Vamos a dar un salto en el tiempo para visitar a nuestros antepasados cazadores-recolectores, cuya alimentación consistía en una dieta variada procedente de la carne de animales que cazaban o la de los restos que dejaban los depredadores, la que obtenían de la pesca y de todo aquello que les proporcionaba su entorno: bayas, frutos, raíces, hierbas, tubérculos… Por mucho que esté de moda lo del consumo sostenible, ellos fueron los inventores, ya que consumían productos de temporada y proximidad. Se movían en pequeños grupos según les dictaba la naturaleza, ajustándose a la flora y la fauna de cada lugar, y estableciéndose normalmente en refugios básicos y temporales. A medida que sus cerebros evolucionaron y desarrollaron las herramientas de caza, les permitió acceder a piezas de mayor tamaño -incluso se atrevieron con mamuts-. Asimismo, esta evolución les permitió desarrollar un conocimiento más complejo de la vida de las plantas comestibles y los ciclos de crecimiento, consiguiendo un aprovechamiento más eficiente de cada lugar. Disponer de más recursos permitía poder mantener a más miembros y, lógicamente, aumentar la población. Y aquí, más o menos, llega la llamada Revolución Neolítica, cuando se produce la primera transformación radical de la forma de vida de la humanidad pasando de ser nómada a sedentaria y de tener una economía recolectora (caza, pesca y recolección) a productora (agricultura y ganadería). El desarrollo de la agricultura y ganadería permitieron que se desarrollasen los primeros núcleos de población estables y la construcción de estructuras que permitiesen la vida en comunidad.

La necesidad de agua, tanto para la población como para los cultivos y los animales, hacía imprescindible que los asentamientos estuviesen en torno a esta, el lugar idóneo para la proliferación de mosquitos. Tal y como ya contamos, considerado el mayor genocida de la historia, ya que las hembras de los mosquitos del género Anopheles y Aedes han matado a la mitad de la humanidad. La malaria o paludismo se transmite entre los seres humanos a través de mosquitos hembras del género Anopheles, y las del género Aedes trasmiten la fiebre amarilla y los virus de Zika, de la fiebre chikungunya y del dengue. La fiebre amarilla se registró por primera vez en 1793, y la malaria lleva con nosotros millones de años.

Los mosquitos ponen sus huevos en el agua y hasta que llegan a su etapa de adultos, donde ya vuelan y se convierten en un martirio, necesitan el medio acuático. Además, excepto el mar y las zonas donde la corriente de los ríos es más fuerte, se adaptan a cualquier masa de agua. De hecho, la palabra paludismo proviene del latín palus (“laguna”, “estanque”, “pantano”) y malaria del italiano mal’aria, que es la contracción de mala aria, o sea, “mal aire”, porque se pensaba que la enfermedad la provocaba el mal aire de las aguas estancadas. Además, muy pocas comunidades se libraron, porque se encuentran mosquitos tanto a nivel del mar como hasta altitudes de 3.000 metros. No sería nada descabellado decir que fue como si se construyese un gallinero a las puertas de la guarida en un zorro. Gallinero que, con el tiempo, fue aumentando su población, no por la reducción de muertes, que aumentaron y mucho con el auge de la agricultura, sino debido a un mayor aumento de los nacimientos. El hecho de no tener que ir deambulando de un sitio para otro con los hijos acuestas, permitió a los pobladores de los asentamientos disminuir el intervalo de tiempo entre un hijo y otro (4 ó 5 años para las nómadas y 2 años para los pueblo agrícolas y ganaderos). No nos dejemos engañar por esta explosión demográfica, porque enmascara otro hecho que puede pasar inadvertido: la vida sedentaria condujo a la vulnerabilidad frente a enfermedades infecciosas, como la citada malaria.

El hecho de ligar tu vida a un determinado lugar, imposibilita (o dificulta) el poder abandonarlo en caso, por ejemplo, de una epidemia. Además, vivir juntos, en muchas ocasiones hacinados, facilita la propagación de los contagios de estas enfermedades, con muchas posibilidades de que todo el asentamiento sucumba a la enfermedad, y en caso de contacto con otras comunidades, vía comercio, extenderla. La vida nómada permite huir del foco u origen sin problema alguno y, además, los piojos, pulgas o mosquitos (insectos vectores que transmiten muchas de ellas) tenían menos humanos de los que alimentarse. Además, y este es un dato significativo, los propios patógenos evolucionaron para ser más virulentos en las sociedades agrícolas -tenían huéspedes para elegir-, mientras que en las sociedades nómadas no se podían permitir ser tan letales y perder al huésped -que vete tú a saber cuándo pillaban otro-. Y todavía cabría añadir otra cuestión más, la vida en común con los animales domesticados y la zoonosis. Las enfermedades zoonóticas son aquellas que se transmiten de forma natural entre los animales y las personas. Así que, la cercanía a los criaderos mosquitos, el hacinamiento y la zoonosis convirtieron a las enfermedades infecciosas transmisibles (o contagiosas) en epidemias. Por lo que se podría concluir que la agricultura fue la gran aliada de las epidemias.