El currículum de nuestra protagonista sería suficiente para otorgarle el Pemio Magna Cum Laude e incluso me atrevería a decir que alcanzaría para el Summa Cum Laude. ¿Lo dudáis? Pues ahí va: habiendo nacida esclava, llegó a ser la persona con más poder en Egipto; acabó con el sueño de los europeos durante la Séptima Cruzada; capturó al rey de Francia, uno de los monarcas más poderosos del mundo… pero al final echó un borrón en aquella brillante hoja de servicios con un vergonzoso final… (y hasta aquí puedo contar).

Hasta que pasó a formar parte del harén de As-Salih Ayyub, hijo del sultán de Egipto Al-Kami, solo podemos anticipar que era hermosa, por el hecho de ser elegida para ser una de las esposas del futuro sultán y por el nombre con el que la historia la conoce: Shajar al-Durr, Árbol de Perlas.

Aunque pueda parecer lo contrario, por el hecho de ser hijo del sultán, la vida de As-Salih no fue un cuento de Las mil y una noches, hasta el punto de que fue moneda de cambio para garantizar la firma de un acuerdo con los cruzados y, por ello, estuvo durante un tiempo retenido en el campamento cristiano. No sabemos si el detalle de que su padre lo utilizase como aval influiría en sus posteriores decisiones, pero la verdad es que relación entre padre e hijo fue de todo menos cordial. Al-Kami, oliéndose el pastel y sospechando que su hijo le estaba haciendo la cama mientras urdía un plan para derrocarlo, lo exilió a Damasco vendiéndoselo como que era el futuro y que tenía muchas posibilidades de convertirse en el lugar más próspero de Oriente (o algo así). Y allí se fue, a regañadientes, con sus cosas y su harén, en el que ya estaba Shajar al-Durr. ¿Y qué se encontró al llegar? Pues a su tío, por parte de madre, que lo recibió en la puerta con una sonrisa más falsa que “un fuera de juego en un futbolín” y unas ganas locas de mandarlo al carajo. Allí olía a conspirador que echaba para atrás, y su tío no tardó en repetir la operación: lo mandó donde Cristo perdió el mechero o Mahoma la chancla. Abandonado a su suerte -bueno, con su harén-, hasta que la rueda de la diosa Fortuna comenzó a girar a su favor. En 1238 murió su padre y legó Egipto al hermano mayor de As-Salih, Damasco a su tío y a la oveja negra de la familia unos kilómetros de desierto. Y esa fue la gota que colmó el vaso… y comenzó a conspirar, ahora sí, para derrocar a su hermano y a su tío. Mientras estaba tira a afloja con su tío y gestionando la búsqueda de aliados para tomar Egipto, el ejército se levantó en armas y derrocó a su hermano (parece que alguien pusilánime y débil de carácter). Y no solo eso, además le ofrecieron el trono, ahora vacante, a As-Salih. En 1240 hizo su entrada triunfal en El Cairo y allí, al poco tiempo, Shajar se convirtió en su segunda esposa. Detalle importante, porque significa que el hijo que el sultán tuvo con la primera estaba delante en la línea sucesoria del que al poco tiempo tendrá ella. Pero no adelantemos acontecimientos.

Aunque ya estaba en el poder, todavía tenía varios frentes abiertos, tanto dentro (los partidarios de su hermano derrocado) como fuera (Damasco y su tío). Así que, necesitaba una fuerza de choque leal para fortalecer y cimentar su poder. Para ello, echó mano de la billetera y contrato (o compró) un ejército de mercenarios un tanto especiales: los mamelucos, esclavos guerreros, en su mayoría de origen eslavo, islamizados, instruidos y liberados, si bien quedaban sujetos a la autoridad del sultán por lazos de servilismo. Con este grupo armado, instruido y obediente, consiguió derrotar a su tío y, a la vez, importunar a algunos territorios cristianos que en aquel batiburrillo de extraños compañeros de cama eran aliados de su familiar. Hasta el punto de saquear Jerusalén y echar por tierra la frágil paz que su padre consiguió firmar con los cruzados. Lo dicho, que As-Salih la lio parda y se convocó una nueva Cruzada en Europa (la séptima), en esta ocasión liderada por Luis IX de Francia. Esta vez su objetivo no sería Tierra Santa, sino el delta del Nilo para usarlo como trampolín hacia el resto del Medio Oriente o para utilizarlo como moneda de cambio para recuperar las plazas perdidas por los cristianos.

En 1249 los cruzados desembarcaron en Egipto y tomaron la ciudad portuaria de Damieta. Y aquí le pilló al sultán con el pie cambiado, porque estaba sofocando una revuelta en Siria y, además, no en muy buenas condiciones físicas. De hecho, ordenó regresar a Egipto, pero él ya no llegó con vida, aunque esto solo lo sabían Shajar al-Durr, el médico del sultán y un par de eunucos que lo atendían. Shajar sabía que si la noticia se hacía pública cundiría el pánico entre los suyos y envalentonaría a los cristianos, así que prohibió (sutilmente) que la noticia de su muerte saliese de allí y comenzó a organizar la defensa. Haciendo creer que las órdenes las daba el sultán y que los documentos eran firmados por él, Shajar cambió la suerte del reino y no solo fue capaz de parar a los cruzados, sino que les infligió una estrepitosa derrota e incluso consiguió hacer prisionero al rey de Francia. Ahora sí, ya se podía anunciar la muerte del sultán. Y este detalle tuvo dos consecuencias inmediatas: la primera que Turanshah, el hijo del sultán con su primera esposa y no el que tuvo con Shajar, sería el sucesor, y, la segunda, que los mamelucos del sultán, la punta de lanza del ejército egipcio, se dio cuenta de la valía de aquella mujer. ¿Y qué hizo el nuevo sultán? Pues cagarla desde el principio, porque, sin estar por allí, se atribuyó el mérito de la victoria y, lo peor de todo, comenzó a poner a sus amiguetes en los puestos relevantes, incluso en el ejército. De esta forma desplazaba a los mamelucos del círculo de poder, y eso firmó su sentencia de muerte. En 1250 lo asesinaron. Y a sultán muerto, sultán puesto o, mejor dicho, sultana, porque los mamelucos nombraron sultana a Shajar al-Durr. Una esclava sultana, ¿qué os parece?

Pues que se puso a gobernar. Devolvió a Europa al rey francés, previo pago de un importante rescate y la devolución de algunas plazas en manos de los cristianos, y, junto a los mamelucos, comenzó a ordenar aquel batiburrillo. Pero un pequeño detalle hizo saltar por los aires aquel plan que, la verdad, pintaba muy bien: era una mujer en una sociedad musulmana. El califa de Bagdad, principal autoridad religiosa, rechazó su nombramiento y, además, lanzó una pulla a los hombres:

Si no queda nadie apto para gobernar más que esa mujer, entonces es nuestra obligación enviar un hombre de los nuestros para ser nombrado sultán.

Y uno cosa es la cuestión civil y otra la religiosa, que es mejor no menear. Así que, tras apenas tres meses, renunció al cargo y fue nombrado sultán Aybak, un comandante mameluco. Por lo menos en la teoría, porque en la práctica fue muy distinto: se casaron y, mientras su marido se encargaba del ejército, Shajar al-Durr mantenía las riendas del poder . Y así pasaron los días y Egipto fue prosperando, prosperando… hasta 7 años después cuando la “faraona” movió la siguiente ficha. Al igual que el gato escaldado huye del agua fría, la sultana no quería que se volviese a repetir lo ocurrido con Turanshah, que fue el sucesor de As-Salih al ser de su primera esposa, y le pidió a Aybak que se divorciase de su primera esposa. El esposo intentó explicarle que ella era la niña de sus ojos y que no se preocupase por la primera. Él, creyéndose el sultán, que en teoría lo era, y de que llevaba los pantalones hizo caso omiso. Craso error. A los pocos días el sultán aparecía muerto en su cama por una extraña enfermedad. Y así hubiera quedado la cosa de no haber sido por Umm Ali, la primera esposa, que, aunque había perdido el favor de su marido, todavía conservaba muchos sirvientes fieles que le informaron de la realidad: el sultán había sido asesinado por la otrora esclava. Viendo peligrar su vida y la de su hijo, ordenó a los suyos que eliminasen a la sultana porque todos ellos peligraban. Se reunieron los sirvientes y la asaltaron en sus aposentos atacándola con los zuecos de madera hasta matarla. Precisamente, el mismo formato de “ataque” que casi 750 años después, el 14 de diciembre de 2008, perpetró el periodista iraquí Muntazer al Zaidi cuando lanzó sus dos zapatos al presidente George W. Bush en una rueda de prensa en Bagdad.

Es el beso de despedida del pueblo iraquí, perro -gritó cuando lanzó el primero-.
Esto es por las viudas, los huérfanos y todos los que murieron en Irak -cuando volaba el segundo-.

En este caso, el intento de agresión, ya que la “víctima” pudo esquivar los proyectiles, no pasó de la sorpresa de todos los presentes y del desafortunado comentario de uno de los peores presidentes de los Estados Unidos: “No se preocupen. No me ha molestado. Y, por si les interesa, era un zapato de la talla 10 (43)”. En la cultura árabe, arrojar el zapato o mostrar la suela (los zapatos son considerados “sucios” en el mundo musulmán), y que te llamen perro son dos de las mayores ofensas que se pueden cometer contra una persona.

Y para rematar esta historia, cuenta la leyenda que arrojaron el cuerpo Shajar al-Durr a un foso exterior donde permaneció durante tres días, donde fue despojada de sus ropajes y de su dignidad por los carroñeros, tanto animales como humanos. Leyenda o realidad, fue enterrada en una tumba, no lejos de la Mezquita de Ibn Tulun en el Cairo, hoy mausoleo Shajar al-Durr, una maravilla arquitectónica y un tributo duradero a su legado en cuyo interior hay un decorado con un mosaico en forma de árbol con incrustaciones de nácar (Árbol de Perlas).

Con Shajar al-Durr se puso fin en Egipto a la dinastía ayyubí y comenzó el gobierno de los mamelucos durante más de dos siglos.