En 1944, científicos norteamericanos idearon lo que hoy bien podría ser el guion de una película de Hollywood de dudoso éxito: bombardear los volcanes de Japón para desencadenar su erupción. El argumento esgrimido era doble: por un lado, la mitología japonesa diviniza los volcanes, y el miedo a una erupción -como manifestación de sus dioses- está muy arraigado en la mentalidad nipona, por lo que bombardearlos causaría un «terror catastrófico.» Por otro lado, además de utilizarlos en la guerra psicológica, la inducción de las erupciones también convertiría a los volcanes en poderosas y destructivas armas de guerra.
La idea consistía en lanzar desde el aire “superbombas” en las gargantas o chimeneas de los volcanes activos. La explosión de estas “superbombas” produciría la erupción de los volcanes y la expulsión de grandes cantidades de magma, gases y cenizas que, sin ninguna duda para este grupo de científicos, por los efectos psicológicos y daños personales y materiales que conllevaría, acelerarían la rendición incondicional de Japón. De paso también sugerían que muy probablemente las explosiones volcánicas podrían desencadenar devastadores terremotos que sembrarían, aún más, el caos en la nación nipona. La propuesta nunca fue considerada seriamente, y tal vez fue una buena decisión porque, en el hipotético caso de haberse llevado a cabo, los trágicos y lamentables acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki podrían no haber sido los únicos.
En 1942, la War Relocation Authority, el organismo responsable de la detención y el traslado de los japoneses residentes en EEUU, había construido diez campos de reasentamiento y transferido a ellos más de 100.000 personas. Paralelamente a la ley de internamiento, el Departamento de Guerra emitió una orden para que se licenciase a todos los soldados de ascendencia japonesa del servicio activo. Como en Hawai los ciudadanos de origen japonés suponían más de un tercio de la población total, la medida de internamiento no tuvo la misma rigurosidad que en el continente y unos cientos quedaron en la Guardia Nacional de Hawai. Este pequeño grupo fue trasladado a un campamento del continente y allí tuvo que superar cientos de pruebas, demostrar su valía y jurar morir por los EEUU. Veinticinco de ellos fueron traslados a Cat Island (Isla del Gato), en el Golfo de México, para cumplir una misión secreta.
En noviembre de 1942 se instaló en Cat Island un campo de entrenamiento para los perros del Corps K-9 (Cuerpo de perros de las Fuerzas Armadas estadounidenses). A diferencia de otros campos de entrenamiento donde se adiestraba a los perros para ser utilizados en labores de vigilancia, rastreo o como mensajeros, en Cat Island se entrenaron para ser perros de ataque contra los japoneses. Esta “brillante” idea la tuvo un refugiado suizo llamado William A. Prestre que aseguraba que podía adiestrar a los perros para que atacasen sólo a los japoneses -según el adiestrador los japoneses tenían un olor distinto que los perros podían reconocer- y parece ser que el Ejército le creyó. Además, la elección de Cat Island para establecer el campo de entrenamiento no fue una casualidad, en ella se recreaban las condiciones climatológicas y de vegetación de los cientos de islas japonesas del Pacífico.
El descabellado plan –la versión canina de Normandía– consistía en un desembarco en las playas japonesas en el que primero se lanzaría a los galgos que, por su rapidez, deberían acabar con los nidos de ametralladoras y morteros; después con perros tipo pastor alemán que provocarían el caos entre las filas niponas y, por último, una remesa de perros grandes como el gran danés o el alano que provocarían gran mortandad. Más tarde, los marines sólo tendrían que rematar la faena. Según William Preste, necesitaría entre 30.000 y 40.000 perros para poder completar su plan. Cuando se preparó el campo y se envió la primera remesa de perros, Preste, ayudado por varios soldados, comenzó la primera etapa de su plan: aumentar su agresividad. Completada la primera etapa, comenzaba el reto más difícil: que distinguiesen a los japoneses y sólo les atacasen a ellos. Y aquí es donde toman protagonismo los 25 japoneses que habíamos dejado olvidados. Como se hacían pocos prisioneros de guerra nipones, se decidió tirar de los que tenían en sus propias filas. Así que, vistieron a estos 25 soldados/cobayas con el uniforme de Ejército japonés y durante tres meses fueron la carnaza para los perros. Ray Nosaka, uno de los 25 “voluntarios”, cuenta que aunque llevaban protecciones muchas veces eran mordidos por los perros; en otras ocasiones, se escondían y los perros debían encontrarlos.
Tras varios meses de entrenamiento, los oficiales le pidieron a Preste que preparase una demostración para ver los avances de su proyecto. Lógicamente, los perros se mostraron incapaces de distinguir a los solados de origen japonés del resto. Le dieron una segunda oportunidad y, tras otro estrepitoso fracaso, el 2 de febrero de 1943 despidieron a aquel farsante y cancelaron el proyecto de invasión canina. La 828 th Signal Pigeon Replacement Company (de palomas mensajeras) se trasladó a la isla y los 400 perros que habían sufrido aquel brutal entrenamiento fueron reeducados para servir como perros portadores de arneses en los que transportar a las palomas.
Si tenemos en la memoria las imágenes del 11 de marzo de 2011, cuando un terremoto de magnitud 9,1 y el posterior tsunami con olas de hasta 10 metros arrasaron la costa norte de Japón, en ninguna cabeza con dos dedos de frente cabría la posibilidad de “utilizar” los tsunamis contra sus enemigos… pues a EEUU se le ocurrió hacerlo con una bomba que provocaría un tsunami y arrasaría las ciudades costeras.
Este macabro plan fue desarrollado conjuntamente por los ejércitos de los EEUU y Nueva Zelanda bajo el nombre de Project Seal. La idea se le ocurrió a E.A. Gibson, Oficial de Marina de los EEUU, cuando observaba las olas que creaban las explosiones controladas que se utilizaban para limpiar los arrecifes de coral. En 1944 se llevaron a cabo los primeros ensayos en Auckland y Nueva Caledonia (Nueva Zelanda), bajo la supervisión del profesor de Ingeniería de la Universidad de Auckland Thomas Leech. Durante un período de siete meses hicieron explosión más de 3.700 bombas a pequeña escala, no llegando nunca a provocar la intensidad ni la altura del oleaje previsto para arrasar las ciudades costeras japonesas. Se concluyó que el proyecto sería viable y que una explosión en cadena de 10 artefactos subacuáticos a una distancia de 8 km. de la costa de generaría una ola de 10 metros de altura. Gracias al “éxito” de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, se desechó este peligroso proyecto.
Y puestos a idear estupideces, aunque no tenga que ver con la tierra del sol naciente, una más de regalo: el Proyect Popeye, llevado a cabo por el ejército estadounidense durante la guerra de Vietnam para controlar las fuerzas de la naturaleza.
Los estudios de la modificación del clima para paliar la sequía o evitar el granizo, por ejemplo, comenzaron a tenerse en cuenta en la primera mitad del siglo pasado, siendo China e Israel los países en los que dicha actividad ha tenido más éxito en la producción de lluvia artificial (durante los Juegos Olímpicos de Pekín la lluvia artificial supuso el 11% de las precipitaciones). El método más utilizado es bombardear las nubes con yoduro de plata desde tierra o bien directamente desde aviones. En condiciones atmosféricas determinadas, el yoduro de plata penetra en la nube y al cristalizar forma pequeños núcleos de condensación a los que se adhieren las gotitas hasta formar otras gotas más gruesas capaces de precipitarse en forma de lluvia. En base a este método, el 1 de septiembre de 1966 el Departamento de Estado y el Departamento de Defensa de los EEUU aprobaban el Proyecto Popeye supervisado directamente por Donald F. Hornig, asesor del Presidente de los Estados Unidos en materia de Ciencia y Tecnología.
Con esta nueva arma meteorológica el ejército de los EEUU pretendía prolongar la estación del monzón sobre los territorios por los que discurría la ruta Ho Chi Minh (Vietnam, Laos y Camboya) y que era utilizada por el gobierno de Vietnam del Norte para enviar suministros a sus fuerzas de sur y a la guerrilla del Viet Cong (Frente Nacional de Liberación). De esta forma, el aumento de días de lluvia y la cantidad de precipitaciones dejarían impracticables las rutas y, por tanto, el envío de suministros se paralizaría. Además, también dificultarían la habitabilidad de las redes de túneles que utilizaban los Viet Cong. Después de las correspondientes pruebas y ante el éxito de los ensayos, en 1967 se iniciaron los bombardeos de yoduro de plata. Durante cinco años los aviones acudieron puntuales a su cita en la época de los monzones (mayo a octubre). Para estos menesteres se utilizaron tres Hércules C-130 y dos Phantom F-4C que en misiones de reconocimiento, supuestamente, partían de una base en Tailandia. Aunque el aumento de lluvia fue notable, sólo se consiguió que los envíos tardasen más en llegar pero no detenerlos; al igual que hicieron cuando se utilizaban bombardeos convencionales que destrozaron las vías de comunicación. Además, en 1972 alguien filtró al New York Times el proyecto y el Senado pidió informes de aquella actividad de modificación ambiental, pero los militares dilataron su entrega esgrimiendo en su defensa que no tenía ningún tipo de consecuencias medioambientales peligrosas y que sus bombardeos sólo habían sido responsables de un incremento de lluvias del 5% en todo este período.
Aún así, el Senado emitió una resolución el 11 de julio de 1973 con la “prohibición del uso militar de cualquier técnica de modificación ambiental o geofísica”. En estos mismos términos se manifestó la ONU en el 1977 en el Convenio de Modificación Ambiental (ENMOD) que entró en vigor el 5 de octubre de 1978.
Fuente: ¡Fuego a discreción!
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