Esta historia comienza en 1974. Ese año salí sorteado para hacer el servicio militar aquí, en Argentina. Era una época de terrible agitación política, social y laboral, casi cotidianamente teníamos atentados con bombas, tiroteos, secuestros extorsivos y vengativos, asesinatos, intentos de golpes de Estado de alguna fuerza militar, guerrilleros que ocupaban poblaciones, desaparición de sospechosos por parte tanto de las «fuerzas de seguridad» (policía, ejército, infantería de marina, etc) como de grupos parapoliciales, por ejemplo la Triple A (Asociación Anticomunista Argentina), y también algunos «voluntarios» aceptaban unos dinerillos para hacer desaparecer o amenazar a algún enemigo personal o competidor comercial. En fin, que no nos aburríamos, precisamente. Cada vez que salías de casa, mejor te despedías de toda tu familia y dejabas tus asuntos tan arreglados como fuera posible, pues tal vez no volvías.

Así pues, en marzo de 1975, uniforme verde oliva, fusil al hombro y órdenes de lo más civilizadas, del tipo «dispare primero y pregunte después«, y algunas instrucciones muy fáciles de entender: «lo que está quieto se pinta, lo que se mueve se saluda«. Y aquí vienen las anécdotas, que ahora, 46 años después, causan gracia. La desconfianza de los oficiales y suboficiales hacia los soldados era tan grande, pues hubo varios casos de soldados conscriptos afiliados a la guerrilla que facilitaron voluntariamente la entrada de subversivos a los cuarteles en los que prestaban servicio, llegando, en algún caso, a degollar a traición al centinela de turno -un soldado conscripto como ellos mismos-, que todos éramos sospechosos de todo. Nos revisaban las municiones regularmente para prevenir sabotajes y, de noche, el relevo de los puestos de guardia en los límites del cuartel, que tradicionalmente se hacía por un pelotón de soldaditos al mando de un suboficial, puesto por puesto, centinela por centinela, pasó a hacerse individualmente, caminando a solas por el medio de las instalaciones, imaginando que cada sombra era un enemigo al acecho, esperando para emboscarte por la espalda. Incluso llevábamos el fusil cargado y, aunque con el seguro puesto, bastaba un simple movimiento del dedo pulgar para liberar una pequeña palanquita metálica y empezar a disparar (eran fusiles semiautomáticos calibre 7,62 mm). Nosotros los soldaditos nos conocíamos unos a otros incluso a oscuras, por la silueta, la forma de caminar, de llevar el arma, etc, así que si no reconocíamos una sombra como perteneciente a uno de nosotros, inmediatamente liberábamos el seguro del fusil, nos ocultábamos donde fuera posible y recién después pedíamos el «alto, quién vive«, «identifíquese«, «santo y seña«… o lo que fuese.

Pues bien, una madrugada me relevan a mí del puesto más alejado del límite del cuartel, y vuelvo caminando tranquilamente, pensando en llegar a la guardia, tomar algo caliente, fumarme un cigarrillo (ya dejé el vicio) y descansar un poco; cuando, al pasar junto a un cantero lleno de plantas, por el rabillo del ojo izquierdo veo, entre sombras, una cabeza con casco y el cañón de un fusil asomando entre la vegetación -los guerrilleros usaban uniformes iguales a los nuestros para crear confusión-, así que en fracciones de segundo por mi mente pasó toda una película de terror: ¡¡¡ los subversivos habían copado el cuartel, el que estaba escondido me estaba esperando para dispararme por la espalda y eran los últimos instantes de mi vida !!! Heroicamente decidí jugármela, liberé el seguro de mi fusil y empecé a girar lentamente hacia mi izquierda al mismo tiempo que bajaba el arma para disparar, y por mi mente pasó el que tal vez hubiera sido mi último pensamiento: VIEJA, PERDONAME EL DISGUSTO QUE TE VA  A CAUSAR SABER QUE MORÍ ASÍ, cuando reconocí al que estaba allí en cuclillas, un compañero mío, que, con los pantalones bajos, me dijo, angustiado: ¡¡¡no llegué al baño, René!!!

Bueno, el mismo pensamiento de VIEJA PERDONAME se repitió un par de veces más, aunque, gracias a Dios nunca me vi obligado a dispararle a nadie. También, en 1982, cuando la dictadura militar estaba de últimas pero se resistía a irse, milité en política, a favor de una salida democrática, y vinieron a buscarme a la salida del trabajo unos policías de ropas civiles y en un auto particular, y otra vez el mismo pensamiento: VIEJA PERDONAME. Por suerte me soltaron al día siguiente, sin mayores consecuencias, un poco de tortura psicológica del tipo «pensá lo que te puede pasar si no te calmás y cerrás la boca«. Pero el pensamiento de invocar a MAMÁ me quedó dando vueltas en la cabeza por años, suponiendo yo que era muy tonto, en unos trances como los que he relatado, invocar a MAMÁ, hasta que, cuarenta años después, compré un libro de historia naval, mi mayor pasión en el tema historia.

Se trataba del libro «Capitán de destructor japonés», autobiografía de un legendario comandante de la Armada Imperial Japonés en la Segunda Guerra Mundial, que llegó a ser llamado «el capitán milagro»: el capitán de navío Tameichi Hara.

Leyendo el relato del capitán Hara, llegué a un párrafo que transcribo a continuación:

Un caza amerizó junto a mi buque. Ordené máquinas atrás toda y nos detuvimos a tiempo para recoger al piloto malherido antes de que el avión se hundiera. Mientras mi tripulación le prodigaba los primeros auxilios, el joven piloto expiró, murmurando «MADRE»

Os juro que se me aflojaron las rodillas, se me llenaron los ojos de lágrimas, me sentí casi un hermano del joven japonés (que de ninguna manera era un kamikaze), y, bueno, me reivindiqué conmigo mismo: la Vieja, Mamá, el núcleo del núcleo de la Clase Media, así, con mayúscula, que nos lo hemos ganado con demasiada sangre, amor a la familia y lágrimas.

Cosas que nos cuenta mi amigo Rene Lataire