté, manteniendo el puño cerrado y el pulgar hacia arriba.

El comentario del poeta me hizo prestar atención al resto de espectadores. La expresión de sus rostros no encajaba con sus pulgares: las caras más viscerales, como sedientas de sangre, mantenían el pulgar hacia arriba junto a sus gargantas y gritaban “Iugula!”; y las caras con expresiones más amables y condescendientes tenían el pulgar hacia abajo al grito de “Missum!”. Algo no cuadraba. De nuevo, mi compañero me tuvo que sacar de mi fatal error.

¿Seguro que vienes de Hispania? Parece como si hubieses salido de las tierras donde los hombres beben cerveza o vino sin diluir. Si tu decisión es que el gladiador caído muera en la arena, lo indicas cerrando el puño y estirando el pulgar hacia la garganta, por eso gritan ¡degüéllalo!; y si quieres que sea perdonado debes girar el pulgar hacia abajo, a modo de envainar el gladio o clavarlo en la arena, y por eso gritan “¡perdónalo!”. Y el gesto que hace el retiario extendiendo dos dedos significa que está pidiendo clemencia.

Tras aquella explicación, que echaba por tierra algo que creía conocer sin ninguna duda, cambié rápidamente mi decisión y giré el pulgar hacia abajo, mientras maldecía para mis adentros las películas de romanos y el óleo “Pollice verso”, que significaba pulgar girado, pintado en 1872 por el francés Jean-Léon Gérôme, y en el que se inspiró Ridley Scott cuando dirigió la película Gladiator.


Sabía que mi cambio de decisión no había influido, pero el emperador siguió la opinión mayoritaria de los espectadores y perdonó la vida del retiario girando su pulgar hacia abajo.

Es uno de los favoritos del público y el emperador lo sabe. De hecho, creo que es su primera derrota. Los que hayan apostado por el samnita habrán conseguido un buen pellizco.

¿Es un esclavo, un prisionero de guerra o un criminal condenado? – pregunté interesándome por su historia.

Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Es un hombre libre, que lucha por el dinero y la gloria. Hay muchos gladiadores que, como los que tú dices, son obligados a serlo, pero los más populares y afamados son los voluntarios, son los auctorati. Se podría decir que su profesión es la de gladiador, pero no creas que es un camino de rosas. Aunque algunos de ellos puedan conseguir fama y dinero, e incluso ser admirados por el pueblo, su estatus dentro de la sociedad romana es el mismo que el de una prostituta. De hecho, al convertirse en gladiador renuncian a sus derechos como ciudadanos. Estos voluntarios se dirigen a una escuela de gladiadores y firman un contrato con el lanista, normalmente de cinco años, que pueden renovar por períodos del mismo tiempo si ambas partes están de acuerdo, a cambio de una paga.

Suena bien, Marcial, pero se juegan la vida cada vez que saltan a la arena.

Como te he dicho antes, la mayoría de los combates son a primera sangre y sólo en contadas ocasiones, como la de hoy, son a muerte. Piensa que esto es un negocio: el editor que organiza y financia los combates, para ganarse el favor pueblo, tenerlo contento o conseguir los votos para algún puesto en la magistratura, alquila a los diferentes lanistas los gladiadores que van a luchar y, lógicamente, paga por ello. Si es a muerte, mucho más, porque un gladiador muerto es un luchador menos que el lanista puede alquilar para otros espectáculos. Así que, para amortizar los gastos de entrenamiento, manutención y la paga de los voluntarios, interesa que peleen en muchas ocasiones para que sea un negocio rentable. Además, estos hombres libres convertidos en gladiadores suelen combatir apenas tres o cuatro veces al año.

¿Y reciben algún trato de favor en las escuelas por el hecho de ser voluntarios?

Con la única diferencia de la paga estipulada, una vez firmado el contrato pasan a ser uno más. Reciben el mismo entrenamiento espartano, duermen en los mismos habitáculos, comen los mismo y reciben los mismos cuidados médicos.

Pero para aguantar esos entrenamientos y estar en perfectas condiciones físicas, supongo que comerán mejor que el resto, ¿no?

Exceptuando la cena libera, en la que el editor costea un festín la noche anterior del espectáculo y los gladiadores disfrutan de los mejores manjares, de vino como si no hubiese un mañana e incluso reciben la visita de algunas mujeres, su alimentación no difiere mucho de la del resto de mortales. Principalmente cereales, legumbres, verduras y en ocasiones especiales algo de carne. Eso sí, después de los combates, a modo de reconstituyente, toman un brebaje de cenizas vegetales disuelto en agua y endulzado con miel. Y como veo que ahora me vas a preguntar por los cuidados médicos, me adelanto y te lo cuento -sonrió Marcial anticipando mis intenciones-. En ese tema sí que se diferencian del resto, ellos tienes acceso a los mismos médicos que las familias más pudientes de Roma. Como te he dicho antes, esto es un negocio y tienen que conservar en perfectas condiciones su mercancía.

Pero siempre son hombres, ¿no? – pregunté esperando ya cualquier respuesta. Porque estaba claro que mi nivel de desconocimiento alrededor de este espectáculo era casi total.

Como dicen en el norte de nuestra tierra: “haberlas, haylas”. Aquí las llamamos gladiatrix y, aunque algunas consiguieron ganarse la vida como voluntarias, son algo testimonial. Nunca verás un combate de mujeres en un gran espectáculo como el de hoy, es más propio de otros recintos más pequeños y de ciudades de menor importancia. De hecho, es una degeneración.

Ese fue uno de esos momentos de mi viaje en los que tuve que parar un momento, darme cuenta que no estaba en el siglo XXI y morderme la lengua para no contestarle como se merecía. Ante aquella afirmación, a todas luces machista, me di cuenta que estaba juzgando un hecho del pasado con la mentalidad de hoy en día. Y eso es un gran error. Así que, obvié mi comentario y seguí interesándome por aquellas luchadoras.

Si es una degeneración que las mujeres participen, ¿por qué se permite? – insistí.

Las luchas de gladiadores en sí son una degeneración. El origen se remonta a la época de los etruscos cuando se celebraban este tipo de combates entre prisioneros para honrar la muerte de un ser querido. Un ritual funerario se convirtió en un espectáculo lúdico. Y ya puestos, más tarde se añadieron la lucha entre animales o la de hombres contra animales, cualquier cosa para que no decayese el espectáculo. De hecho, los primeros combates entre mujeres eran privados. Emperadores, senadores y magistrados, organizaban luchas entre mujeres ataviadas como gladiadores para agasajar a sus invitados. Una especie de espectáculo erótico-festivo, que más tarde algún editor decidió trasladar a la arena. Eso sí, siempre se celebraban cuando ya se había puesto el sol.

A todo esto, y mientras Marcial me daba una clase magistral sobre los gladiadores, en la arena el retiario indultado, ayudado por dos esclavos, abandonó el recinto por la puerta Sanavivaria. Si la decisión imperial hubiese sido la muerte, su cuerpo habría salido por la puerta Libitinaria. El samnita, tras dar la vuelta triunfal y recoger todo tipo presentes lanzados desde las gradas, se dirigió hacia la puerta Triumphalis. Mientras en la arena se preparaba todo para el siguiente combate y Marcial atendía a un grupo de conocidos que se habían acercado, me pregunté por qué en nuestra sociedad moderna el pulgar hacia arriba es sinónimo de positivo, todo correcto, y el pulgar hacia abajo de negativo o que algo ha salido mal. Quizás fuese el cristianismo el que cambió el origen de estos símbolos, ya que el pulgar hacia arriba señalando el cielo indicaría el bien o la salvación y el pulgar hacia abajo, señalando el infierno, significaría el mal o la muerte. Como mínimo, parecía verosímil.

La conversación entre Marcial y sus conocidos iba subiendo de tono. Decidí no inmiscuirme y seguir a lo mío. Junto a la grada donde estaba sentado el emperador y los senadores, un esclavo levantó un cartelón en el que figuraban todos los emparejamientos de las luchas previstas para ese día, y el editor puso una V junto al nombre del samnita y una M junto al del retiario. Con lo visto hasta ahora y las explicaciones recibidas, me atrevería a decir que la V era de Vicit (venció), la M de Missus (perdonado) y si hubiese puesto una P habría sido de Periit (pereció). Aquellos eran los resultados oficiales, a modo de quiniela, que luego servirían para cobrar las apuestas. Por el rabillo del ojo vi cómo se acercaba Marcial con cara de pocos amigos.

Siento decirte que tengo que irme. Ha surgido un problema y tengo que regresar a mi villa. No sé lo que tardaré, así que puedes quedarte o te acompaño hasta el lugar donde te alojas. Lo siento, amigo.

Bueno, ya he visto lo que quería ver. Así que, me marcho también yo. Seguí los pasos de Marcial hasta llegar a la calle, y ya en el exterior nos encontramos un grupo numeroso de gente junto a una de las puertas del anfiteatro.

Supongo que no tienen entrada y están esperando a ver si puede entrar, ¿no?

Esta puerta no es de entrada, sólo de salida, y estas gentes son comerciantes sin escrúpulos. Al otro lado de esa puerta está el espoliario, donde van a parar los gladiadores que salen por la puerta Libitinaria. Aquí se desnuda a los gladiadores muertos y se remata a los heridos mortalmente, y estos comerciantes recogen el sudor y la sangre de los muertos para venderlo en pequeños frascos. Dicen que este elixir cura enfermedades como la epilepsia o la impotencia. Son vendedores de humo que se hacen ricos gracias a la ingenuidad y desesperación de la gente.

Como Marcial tenía prisa por llegar a su villa situada en una campiña cerca de la urbe, me despedí y cogí un taxi (cisium) para regresar a casa… al año 2021 y, con mi viaje todavía fresco en la memoria, escribí esta historia.

Fuente: Historias de la Historia (Storytel)