Desde el siglo VIII, los musulmanes, que controlaban el norte de África, sangraron el continente africano de sus recursos humanos de todas las formas posibles. La expansión del Islam hacia la llamada África negra» acarreó la captura de millones de esclavos que se enviaban al norte a través de las rutas que atravesaban el Sahara, y a la península arábiga a través de los puertos del mar Rojo y del océano Índico. Con la llegada de los portugueses al continente africano en el siglo XV, serían éstos los que pasarían a tomar el control del comercio de esclavos en la costa occidental. Hasta fines del siglo XV el comercio de esclavos estuvo casi exclusivamente en manos de los árabes y de los portugueses: los árabes proveían al mundo oriental y los portugueses a las potencias occidentales. El descubrimiento del continente americano y la posterior «necesidad» de mano de obra para trabajar en las plantaciones y minas, abrió una nueva vía para dar salida a los esclavos capturados en África. Y aunque serían las colonias españolas en el continente americano las primeras en utilizar esclavos africanos, desde el siglo XVI el llamado comercio atlántico de esclavos era controlado casi en exclusividad por los portugueses. La monarquía española prefería no «ensuciarse las manos» y utilizaba los asientos de negros, acuerdos comerciales de la Corona con otras monarquías, o con particulares, para proveer a las posesiones americanas de esclavos a cambio de recibir un porcentaje de las ganancias por la venta.


La llegada de nuevos actores por el norte, como ingleses o franceses, y la creciente demanda de mano de obra, llevó a Portugal a establecer una colonia al sur del río Congo, en los territorios de la actual Angola. Curiosamente, el nombre de Angola tiene que ver con “ngola”, el título que ostentaban los reyes africanos de estos territorios. Una vez controlada la costa, donde fundaron Luanda en 1575, tenía dos opciones para conseguir esclavos -porque era una colonia basada en la trata de esclavos-: la primera, y más peligrosa, adentrarse en el territorio del reino de Ndongo, habitado por los mbundu, de origen bantú, y capturar a todo el que se cruzase en su camino; y la segunda, más cara pero con menos riesgo, firmar alianzas con pueblos vecinos enemigos de los mbundu, como los mbangala, y que fuesen ellos los que hiciesen el trabajo sucio. Y, en medio de esta pinza, el pueblo mbundu con el ngola Kiluanji Kia Samba al frente luchando contra portugueses y/o los mbangala. Un rey que, extrañamente, siempre trató por igual a su hijo varón que a sus tres hijas. Eso sí, su ojito derecho era su hija Nzinga Mbande. En 1618, tras el fallecimiento de Killuanji, le sucedió en el trono su hijo Mbandi. Éste, tratando de asegurar el trono a su descendencia, ordenó asesinar al hijo de Nzinga y esterilizar a sus hermanas -imaginad este tipo de intervención en el siglo XVII-, pero Nzinga, tras ver morir a su hijo, consiguió escapar.

Años después, Mbandi le tendió la mano a Nzinga y ésta regresó a casa. Ante la imposibilidad de hacer frente al poderío portugués, el ngola Mbandi envió una embajada a Luanda encabezada por su hermana. Estamos en 1622. Como un acto de buena fe -haría lo que fuese por conseguir la paz para los suyos-, Nzinga se convirtió al catolicismo y fue bautizada con el nombre de Anna de Sousa, en honor a la esposa del gobernador Joao Correia de Sousa. Consiguió firmar un acuerdo de paz y de cierta independencia a cambio de permitir que los portugueses estableciesen un asentamiento en el interior y la entrega periódica de cierto número de esclavos. Lógicamente, Nzinga no tenía intención de cumplir la entrega de esclavos, pero le servía para ganar tiempo y poner en marcha su plan. Hay una anécdota en este encuentro con los portugueses que deja claro el carácter de esta mujer. El gobernador la recibió sentado en un sillón y le señaló una alfombra en el suelo para que se sentase -estableciendo que era una vasalla y que debía sentarse en un nivel inferior-. Sin inmutarse, Nzinga ordenó a una de sus sirvientas que se agachase a cuatro patas y procedió a sentarse sobre su espalda para, de esta forma, estar a su misma altura y dejar claro que estaban con una “igual”.

Con el acuerdo de paz bajo el brazo, regresó… y puso en marcha su venganza. Su hermano y su sobrino murieron, digamos, en extrañas circunstancias y ella reclamó el poder. Como sabía que para muchos era una aberración ser gobernados por una mujer, se alió con los mbangala descontentos por el apoyo a los portugueses y consiguió ser nombrada ngola Nzinga. Su primera decisión en el cargo fue ofrecer asilo a todos los esclavos huidos y, además, incitó a escapar del yugo portugués a los africanos capturados y pasar a engrosar las filas de su ejército. Ya que los opositores argüían que una mujer no podía ocupar el trono, se vistió con los trajes ceremoniales de su padre y se montó su propio harem de concubinas -hombres vestidos de mujer-. Y se cuenta que nunca repetía, porque al que elegía para pasar la noche… ya no veía el sol.

Lógicamente, Portugal no iba a permitir el incumplimiento del pacto y, sobre todo, que incitase a los esclavos a huir y enrolarse en el ejército de Nzinga para luchar contra ellos. En 1626 fue derrotada y tuvo que al huir norte, donde, junto a una parte importante de su ejército, estableció un nuevo reino en Matamba. Las hostilidades entre Nzinga y los portugueses, siempre llevándose la peor parte los africanos, duraron hasta 1641, cuando los holandeses tomaron Luanda. Esta ocupación holandesa fue un daño colateral de las llamadas invasiones brasileñas, el proyecto de ocupación del nordeste de Brasil por la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Rápidamente, Nzinga envió una embajada a Luanda y firmó una alianza haciendo frente común contra los portugueses. Con el apoyo holandés consiguió recuperar parte de los territorios del reino de Ndongo, poniendo a los portugueses y a su colonia esclavista contra las cuerdas… pero sin conseguir echarlos.

Cuando en 1648 Portugal consiguió recuperar Luanda, Nzinga y los suyos tuvieron que volver a refugiarse a Matamba. Aunque sus fuerzas ya estaban muy mermadas, siguió en la lucha hasta que en 1654, con más de 70 años y ya incapaz de liderar a sus tropas en la batalla, firmó un tratado de paz con sus archienemigos. A pesar de tener que, tanto ella como su súbditos, abandonar algunas de sus costumbres y convertirse al cristianismo -total, para ella ya era la segunda vez-, consideró que no era un precio muy alto el que tenía que pagar. Después de más de cuatro décadas luchando contra la ocupación europea y la esclavitud de su pueblo, dejó las armas a un lado y dedicó todo sus energías a fortalecer la posición de su pueblo, a reconstruir una nación devastada y convertirla en una potencia comercial.

Su muerte, ocurrida en 1663 a los 82 años, aceleró la ocupación portuguesa del interior del sudoeste de África. Sin su oposición más férrea, en 1671 todo el reino de Ndongo y las posesiones de Matamba se convertían en parte de la Angola portuguesa.

Guerrera, estratega, diplomática, libre y, por ello, referente de la independencia de Angola.

Quando eu voltei,
os braços dos homens
a coragem do soldado
os suspiros dos poetas
tudo, todos tentavam erguer bem alto
acima das lembranças dos heróis
Ngola Nzinga
todos tentavam erguer bem alto
a bandeira da independência.

Fragmento del poema “O içar da bandeira”, escrito por Agostinho Neto, líder del Movimiento de Liberación Popular y primer presidente de Angola.