Antes de meternos en faena, no está de más recordar algo que escribí en el artículo ¿Por qué se acusa a los españoles de haber cometido genocidio en el continente americano?, respecto a la propagación entre los nativos americanos de enfermedades de las que eran ignorantes portadores los recién llegados y para las cuales los indígenas carecían de defensas naturales. En palabras de Agustín Muñoz Sanz, jefe de la unidad de patología infecciosa del Hospital Infanta Cristina de Badajoz y profesor titular de Patología Infecciosa de la Facultad de Medicina de la Universidad de Extremadura…

Este fenómeno representa un excelente y dramático ejemplo de lo que hoy se llama patología del viajero y del inmigrante. Las enfermedades infecciosas fueron un aspecto más, sin duda muy importante, del intercambio de personas, bienes y microbios entre dos zonas del planeta separadas durante milenios por un gran mar y por el océano del desconocimiento mutuo. […] Es materialmente imposible que las armas mataran más que las enfermedades y otros factores asociados. Pensar que algo más de cien hombres y unos cuantos caballos dirigidos por Hernán Cortés barrieron a un imperio enorme muy bien organizado y de alto nivel de civilización, como el azteca de Moctezuma (México), es desconocer la realidad de la historia. Algo similar ocurrió en la aventura de Pizarro en el imperio Inca de Huayna Cápac (Perú). La viruela y el sarampión fueron unos perfectos aliados –involuntarios, no intencionados– en el éxito de conquista española.

En ese mismo sentido se pronuncia el biólogo y geógrafo estadounidense Jared Diamond, ganador del premio Pulitzer en 1998 por su libro Armas, gérmenes y acero

Es indudable que los europeos desarrollaron una gran ventaja en armas, tecnología y organización política sobre la mayoría de los pueblos no europeos a los que conquistaron. Pero esa ventaja por sí sola no explica por completo cómo en un principio tan pocos inmigrantes europeos llegaron a sustituir a tan grandes proporciones de la población autóctona de América y algunas otras partes del mundo. […] Fueron muchos más los indígenas americanos que murieron en la cama por gérmenes eurasiáticos que en los campos de batalla por las armas y las espadas europeas. Aquéllos gérmenes socavaron la resistencia de los indios al matar a la mayoría de ellos y sus dirigentes y al minar la moral de los supervivientes.

Partiendo de esta base, cabría preguntarse ¿por qué no había gérmenes letales en América esperando a los españoles? 

Para responder a esta pregunta nos vamos a trasladar a la llamada Revolución Neolítica, cuando se produce la primera transformación radical de la forma de vida de la humanidad pasando de ser nómada a sedentaria y de tener una economía recolectora (caza, pesca y recolección) a productora (agricultura y ganadería). El desarrollo de la agricultura y ganadería permitieron que se desarrollasen los primeros núcleos de población estables y la construcción de estructuras que permitiesen la vida en comunidad… y un escenario ideal para las epidemias. La vida sedentaria condujo a la vulnerabilidad frente a enfermedades infecciosas.

El hecho de ligar tu vida a un determinado lugar, imposibilita (o dificulta) el poder abandonarlo en caso, por ejemplo, de una epidemia. Por si esto no fuera poco, vivir juntos, en muchas ocasiones hacinados, facilita la propagación de los contagios de estas enfermedades, con muchas posibilidades de que todo el asentamiento sucumba a la enfermedad, y en caso de contacto con otras comunidades, vía comercio, extenderla. La vida nómada permite huir del foco u origen sin problema alguno y, además, los piojos, pulgas o mosquitos (insectos vectores que transmiten muchas de ellas) tenían menos humanos de los que alimentarse. Además, y este es un dato significativo, los propios patógenos evolucionaron para ser más virulentos en las sociedades agrícolas -tenían huéspedes para elegir-, mientras que en las sociedades nómadas no se podían permitir ser tan letales y perder al huésped -que vete tú a saber cuándo pillaban otro-. Y todavía cabría añadir otra cuestión más, la vida en común con los animales domesticados y la zoonosis. Las enfermedades zoonóticas son aquellas que se transmiten de forma natural entre los animales y las personas. Los principales elementos mortíferos para la humanidad en nuestra historia  —la viruela, la gripe, la tuberculosis, la malaria, la peste, el sarampión y el cólera— son enfermedades contagiosas que evolucionaron a partir de enfermedades de los animales. Y esta es la clave para entender el porqué fue tan desigual el intercambio de gérmenes entre América y Europa -se estima que más de una docena de enfermedades infecciosas importantes originarias del Viejo Mundo se establecieron en el nuevo continente y ninguna llegó a Europa desde América (la única posible excepción es la sífilis, cuya zona de origen sigue siendo objeto de controversia)- y por qué las enfermedades de los indígenas americanos no diezmaron a los invasores españoles, se propagaron a Europa y acabaron con el 95 por 100 de la población europea, como sí ocurrió en sentido contrario. Para que ocurra esa transmisión de patógenos de los animales a los humanos tiene que haber un contacto estrecho, «una vida en común»,  y para que se convierta en epidemia es necesaria una gran población humana y animal, circunstancias que se dieron con la revolución agrícola, la domesticación de animales y los establecimientos permanentes.

Las enfermedades masivas eurasiáticas evolucionaron a partir de enfermedades de animales gregarios eurasiáticos que fueron domesticados (vacas, cerdos, ovejas, cabras…), y mientras que en Eurasia existían muchos animales de estas características, en América sólo se domesticaron cuatro animales en total (propios del continente): el pavo en México y el suroeste de Estados Unidos; la llama/alpaca y la cobaya en los Andes; el pato almizclado en la América del Sur tropical.  Además,  esta escasez extrema de animales domésticos en el Nuevo Mundo refleja la escasez de animales salvajes de partida, ya que aproximadamente el 80% de los grandes mamíferos salvajes de América se extinguieron al final del último período glacial, hace unos 13 000 años. Los escasos animales domésticos que les quedaron a los indígenas americanos no eran fuente de enfermedades masivas, en comparación con, por ejemplo, la vaca y el cerdo. Aquellos llegados al continente americano eran portadores involuntarios de un regalo envenenado: los gérmenes desarrollados a partir de la prolongada intimidad de los eurasiáticos con los animales domésticos -en el Suroeste de Asia, por ejemplo, desde hace unos 10.000 años-.

Sin embargo, los gérmenes no actuaron únicamente en beneficio de los europeos. Aunque el Nuevo Mundo y Australia no albergaban enfermedades epidémicas autóctonas que esperasen a los europeos, las zonas tropicales de Asia, África, Indonesia y Nueva Guinea contaban sin duda con esas epidemias. La malaria en todo el Viejo Mundo tropical, el cólera en el sureste de Asia tropical y la fiebre amarilla en el África tropical fueron (y siguen siendo) los elementos mortales tropicales más conocidos. Éstas epidemias representaron el obstáculo más serio para la colonización europea de los trópicos, y explican por qué el reparto colonial europeo de la mayor parte de África no culminó hasta casi 400 años después del comienzo del reparto del Nuevo Mundo por Europa.

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