El uso de las plantas aromáticas en la cocina y en la medicina ha sido una constante a lo largo de la historia. La menta, concretamente, ha sido utilizada para condimentar múltiples platos y en la medicina para facilitar la digestión, como refrescante bucal y por sus propiedades estimulantes. Algunos, entre los que me incluyo, creímos las leyendas urbanas que también le atribuían propiedades afrodisíacas… sobre todo en las mujeres. Y digo que me incluyo, porque en la época en la que los adolescentes dejamos de ver a las chicas como el enemigo y comenzamos a interesarnos por ellas -y sus cuerpos-, los mayores (los que ya habían desabrochado un sujetador) nos contaban que la menta en las mujeres tenía propiedades afrodisíacas. Así que, aprovechábamos cualquier ocasión -sobre todo en las fiestas del pueblo- para ofrecerles bebidas con menta (recuerdo la mezcla de Pipermint con batido de vainilla). Los efectos… lo dejaré aquí.

El caso es que en la antigua Roma se pensaba que así era. De hecho, los judíos llenaban la cama de los recién casados con hojas de menta y entre las brujas o hechiceras de la urbe se utilizaba la menta como ingrediente en sus elixires del amor. Por ello, en tiempos de guerra se prohibía plantar semillas de menta y hacer brebajes con ella. Los hombres debían centrarse en «hacer la guerra y no el amor«.

Valeria Mesalina

Valeria Mesalina

Una de las mujeres de Roma, de la que ya hemos hablado, y a la que no le hacía falta tomar ningún tipo de afrodisíaco fue Valeria Mesalina, esposa del emperador Claudio. En palabras del poeta Juvenal…

Vuelve tu vista a los émulos de los dioses, escucha lo que soportó Claudio. Cuando su esposa se percataba de que su marido dormía, la augusta meretriz osaba tomar su capucha de noche y, prefiriendo la ester a la alcoba del Palatino, lo abandonaba acompañada por no más de una esclava.
Y ocultando su pelo moreno con una peluca rubia entraba en el caliente lupanar de gastadas tapicerías, en un cuartito vacío que era suyo; entonces se prostituía con sus áureas tetas al desnudo, usurpando el nombre de Licisca, y exhibía el vientre de donde naciste, noble Británico. Recibía cariñosamente a los que entraban y les exigía dinero.
Luego, cuando el dueño del burdel despedía a sus chicas, se marchaba triste, y hacía lo que podía: cerrar la última el cuarto, todavía ardiendo con la erección de su tieso clítoris, y se retiraba, cansada de tíos pero aún no saciada, y afeada por el humo del candil y las mejillas oscuras llevaba el olor del lupanar a su almohada.

Fuentes e imagen: Valeria Mesalina, Historias de la Historia – Carlos Fisas, Roma de los Césares – Juan Eslava Galán