Viene de Cuando el Yin triunfó sobre el Yang en la literatura japonesa

Murasaki Shikibuki nació en torno al año 973, en el seno de la poderosa familia Fujiwara, y gracias a ello recibió una esmerada educación. Su padre, poeta y erudito, le enseñó los clásicos chinos, cosa en principio reservada a los varones. La habilidad de la pequeña para las letras era impresionante. Pocos años después, apenas pasada la adolescencia, empezaría a escribir lo que será una de las obras fundamentales de la literatura universal, el célebre Genji Monogatari (La Historia de Genji). Considerada la primera novela de la historia de la humanidad, el Genji Monogatari es una obra monumental donde cabe prácticamente todo. Los amoríos y correrías del príncipe Hikaru Genji, el protagonista del relato, no son sino una excusa para mostrarnos un rico mosaico que contiene en sí mismo el universo entero del Japón clásico. La vida en la corte con todas sus grandezas y sus miserias. Un total de sesenta y cinco capítulos condensados en más de mil páginas de novela incluso en sus ediciones más abreviadas. Y todo ello 500 años antes de que, en la otra parte del mundo, el buen don Miguel de Cervantes aprendiera a escribir el abecedario. El Genji Monogatari llegaría a ser todo un best seller en su época, y seguramente fue esa popularidad la que le abrió a Murasaki las puertas de palacio. De hecho, puede ser que su propio alias, Murasaki, sea un homenaje a cierto personaje homónimo que aparece en la novela y que siempre se ha sospechado que es un alter ego de la propia autora. Sea como fuere, en torno al año 1005 Murasaki entra a formar parte del séquito de la emperatriz Shoshi, y será entre los muros de palacio donde conocerá a su némesis literaria, la dama Sei Shonagon.

Murasaki Shikibu

Murasaki y Sei, como un Góngora y un Quevedo del Japón antiguo, fueron acérrimas rivales. Y, por muy delicados que fuesen sus versos, no se cortaban a la hora de lanzarse pullas la una a la otra siempre que podían. Pullas primorosamente escritas, claro está. No cabe esperar menos de dos señoras glamurosas y refinadas como ellas. La corte de Kyoto iba a vivir un duelo de lo más artístico entre dos intelectos superiores, dos de las mentes más brillantes que jamás vieron los siglos. Y casi un milenio después los afortunados lectores del siglo XXI también podemos disfrutar de esos lances de esgrima dialéctica gracias a los escritos que ambas nos han dejado.

Por desgracia, de la otra protagonista de este combate en la cumbre, Sei Shonagon, no conocemos gran cosa. Aparte de las puñaladas que le dedica Murasaki en sus obras, lo poco que sabemos de Sei es lo que ella misma nos cuenta en su propio diario. Ese mismo diario que es su obra magna y una de las cumbres de las letras japonesas. El celebérrimo Libro de Almohada que tanto fascinaba a Jorge Luis Borges, y que ha tenido una influencia capital en la formación del idioma japonés tal y como hoy lo conocemos. El Libro de Almohada es mucho más que un simple diario. Su nombre alude a la costumbre de los nobles de la era Heian de tener recuas de papel junto a la almohada para tomar notas en cualquier momento. Bajo esa forma de simples apuntes a vuelapluma, Sei nos retrata con estilo brillante y precisión fotográfica las vicisitudes de la vida cortesana. Siempre desde su particular punto de vista, claro, con altas dosis de ironía y mordacidad.

Sei Shonagon

Sei escribió sobre todo lo divino y lo humano y no dudaba a la hora de poner verde a quien le cayera mal o elevar a las alturas a quien le hiciera tilín. Sin ir más lejos, sus amantes, que los tuvo en gran número, no suelen salir muy bien parados. Por ejemplo, siempre se queja de que, después de haber cumplido en el lecho, se pongan a roncar a pierna suelta. Y le irrita sobremanera que no sepan salir con el adecuado sigilo de sus aposentos al despuntar la mañana, como debería hacer todo caballero que se precie. También hay algunos, especialmente gañanes, que se olvidan hasta de escribirle al día siguiente para dar las gracias por la velada. El colmo de la indelicadeza. Nuestra avezada cronista social, que había entrado a servir en la corte de la emperatriz Teishi al poco de divorciarse, con apenas veinticinco años de edad, siempre juró y perjuró que nunca escribió su diario con la intención de que saliera a la luz pública. Pero, casualidades de la vida, acabó siendo la lectura de alcoba preferida de toda la nobleza de Kyoto. Lo cual, a la postre, a la buena de Sei le valió el pasaporte al estrellato en la era Heian. Y a no pocos casanovas de la capital les serviría como obra de consulta, de valor incalculable, para saber qué no hacer a la hora de rondarle a la damisela de turno. Porque eso de no llamar al día siguiente (o escribir, si es que los móviles no existen todavía) está muy feo, aquí y en Japón.

Además de estas dos obras inmortales, escritas en prosa, los poemas de Murasaki y de Sei también brillan con luz propia. Sus versos aparecen recogidos en las principales antologías líricas de la época, junto a otros grandes poetas de la historia de Japón. Los escolares nipones siguen aprendiendo sus estrofas de carrerilla tal y como nosotros, hasta no hace mucho, recitábamos aquello de «Con cien cañones por banda, viento en popa a toda vela…».  Solo que, en el caso de estas dos autoras, los temas de sus composiciones suelen ser algo menos belicosos. Valgan como ejemplo dos de sus poemas más célebres, recogidos en la antología Cien poetas, cien poemas, de la cual existen incluso varias versiones en castellano. Si bien sus dobles sentidos y sus juegos de palabras, tan del gusto japonés, son del todo intraducibles, la belleza de su lírica resuena con fuerza incluso en la lengua de Cervantes.

Fugaz encuentro en el camino. Mas no puedo saber si se trataba de él. Pues la luna de medianoche está oculta entre las nubes.
(Murasaki Shikibu)
El canto del gallo en mitad de la noche cerrada engaña a quienes lo escuchan. Pero al guardián del portón de Osaka no se le puede burlar tan fácilmente.
(Sei Shonagon)

Pero, más allá de su genio literario y su fama como autoras de renombre, Murasaki y Sei tenían muy poco en común. Eran personas opuestas, casi antagónicas. Murasaki era una chica recatada y discreta, con un punto de timidez. Siempre procuraba pasar desapercibida y no le gustaba nada alardear de su talento y conocimientos que, por cierto, eran muchos. Ya hemos visto que era capaz de leer y escribir en chino con mayor soltura que cualquier hombre, y conocía los clásicos al dedillo. Sei era todo lo contrario. Le encantaba destacar. Era muy consciente de su genialidad y no se cortaba a la hora de mostrarla en público. Adoraba ser el centro de atención y la verdad es que le sobraban cualidades para serlo. Siempre iba vestida a la última moda, divina de la muerte, con el maquillaje y los afeites más elegantes que se hubieran visto en Kyoto. Pero es que el contenido era mucho mejor que el continente. Además de un dominio total de la palabra Sei tenía una inteligencia privilegiada, una capacidad de observación impresionante y, por qué no decirlo, una lengua un poco viperina. Nadie estaba a salvo de sus mordaces comentarios. Con semejante carácter no es de extrañar que la dama Sei fuera el alma de todas las fiestas. Todo lo contrario que la apocada Murasaki, siempre en el rincón más alejado de palacio, procurando pasar desapercibida. A Murasaki no le interesaban los encuentros sociales ni tampoco ese culto a la impostura, la frivolidad y la hipocresía que imperaba en la vida de la corte. Ella era feliz en su mundo, con sus libros y sus poemas. Pero tampoco pensemos que Murasaki era una mosquita muerta. En cuanto se presentaba la ocasión no dudaba en tirarle afiladas puñaladas dialécticas a su «querida» Sei Shonagon. Que no le gustara airearlas en público no quiere decir que no tuviera sus propias opiniones. Y, a menudo, eran incluso más ácidas que las de la propia Sei. En su novela Genji Monogatari, Murasaki ya le dedica a su rival, aunque de manera velada, algún que otro comentario hiriente. Pero en su diario personal ya no se corta un pelo y la ataca frontalmente. De ella dice que está llena de pretensión; que se cree un dechado de talento cuando en realidad es una autora mediocre; que, en su ansia por aparentar, llena sus escritos de caracteres chinos que luego, vistos en detalle, dejan bastante que desear en cuanto a caligrafía. Y no se queda ahí. También avisa de que las que se creen superiores al resto de la humanidad, como ella, suelen acabar bastante mal, y acto seguido se mete con la manía que tiene Sei de, según ella, tratar de sacar jugo poético de cualquier anécdota insustancial. Sei es menos explícita en sus escritos pero, leyendo entre líneas, en algunos pasajes de su Libro de Almohada también se pueden adivinar sutiles dardos contra Murasaki.

Como se ve, se tenían más bien poco cariño. ¿Por qué tanta inquina entre ambas? Probablemente, la principal razón sea que dos personas de carácter tan diferente, obligadas a coexistir en un mundo más bien reducido como era la corte de Kyoto, chocaban de manera inevitable. Pero Murasaki y Sei no solo eran opuestas en temperamento. Había algo más que las condenaba a no entenderse: ambas eran damas de compañía de dos emperatrices enfrentadas. La complicada política de Kyoto las había colocado en bandos enemigos desde la casilla de salida. Los líos de la corte, con emperadores retirados, concubinas e intrigas palaciegas por todas las esquinas, propiciaban este tipo de rivalidades. El tira y afloja entre la recién abdicada emperatriz Teishi y la nueva emperatriz Soshi hizo temblar los cimientos de palacio. Solo por eso, nuestras dos escritoras ya tenían razones de sobra para detestarse. Murasaki, con su talento y su novela superventas Genji Monogatari, era la estrella de la corte de la emperatriz Shoshi, y la deslumbrante Sei lo era en la de Teishi. Eran las divas de dos cortes enfrentadas. Debían de saltar las chispas cada vez que se cruzaban por algún pasillo.

Por desgracia, más allá del mundo de las letras, nos ha llegado relativamente poco de las vidas de Murasaki Shikibu y Sei Shonagon. Ellas, que nos contaron tan bien el día a día de las gentes de su época, fueron bastante discretas a la hora de hablar de ellas mismas. Incluso en sus respectivos diarios íntimos callan más cosas de las que cuentan. Algo comprensible, por otro lado, puesto que en la época esos diarios solían escribirse más para ser leídos por terceros que como bitácora personal e intransferible. Se cree que ambas acabaron sus días como monjas budistas, a edades venerables, alejadas del boato de la corte que tanta fama les dio. Sus tumbas aún pueden visitarse en Kyoto y, aunque nunca faltan las flores en ninguna de las dos, ambas están enterradas en esquinas opuestas de la ciudad. Que Japón es tierra de fantasmas y nunca se sabe qué puede pasar.

Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que estas dos damas, sin nombre pero no anónimas, han quedado inscritas para siempre en la historia de la literatura. Dos mujeres que, en un mundo de hombres, supieron brillar con más fuerza que ninguno de sus coetáneos. Y ese brillo, como dicen los versos del poema clásico que sirve como base al actual himno japonés, durará por diez mil generaciones, hasta que los guijarros se hagan piedras y se cubran de verde musgo.

Y así lo cuenta R. Ibarzabal, nuestro enviado especial a la corte del país del sol naciente y autor del blog Historias de Samuráis.