Al igual que esta maldita pandemia nos ha dejando imágenes recurrentes, como la de los profesionales uniformados con los EPIs -siglas de Equipo de Protección Individual-, los años de la muerte negra también tuvieron las suyas, como los llamados “médicos de la peste”. Estos galenos, contratados y pagados por las ciudades para tratar a pacientes de la localidad, fueran estos ricos o pobres, prescribían lo que consideraban brebajes protectores y antídotos de la peste, registraban testamentos y llevaban a cabo autopsias, la mayoría de ellos con un particular atuendo:  una túnica de tela gruesa encerada, un bastón de madera para ayudar con el examen de los pacientes sin tener que tocarlos, una máscara con un largo pico de pájaro en el que metían diferentes hierbas aromáticas y paja, y unos anteojos negros. Y aunque tenía la pinta de haberse escapado de una película de serie B, todo tenía su porqué. Para el gremio médico, la peste se producía por la corrupción del aire provocada por la emanación de materia orgánica en descomposición (miasmas), la cual se transmitía al cuerpo humano a través del aire, la respiración de un enfermo o por contacto con la piel.

Considerando este origen, parecía lógico cubrirse para no ser infectados, mantener la distancia con el aliento del enfermo, de ahí el largo pico, e ir filtrando el «mal aire» con la paja y respirando algo agradable en medio de aquel olor pestilente, el olor de la muerte que recorría las calles…

Los médicos no osaban visitar a sus enfermos, por miedo de quedar infectados y si lo hacían, su ayuda era pobre y no se ganaba nada. Se exponían los cadáveres a las puertas de las casas y a veces los tiraban por las ventanas porque no había quien los enterrara, pues los enterradores fueron los primeros en caer . Y no podía encontrarse a nadie que enterrara a los muertos por amistad o por dinero. Los enfermos morían sin nadie a su lado y los muertos permanecían varios días sin enterrar. El padre abandonaba al hijo, la mujer al marido y el hermano al hermano, pues esta enfermedad parecía atacar por el aliento y la vista. Y así, morían. La caridad estaba muerta y la esperanza perdida.

Y por el tema de cubrirse los ojos, hacían bien en llevar los anteojos porque se decía que…

No obstante, el momento de mayor virulencia de esta epidemia, que acarrea al muerte casi instantánea, es cuando el espíritu aéreo que sale de los ojos del enfermo golpea el ojo del hombre sano que le mira de cerca, sobre todo cuando aquel se encuentra agonizando; entonces la naturaleza venenosa de ese miembro pasa de uno a otro y mata al individuo sano