La decisión del gobierno de modificar el Código Civil para conceder la nacionalidad española a los descendientes de los judíos que en 1492 fueron expulsados de la península Ibérica, ha despertado un desmesurado interés en los ciudadanos israelíes. Nada extraño si pensamos que conservaron su lengua e incluso las llaves de sus casas.

Desde los tiempos de los godos, los judí­os han sido perseguidos con  mayor o menor intensidad dependiendo del momento y el lugar. Fueron acusados de ser los portadores de la peste, de crucificar niños el dí­a de Viernes Santo para rememorar la pasión de Cristo, se les prohibió practicar determinados oficios, fueron recluidos en guetos y, para rematar la faena, eran marcados con señales distintivas (no fue un invento nazi). Toda esta vorágine de humillaciones y aberraciones culminaron con el decreto de expulsión de los judí­os, firmado el 31 de marzo de 1492 por los Reyes Católicos en base a un texto del Inquisidor General, Tomás de Torquemada. Según este decreto, los que no se convirtieron debí­an abandonar Sefarad (así­ es como los judí­os llamaban a España). Unos 100.000 judí­os abandonaron sus casas y su paí­s, obligados a malvender sus pertenencias, a costearse el flete de los barcos… Se exiliaron a Navarra, reino en teorí­a todaví­a independiente, a los Balcanes,  el Norte de África y el Imperio Otomano.

Hay dos detalles que nos demuestran el apego que tení­an por esta tierra, que también era la suya: primero, mantuvieron el sefardí­ o ladino (el castellano del siglo XV) allá donde fueron y segundo, y más sorprendente, conservaron las llaves de sus casas. A fecha de hoy, hay muchas familias que todavía las conservan y son las mujeres las encargadas de transmitirlas de generación en generación.

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