Antes de emprender este nuevo viaje al pasado me gustaría matizar un par de detalles. Primero, como viaje ficticio, me tengo que permitir algunas licencias «artísticas» y temporales y, segundo, el trato con los personajes con los que interactúo es del siglo XXI, con respeto pero de «igual a igual». Hago este último matiz por algunas críticas que he recibido en anteriores viajes al no tratar a los personajes como se haría en la época y en el lugar a los que me desplazo. Hechas estas consideraciones, abróchense los cinturones porque comienza el viaje…

Y allí estaba yo, en mitad de una maraña de estibadores chinos en un enorme puerto fluvial del Yangtse. Mientras esperaba a ver por dónde aparecía mi anfitrión, me percaté de que no había reparado en el modelito que me había confeccionado la máquina del tiempo. Visto lo visto por allí, iba a la moda: una especie de toga de seda azul cielo con anchas mangas, unos pantalones de algodón, una faldita hasta las rodillas y unas botas de fieltro altas. Tengo que decirles a mis estilistas si en algún próximo viaje podrían ponerme pelo para recordar mis tiempos mozos. Aunque estaba encantado con mi look Yull Brynner que me acompañaba desde hacía años, no habría estado demás lucir un día de estos una buena melena. Entretanto, vi a lo lejos cómo la gente se abría dejando paso a un carruaje. Como mi altura superaba en algunos centímetros la media de los allí presentes, cuando los caballos se detuvieron vi bajar de la carroza a… ¡era Zheng He! Como pude, me hice hueco para acercarme hasta él. Hasta que unos soldados se cruzaron en mi camino y me detuvieron. Levanté la mano para que me viese, pero los soldados lo interpretaron como un ataque. Blandieron sus lanzas para golpearme y, en un acto reflejo de autodefensa, estiré los brazos para protegerme y cerré los ojos a la vez que me encogía de hombros para amortiguar el golpe. Pero no, las lanzas se quedaron inmóviles en el aire tras escucharse un grito. Los soldados las bajaron, se inclinaron ante el almirante y se pusieron tras él.

-Hola, Javier. Soy Zheng He. Perdona a mi guardia, han pensado que querías atentar contra mi -dijo el almirante mientras se inclinaba levemente.
-Soy yo quien tiene que pedir disculpas por mis formas. Era normal que pensasen eso -contesté inclinándome hasta que mis ojos se cruzaron con el bajo de la larga toga roja que cubría todo su cuerpo.
-Acompáñame. Iremos en el carruaje hasta nuestro destino en el Paso Juyong, donde contemplarás los trabajos de construcción de nuestra muralla.

Zheng He (militar, marino y explorador)

Nos acomodamos en el carruaje y partimos hacia nuestro destino.

-Entonces, tienes interés en conocer cómo construimos la muralla y el porqué lo hacemos -me preguntó iniciando la conversación.
-Ese es el motivo de mi visita almirante. Y ya que me das la oportunidad, me gustaría empezar con el motivo de su construcción
-Así lo haré. Realmente, la costumbre de rodearse de murallas ha existido en China desde hace muchos siglos, cuando nuestro actual territorio era un puñado de reinos que se peleaban entre ellos por conseguir la hegemonía sobre el resto. Hasta que en el 221 a.C. Qin Shi Huang, el rey de Qin y primer emperador, consiguió imponerse y unificar todos los territorios bajo un único reino: China. Se derribaron todas las murallas interiores que separaban los diferentes reinos, y el emperador ordenó la conexión entre las murallas septentrionales preexistentes y la construcción de otros tramos que formarían una primera línea continua, precursora de la muralla que mi señor, el emperador Yongle, y toda la dinastía Ming quieren construir alrededor de nuestro país.
-Pero una vez unificado y pacificado el reino, supongo que esa nueva muralla tendría que ver con una amenaza exterior.
-Tiene que ver, concretamente con los nómadas de las estepas del norte. Desde los tiempos de nuestro primer emperador Qin Shi Huang las relaciones con los nómadas venían determinadas por el comercio. El modo de vida de los nómadas, basado principalmente en el pastoreo y la caza, precisaba de nuestro grano, productos textiles o herramientas. Nosotros, a su vez, obteníamos pieles y, sobre todo, caballos. Mientras el comercio fluía y ellos obtenían lo que necesitaban nuestras relaciones fueron amistosas, pero cada cierto tiempo, dependiendo de su ambición y de la cohesión entre las diferentes tribus, asaltaban nuestro territorio, arrasaban con todo lo que podían, lo que necesitaban y lo que no, y regresaban a la estepa a disfrutar de su botín. Aun así, nuestra respuesta a sus ataques no se dejó influenciar por la venganza y sí por la paz y el entendimiento. Al fin y al cabo, mi buen amigo, somos el centro del mundo y entendemos que los bárbaros codicien nuestras riquezas, pero nosotros debemos actuar como la gran civilización que somos.
-¿Y qué medidas se tomaron en pro de la paz?
-Volver a retomar los acuerdos comerciales e intentar que los bárbaros cubran sus necesidades con la vía comercial y no con la rapiña; una política de regalos, sobre todo en forma de grandes rollos de seda, que aplaque a los belicosos nómadas; la Heqin, entrega de princesas imperiales en matrimonio con los jefes de las tribus, y la construcción de una muralla defensiva para evitar futuras incursiones de las hordas bárbaras que, además, delimita el mundo civilizado del bárbaro. Como verás no son excluyentes, y cada emperador, dependiendo del momento y las circunstancias, se centraban en unas u otras o directamente en todas. Y a pesar del enorme costo que esto supone para nuestra economía, es una prueba que evidencia nuestra voluntad de paz y progreso.
-¿Y nunca habéis lanzado campañas militares para acabar de raíz con el problema?
-Lógicamente nuestra prioridad es la paz, pero cuando pones todo de tu parte para evitar la guerra y la otra parte cierra todas las puertas no te queda más remedio que recurrir a la vía militar, ya sea con incursiones punitivas o grandes campañas de conquista. Además, también es bueno demostrar a tus enemigos que no somos un pueblo pusilánime o cobarde. Por cierto, ya estamos llegando. Podemos -tomar un té y luego recorrer la parte de la muralla que estamos reforzando. ¿Te parece?
-Por supuesto.

Cuando me bajé del carruaje, y como viene siendo habitual ya en mis viajes, volví a sentirme diminuto ante lo que tenía frente a mi. No sólo por la imponente construcción, que también, sino porque mirase a derecha o izquierda me era imposible ver el fin de tamaña obra. Nos sentamos a la sombra, en lugar apartado del trajín de obreros que ordenadamente se movían de aquí para allá. Nos sirvieron un té y unos pequeños paquetes hechos con hojas de bambú y rellenos con una bola de arroz pegajoso. Según me comentó Zheng, era un producto tradicional que se llamaba zongzi y, por cierto, estaba delicioso. Tras reponer fuerzas, retomé la conversación.

-Así que esta es la idea del emperador, rodear el territorio con una gran muralla defensiva que os proteja de los ataques nómadas, pero que también os aísla del mundo exterior.
-Nos protege, delimita el mundo civilizado de las tierras de los bárbaros y nos aísla de lo que no nos interesa o consideramos pernicioso. De hecho, la labor que me encomendó el emperador desde el primer momento fue construir una flota para navegar por los mares de Oriente y establecer relaciones diplomáticas y comerciales con los diferentes territorios a nuestro alcance. Así que, es un aislamiento relativo e interesado.
-Por lo que veo, no toda la muralla es uniforme en su forma y tamaño
-En realidad, no es una única muralla. Es más bien un entramado de muros y distintas estructuras defensivas construidas a lo largo del tiempo, bajo el mandato de diferentes dinastías y de forma dispar. El propósito de mi señor es aprovechar lo que se pueda de las anteriores y construir allá donde se necesite para unificar una muralla continua que vaya desde el borde del río Yalu hasta el desierto de Gobi, unos 6.000 kilómetros. Lógicamente, no todas las dinastías han tenido el mismo afán constructivo que los Ming, ese criterio dependía de su voluntad y también del momento beligerante de nuestros vecinos. Si mirás sobre esas rocas, verás que esa muralla nada tiene que ver con la que estamos construyendo ahora. Mientras que en el pasado las fortificaciones se levantaron empleando tierra compactada como materia primera y se intercalaban capas de cañas para drenar el agua, ahora se utiliza en la mayoría de los tramos una combinación de piedra en la base y alzado de ladrillo. De hecho, esta construcción que ves, el Paso Juyong, es casi todo nuevo porque este fue uno de los puntos que los mongoles utilizaron para atravesar nuestras fronteras y establecerse en nuestro territorio durante casi un siglo, hasta que en 1368 el primer emperador de la dinastía Ming consiguió expulsarlos.
-¿Y cómo consiguieron entrar?
-La muralla no tenía la robustez que tendrá ahora y, además, hay zonas montañosas con abundantes torrentes y ríos estacionales, como esta que ahora tratamos de proteger y donde es difícil la construcción, que pasan de auténticas murallas naturales a puentes de plata en el verano.
-Tamaña obra necesita de una organización muy precisa. ¿Cómo lo hacéis?
-Acompáñame y lo verás con tus propios ojos.

Nos levantamos y fuimos dando un paseo entre animales de carga que transportaban grandes ladrillos desde lo que parecía una fábrica hasta la base de la muralla, obreros que los subían con poleas o que hacían cadenas humanas para llevarlos hasta las zonas más escarpadas, albañiles que los colocaban con una argamasa que cogían de cestas…

Como ves, cada uno de los trabajadores sabe qué tiene que hacer y todo está perfectamente sincronizado y estudiado al milímetro. Y digo todo, incluso detalles que puedan pasar inadvertidos, como los tramos encargados a cada grupo y el tamaño de los ladrillos. A cada grupo de trabajadores se les asigna un pequeño tramo y se centran en él, cuando terminan comienzan otro de la misma longitud. Además de proporcionar un mayor orden, moralmente no es lo mismo ponerse a trabajar en un pequeño tramo, que vas viendo cómo evoluciona rápidamente y lo vas terminando, que empezar una construcción de, por ejemplo, varios kilómetros y ver cómo pasan los días y aún queda mucho hasta poder terminarlo. Igual que los ladrillos. Son algo más grandes que los utilizados habitualmente, pero de esta forma la muralla se levanta más rápido. Sigamos a este carro de bueyes que va hasta la fábrica de ladrillos y te la enseño. Ahí cientos de fábricas como esta distribuidos a lo largo de todas las secciones de la muralla donde ahora se está trabajando.

Visitamos la vetusta fábrica de ladrillos donde los operarios se afanaban en los diferentes procesos de fabricación: moldeado, secado, cocción… Una maquinaria perfectamente engrasada para sacar ladrillos como churros, aunque algo no me cuadraba. Para la cocción de aquellos enormes ladrillos en el horno necesitaban grandes cantidades de material combustible para conseguir la temperatura adecuada, y yo por allí no veía madera ni carbón, nada de nada. Así que, pregunté al almirante.

-Muy perspicaz, amigo mío. Nuestra fuente de energía es el gas natural. Por la expresión de tu cara entiendo que no esperabas esta respuesta. La verdad, fue un descubrimiento casual y la responsable fue la sal. Desde hace siglos, incluso antes de que fuésemos un imperio, la sal ha sido de vital importancia y se ha tratado de conseguir de cualquier modo. Lógicamente, las poblaciones costeras lo tenían fácil: extraer agua del mar y dejarla reposar en balsas de poca profundidad hasta que el sol evaporase el agua. La salmuera obtenida se metía en recipientes y se dejaba desecar para su posterior comercialización ya cristalizada. En el interior no era tan fácil pero también tenían sus métodos para obtenerla, como el de repetir el proceso de las salinas marinas pero con el agua procedente de manantiales cuya corriente había atravesado depósitos de sal subterráneos. Otro método de obtención, también basado en las corrientes de agua subterráneas pero que requería de cierta tecnología, eran las perforaciones. Con enormes taladros de bambú con diferentes puntas metálicas, dependiendo del terreno, se perforaba hasta llegar a la corriente subterránea, se subía el agua hasta la superficie y allí se calentada en ollas para evaporar el agua y obtener la sal. El problema era que, en ocasiones, aquellas perforaciones no encontraban agua sino bolsas de gas natural. Después de los primeros accidentes, y muertes, aprendimos a canalizar esta fuente de energía y utilizarla como combustible para calentar las ollas. Y esa es la razón por la que en la fábrica no hayas visto material combustible. Donde la cercanía de uno de estos depósitos lo permite, como aquí, lo canalizamos mediante cañas de bambú y lo llevamos hasta donde sea necesario.
-Admirable almirante. Por lo que veo aquellas grandes ollas de la izquierda, donde creo que se ha cocido el arroz del zongzi, también se calienta por el mismo método.
-Sí y no. Se calientan por el mismo sistema pero ahí no se ha cocido el arroz que has comido. Eso se hace en las cocinas. Lo que ahí se cuece es arroz pero para la muralla.
-¿Arroz pegajoso para la muralla?
-Aunque te extrañe, que lo entiendo, es una de las claves de nuestro sistema de construcción. El mortero que utilizamos se elabora mezclando una pasta de arroz pegajoso o glutinoso, similar al del zongzi, con cal muerta, que no es otra cosa que piedra caliza calentada a alta temperatura y a la que luego se añade agua.

Así es la sorprendente muralla, una mezcla de la tecnología más innovadora, el aprovechamiento de los elementos más básicos y esenciales y, lógicamente, una ingente mano de obra abnegada.

-¿Y los trabajadores? Porque aquí se necesita mucha mano de obra.
-Hay de todo. Hay trabajadores cualificados como los maestros de obra, los albañiles, los canteros o los de la fábrica de ladrillos, y también prisioneros de guerra y convictos cuya condena es trabajar en la muralla. Además, para los delitos más graves, si el convicto fallece antes de cumplir la totalidad de los años de condena uno de sus familiares debe cumplir por él. Pero la mayor fuerza de trabajo está constituida por soldados y campesinos que, entendiendo que debemos sacrificarnos por una obra que nos beneficia a todos, se presentan voluntarios para trabajar cuando sus obligaciones se lo permiten.

En aquel momento, uno de los guardias que en el puerto había estado a punto de abrirme la cabeza se acercó al almirante y le susurró algo al oído.

Un momento Javier. Ahora vuelvo

Mientras contemplaba aquella magna obra que hasta en nuestro tiempo habría sido harto difícil de acometer, a uno de los trabajadores que transportaba ladrillos hasta la muralla se le cayó la carga junto a mi. Me agaché para ayudarle a volverla a colocar y sin levantar la vista del suelo me dijo: “yo no estoy aquí voluntariamente, me arrancaron de mis tierras y tuve que dejar atrás a mi mujer y a mis hijos” (porque no se si os habéis dado cuenta pero la máquina del tiempo, a la vez que me transporta al pasado y se ocupa de mi vestuario, me convierte en políglota). Se volvió a colocar la cesta de mimbre sobre sus hombros y siguió su camino. Aquel campesino era la viva imagen de la abnegación y la sumisión, asumía el destino impuesto por la voluntad de su emperador. Mantuve la mirada fija en aquel hombre mientras se alejaba de mi esperando que se girase para devolverle una mirada amiga, de comprensión… pero nada, siguió su camino. Su único acto de rebeldía fue apenas un susurro en el oído de un extranjero. No podía hacer nada por él, pero él sí hizo algo por mi: darme fuerzas para interrogar al almirante sobre dónde eran enterrados los trabajadores de la muralla que morían. En algún artículo había leído que los muertos eran sepultados en la propia obra y fue una de las cuestiones que anoté para preguntar en este viaje, pero en la última revisión de mis notas decidí obviarla porque era un tema complicado que seguramente ofendería. Ahora, tras el comentario del campesino, me veía en la obligación de plantearlo. Y lo haría… Mientras pensaba cómo sacar el tema, otro miembro de la guardia del Zheng se acercó a mi y me indicó que le siguiera para reunirnos con el almirante.

-¿Ha ocurrido algo? -pregunté extrañado
-No, no. Simplemente tengo que acompañarle hasta la siguiente fortificación donde nos espera mi señor.

Seguí sus pasos y, para mi sorpresa, en lugar de ir hacia lugar donde estaban los caballos y los carruajes fuimos hacia la muralla. Subimos las escaleras y llegamos hasta lo alto de aquel muro con silueta de dragón serpenteante, donde nos esperaban los caballos. Montamos y recorrimos la muralla hasta la fortificación donde nos esperaba el almirante. Daba casi sensación de vértigo ir galopando por aquella pared de unos 10 metros altura y 5 metros de ancho. Un pequeño destacamento no esperaba a las puertas de lo que parecía un cuartel incrustado en medio del muro.

-¿Qué te parece la muralla desde arriba? -preguntó Zheng al llegar.
-Si desde la base da sensación de robustez y solidez, desde arriba la sensación es de seguridad, parece inexpugnable.
-Y así debe ser. No todas las partes de la muralla tienen esta altura, pero las partes que estamos levantando ahora alcanzan los 10 metros y tienen suficiente amplitud para que los soldados se desplacen rápidamente hacia los puntos donde sean necesarios. Por eso, cada 800 metros aproximadamente construimos torres de vigilancia para prevenir los ataques y poder avisar, así como decenas de fortificaciones, situadas en puntos estratégicos, con destacamentos de soldados que puedan, desde la seguridad de la muralla, desplazarse y repeler cualquier intento de invasión. Además, si el número de fuerzas enemigas lo requiere se puede comunicar rápidamente con los cuarteles interiores cercanos a la frontera y en poco tiempo disponer de un ejército de miles de hombres.
-¿Y cómo se comunican entre las torres y los cuarteles?
-Tenemos varias opciones: las banderas, las cometas y las señales de humo por el día y las antorchas para la noche. La cercanía de las torres de vigilancia permite transmitir mensajes por el día con simples banderas, para temas menores, y para comunicar con las fortificaciones o cuarteles interiores, más alejados, las señales de humo o las cometas. Para la noche, las comunicaciones entre todos los puntos se hacen con antorchas.
-En la tierra de donde yo vengo las cometas son para los niños
-Y aquí también, pero las hemos utilizado, y lo seguimos haciendo, para otras muchas cosas. De hecho, hace siglos se utilizaban para pescar. Se les añadían un sedal y un anzuelo y así los pescadores podían llegar desde sus pequeñas barcas a zonas más profundas sin alejarse de la seguridad que les proporcionaba la costa, e incluso los barcos más grandes podían faenar en arrecifes a distancia sin el peligro de encallar. Luego más tarde, pasaron a emplearse por los ejércitos como dispositivos de señalización visual o sonora (añadiendo pequeñas campanas o flautas de bambú que el viento haría sonar) para transmitir órdenes a distancia e incluso para bombardear posiciones enemigas. También pensamos que, con un nuevo armazón más robusto y haciéndolas mucho más grandes, podrían sostener a un hombre en el aire. Costó, pero lo conseguimos. Este logro nos abrió un abanico de posibilidades en el mundo militar y en el civil, sobre todo en el de la construcción. Imagina poder supervisar los trabajos de la muralla desde lo alto.
-Por tu tono, entiendo que fue más una ilusión que una realidad.
-Llegamos a ponerlo en práctica, pero eran más las ocasiones en las que ocurría un accidente que en las que el hombre pájaro aterrizaba con vida. Así que, lo desechamos y volvimos a las tradicionales cometas para enviar mensajes. Hablando de mensajes, las banderas del Paso Juyong avisan que la comida está lista. ¿Regresamos?
-Sí, claro. No pensaban que con las banderas se pudiesen transmitir mensajes tan precisos y concretos.
Jajajajajaja -río el almirante-. No, no, simplemente les he dicho que nos avisasen cuando la comida estuviese lista.

Regresamos con los caballos por lo alto del muro y cuando llegamos todos los trabajadores, excepto los soldados de guardia, estaban haciendo cola para recibir sus raciones. Por lo que pude ver cuando pasé junto a ellos, aquella comida a base de una sopa con fideos y un cuenco de arroz se me antojaba escasa para su derroche de energía. Me quedé un poco rezagado y volví a ver al campesino que me susurró al oído. Estaba sentado comiendo su arroz. Cuando se percató de mi presencia, dejó el cuenco en el suelo y disimuladamente extendió su mano para indicarme una roca en la base de la muralla. Recogió sus cosas, se levantó y se reunió con un grupo de trabajadores. Me acerqué al lugar señalado y puede ver una inscripción grabada en la piedra. No entendí qué ponía porque no era mandarín, pero estaba claro que el campesino me estaba enviando un mensaje. Cuando me giré, uno de los guardias ya venía a mi encuentro. Le acompañé y me llevó hasta la mesa donde Zheng acababa de sentarse. Como ya intuía, nada que ver la comida de los trabajadores con las viandas que nos fueron sirviendo a nosotros: jiaozi, una especie de empanadillas rellenas de carne y servidas con una salsa picante, sopa de nido de pájaro, arroz con huevos negros, pescado al vapor con soja y pepino y de postre un pastel de luna. Después de aquella opípara comilona me habría tomado un buen café, pero allí tocaba, otra vez té. Momento que aproveché para comentar la inscripción de la pared.

-Cuando veníamos hacia la mesa me he fijado que en la muralla hay grabada una inscripción. ¿Tiene que ver con la obra?
-Hay inscripciones oficiales, por ejemplo las relativas al año de construcción, el emperador o el maestro de obra, y otras no oficiales que hacen los trabajadores. En teoría, estas últimas no están permitidas pero hacemos la vista gorda. Ellos también forman parte del muro y suelen grabar poemas que tampoco molestan. Si quieres, puede acompañarte uno de los miembros de mi guardia y te traducirá lo que allí pone.

Llegamos hasta el muro, señalé la inscripción que me había indicado el campesino y lo miré esperando su traducción. Se giró hacia el almirante y éste, asintiendo con la cabeza, dio su consentimiento. Aún así, tardó en contestar. Le volví a mirar, cómo pidiendo explicaciones, y por su cara entendí que aquel poema igual sí que iba a molestar. Se arrancó y leyó…

Cada ladrillo, cada piedra
y cada centímetro de barro,
están mezclados con gentes del pueblo,
con sus huesos, su sudor y su sangre.

No sé si aquel campesino me había leído el pensamiento o si aquello había sido cosa de la diosa Fortuna, pero me había puesto en bandeja poder interrogar a Zheng sobre la leyenda que decía que la muralla era el mayor cementerio del mundo. Me armé de valor y cuando llegué a la mesa y le comenté al almirante lo que allí ponía se le borró la sonrisa de la boca. Aunque le echó una mirada asesina a su guardia, sabía que el sólo había seguido sus órdenes.

-Seguro que es cosa del algún convicto o prisionero de guerra. Así pagan la clemencia. Conmutamos la pena de muerte por trabajos forzados, y en lugar de estar agradecidos nos vilipendian e insultan -contestó intentando salir de aquel apuro.
-Tiene toda la pinta, porque de ser verdad la inscripción parece dar a entender que los cadáveres de los trabajadores muertos acaban siendo material de relleno de la muralla -dije metiéndome de cabeza en la boca del lobo.
-Una verdadera estupidez, tanto tu interpretación de la inscripción como pensar que utilizamos la muralla de cementerio. Voy a obviar tu comentario porque eres un invitado imperial, pero te rogaría que no se repitiese. De todas formas, viendo la complejidad de la construcción y cuidado que has visto que le ponemos en cada detalle, ¿tú crees que cometeríamos el error de enterrar cuerpos dentro de la pared? La estructura se debilitaría cuando los cuerpos se descompusiesen y, además, al crear un hueco en el interior serían puntos factibles de posible ruptura y colapso.
-Mil disculpas almirante. Siento haberle ofendido. En mi afán de conocer y saber, me he excedido. No volverán a pasar.
-Es una cultura desconocida para ti y entiendo que, desde el exterior de nuestras fronteras, se nos calumnie, pero tú y yo, como viajeros que somos, debemos recorrer el mundo sin prejuicios. Dejemos a un lado este tema y tomemos un poco de mijiu, vino de arroz.

Menos mal que no fue más té, porque estaba ya saturado. Así que, agradecí un licor que me facilitase digerir tan abundante comida. Durante unos minutos permanecimos en silencio mientras las aguas volvían a su cauce, y los obreros a sus trabajos. Busqué al campesino y, sin que Zheng se percatase, cuando su mirada se cruzó con la mía le devolví una media sonrisa que suponía un acuerdo tácito entre nosotros. De una forma u otra, él sería protagonista de la historia de la Gran Muralla China. Se lo debía, se la jugó por mi y no le iba a fallar. Llegó el vino y… ¡Puaj! Aunque de mi boca salió un sonoro ¡Mmmm! No estaba el horno para bollos, y no me quedó más remedio que hacer de tripas corazón y terminarme aquel licor cuyo sabor me recordaba al agua hervida con arroz que mi madre me preparaba cuando tenía problemas estomacales, pero además fermentado. El problema de esta mentirijilla piadosa es que… ¡tuve que repetir! Esto de tener que quedar bien, me iba a destrozar el estómago. No sé yo si no tendría que salir corriendo…

Cuando termines esa taza volveremos a subir a la muralla para que veas el invento de uno de nuestros grandes investigadores, Zhang Heng.

Al igual que cuando nos quitamos un trozo de esparadrapo pegado en la piel es menos doloroso hacerlo de golpe y no poco a poco, puse en práctica esa teoría con mi segunda taza de vino de arroz y me la bebí de un trago. Me levanté como alma que lleva el diablo y dije…

Cuando tú quieras.

Volvimos a dirigirnos a la muralla y cuando estuvimos arriba me señaló una gran caja de madera en la que no reparé cuando pasamos por allí. El almirante dio la orden y comenzaron a abrirla. Era como una especie de gran cazuela de bronce que llevaba adosados en su parte externa ocho dragones que sujetaban en su boca una bola de bronce y debajo de cada uno de ellos una rana, también de bronce, con la boca abierta, como esperando la bola al caer.

-Es un detector de terremotos que Zhang Heng inventó hace siglos. ¿Qué te parece? Te has quedado sin palabras amigo.
-Es que… no sé qué decir. Bueno sí, ¿cómo funciona?
-Jajajaja -rió el almirante, orgulloso del ingenio de los suyos-. Lo ideal sería que lo pudiese anticipar, pero eso aún hoy es imposible. Los dragones y las ranas que están bajo ellos están dispuestos de tal forma que marcan las ocho direcciones primarias. Cuando la máquina detecta un terremoto, el dragón que está en la dirección en la que se ha producido deja escapar la bola. De esta forma, el sonido al caer la bola en la boca de la rana alerta del seísmo y, dependiendo de en qué rana haya caído, tenemos la dirección donde se ha producido el epicentro del temblor. Así, podemos enviar ayuda rápidamente y salvar muchas vidas. Sin estos detectores, es imposible que los destacamentos de soldados lleguen a tiempo para evitar males mayores.
-¿Y dónde se colocan?
-Los distribuimos por lugares estratégicos donde históricamente los terremotos han sido más frecuentes, como este en el que nos encontramos.
-¿Y cuál es la mayor distancia a la que han detectado un terremoto?
-Hasta hoy, han sido a más de 600 kilómetros de distancia.
-Como decías, sólo falta que se puede inventar una máquina que los detecte antes y pueda dar tiempo a desalojar las poblaciones.
-Todo se andará amigo, todo se andará

Si ya me sentía pequeño al lado de esta megaconstrucción, ahora era casi diminuto ante el ingenio y sofisticación de esta cultura milenaria. Mientras colocaban aquel sismógrafo direccional uno de los oficiales se dirigió al almirante. Éste sonrió y con la mano en el hombro de su subordinado me dijo…

-Van a cambiar la guardia y me preguntan si quieres jugar con ellos al cuju
-¿El cuju? ¿Qué es eso?
-Los soldados lo practican en sus ratos de ocio para mantenerse en forma. Se dividen en dos equipos y, sin utilizar las manos, hay que meter una pelota en la red para puntuar. El que más puntos sume gana. ¿Te animas?

Por la descripción parecía una mezcla de fútbol y baloncesto, deportes que no se me han dada nada mal. Así que, como yo soy de los que se apunta a un bombardeo y en mis viajes predico lo de “donde fueres, haz lo que vieres”, allí estaba yo junto a un grupo de soldados con una especie de peto azul contra los de peto rojo. La pelota en cuestión estaba hecha de cuero y rellena de plumas y de unos 30 centímetros de diámetro. Pero lo que Zheng había llamado red, era, era… era un imposible. La red en cuestión era un agujero recortado, poco más ancho que la pelota, en una tela seda y colgada en lo alto de dos palos de bambú… ¡a unos 9 metros! Vamos, llegaba casi hasta lo alto de la muralla y, lógicamente, no hacía falta portero. Aquel deporte era para jugones, y aquellos soldados eran unos verdaderos peloteros porque embocaron en varias ocasiones en aquella portería imposible. Yo, por mi parte, le eché muchas ganas, di y recibí golpes e hice algún intento por marcar pero me fue imposible. Aun así, y gracias a nuestro particular goleador, ganamos y me dieron el trofeo al… al invitado de honor.

Me quité aquel peto sudoroso y me refresqué antes de reunirme con el almirante.

-Si tuvieras un poco más de puntería, podrías ser el goleador del equipo porque tienes buen toque y le pones el alma.
-Me alaga almirante, sólo he intentado estar a la altura de sus soldados y no ser una carga para el equipo.
-Eres demasiado modesto Javier. Vayamos hasta el carruaje, ha llegado la hora de llevarte hasta el embarcadero. Espero que tu visita haya sido productiva y te lleves un buen recuerdo de nuestro mundo. Yo, por mi parte, seguiré navegando y espero llegar un día a tu tierra para conocer vuestras costumbres y a tus compatriotas. Allí tendrás que ser tú mi anfitrión. El oficial que ya conoces, el goleador de tu equipo, te llevará. Yo me despido aquí, tengo que reunirme con el emperador en Beijing, la nueva capital del imperio, donde vamos a construir la Ciudad Prohibida, el palacio de mi señor.
-Gracias por todo almirante. Y si alguna vez llega hasta el reino de Aragón, esa es mi tierra.

El oficial me acompañó hasta el establo, ensillamos los caballos y salimos a galope hasta el embarcadero donde, en teoría, debería esperarme el junco que me trajo hasta aquí. Cuando ya veíamos el río, el militar que me acompañaba, el mismo que había traducido el poema de la muralla, agarró las bridas de mi caballo, tiró de ellas y detuvo ambos caballos. Pensé que iba a hacerme pagar aquella mirada asesina que le había echado el almirante por lo del poema, pero no… más bien fue lo contrario. Miró a ambos lados del camino y cuando se cercioró de que no había nadie a nuestro alrededor, me dijo: “el enfado de mi señor tiene que ver con Meng Jiangnü”. Sin dejarme decir ni esta boca es mía, me devolvió las bridas y continuó. Llegamos hasta el puerto, desmontamos, dejamos los caballos en un establo y me acompañó hasta el junco sin decir palabra alguna. Cuando me giré para despedirme, ya había desaparecido entre la multitud.

La frase del soldado seguía repitiéndose una y otra vez en mi cabeza… hasta que gracias al tío Google y a que todavía seguía entendiendo el mandarín (apenas duró unas horas), descubrí su significado. Tenía que ver con el cuento «Las lágrimas de Meng Jiangnu«, que forma parte del folclore y la historia de China. Cuenta la leyenda que, en tiempos del emperador Qin Shi Huang, los funcionarios imperiales recorrían los pueblos reclutando obreros para trabajar en la Gran Muralla. Ante la falta de voluntarios, ya que debían abandonar sus tierras y a sus familias, comenzaron a llevárselos por la fuerza. Y eso hicieron con Fan Xiliang, un joven campesino que acababa de casarse con su amada Meng Jiangnü. Tras un año de angustia, lágrimas y preocupación al no tener noticias de su marido, Meng Jiangnü decidió ir en su busca. Emprendió un largo y arduo camino, y a pesar del hambre, la fatiga y el frío consiguió llegar a la Gran Muralla. A todos los trabajadores que encontraba les preguntaba por su marido, hasta que llegó a la zona donde había trabajado. Allí le contaron que había muerto hacía poco más de un mes como consecuencia del agotamiento y las penosas condiciones de trabajo. Sus restos yacían en la muralla. Meng Jiangnü lloró desconsolada durante tres días, y tan desgarrador fue su llanto que provocó el hundimiento de un tramo de la muralla. Entre los escombros descubrió los restos de Fan Xiliang y Meng Jiangnü pudo ver a su marido una última vez. El emperador, enfurecido por el derrumbe de la muralla, ordenó ejecutarla, hasta que la vio en persona. La hermosura de la joven cautivó al emperador y quiso convertirla en su concubina. Al principio ella se negó, pero después de pensarlo detenidamente aceptó con la condición de que se le diese sepultura a Fan Xiliang y sobre su tumba se construyese un mausoleo. Además, el propio emperador debía asistir al entierro. Una vez cumplidas todas las peticiones y cuando el emperador fue a cobrar su recompensa, Meng Jiangnü se lanzó al mar y despareció para siempre. Cuentan que se reunió con su amado.

Si obviamos el mensaje o la moraleja de este cuento, es fácil extrapolar y concluir que los obreros muertos se enterraban en la muralla y, por tanto, que era un gigantesco cementerio. Y de ahí, que muchos hayan elevado este cuento a la categoría de fuente histórica para justificar este hecho del que, a fecha de hoy, no existe ninguna evidencia científica (además de la acertada respuesta del almirante). La moraleja de este cuento, a pesar de tener el guion de una historia de amor, es que la Gran Muralla es un símbolo del despotismo y la crueldad. Y a mi me gustaría creer, y esto es cosa mía, que también un homenaje a todos aquellos abnegados trabajadores anónimos, arrancados de sus hogares y separados de sus familias.

Fuente: Historias de la Historia (Storytel)