Por algunas imágenes antiguas que había visto y, la verdad, por los escudos de la familia Velasco y Mendoza unidos por medio de un cordón franciscano que había sobre la entrada principal, supuse que estaba frente al palacio de los Condestables de Castilla, conocido hoy como la casa del Cordón (Burgos), y lugar de encuentro con mi anfitrión: Bernardino Fernández de Velasco y Mendoza, el propio Condestable. Era la primavera de 1487. Como la gente apenas me miraba, di por hecho que esta vez nada de mi indumentaria estaba fuera de lugar. Me eché un vistazo y comprobé que mi paso por la Edad Media iba a hacerlo con una túnica color crudo con mangas anchas y hasta las rodillas, adornada con bordados geométricos granates en cuello, bocamangas y bajos; un cinturón de cuero con una hebilla metálica; unas calzas que cubrían mis piernas y unas botas tobilleras de piel. Cuando llegué a la puerta del recinto amurallado, dos soldados uniformados y armados flanqueaban el paso. Me quedé a un lado esperando a ver si para entrar había que presentarse, harto difícil porque no sabía quién era, o mostrar algún documento, que tampoco llevaba. Visto que las gentes del lugar pasaban sin ningún control, me uní al grupo. Justo cuando iba a atravesar el pórtico, uno de los soldados, versión portero de discoteca, se puso frente a mi…

¿Es usted el mercader Javier?
Sí, yo soy -contesté esperando que fuese la respuesta acertada
El Condestable le está esperando. Acompáñame

Cual corderito siguiendo a su madre para mamar, me pegué a su estela.

Espere aquí -me dijo cuando estuvimos junto a la entrada del palacio

Mientras esperaba al Condestable, o eso quise creer yo, me di cuenta que no hacía falta ser muy avispado para saber que allí se estaba celebrando algo: una gran mesa con jarras de vino y viandas, adornos por aquí y por allá, las gentes alegres y con la ropa de los domingos. Aún así, algo no cuadraba para ser una gran celebración. Las caras y las manos de los hombres y las mujeres que me rodeaban, curtidas, morenas y ajadas, eran propias de gentes que trabajaban de sol a sol y no de nobles ociosos. Sus ropajes, aunque limpios y cuidados, eran de lana y lino; allí no había seda, ni adornos de oro o plata. Eran gentes del pueblo. Y yo, yo un mercader. Así que, tal y como había previsto, aquello tenía pinta de ser una boda entre siervos.

Mi querido Javier -escuché detrás de mi

Me giré y vi venir hacia mi a un hombre grande, fornido y con ropajes y distintivos de alta alcurnia. A la vez que me daba un fuerte abrazo me dijo…

Bienvenido a mi casa, que es la tuya.

Pues no me importaría que lo fuese -pensé-.

Ya pensaba que no llegabas, se acaba de hacer la entrega de la novia.
Lo siento Condestable, espero que me disculpe.
No te preocupes. Únete a nosotros. A ver, una jarra de vino para mi amigo.

Mientras bebíamos, me puso al corriente de la celebración. Una vez firmado el contrato de esponsales y la carta de arras de la dote entre el padre de la novia y el novio, hoy se celebraba el ritual en el que el clérigo que oficiaba entregaba la esposa pasando la patria potestad del padre al marido. Aunque ambos contrayentes eran siervos, el novio era hijo de un sirviente que le había salvado la vida al Condestable en una jornada de caza y por eso se celebraba la boda en la capilla del palacio. Yo escuchaba atentamente las explicaciones del Condestabale, pero mi cabeza estaba dándole vueltas a cómo podría introducir los temas tan peliagudos que me habían llevado hasta allí y que mi cabeza permaneciese sobre mis hombros. Decidí ganar tiempo y pregunté por el ramo y la corona de flores que llevaba la novia.

Eso forma parte de la tradición y los buenos augurios para los recién casados. Están hechos de hierbas que alejan los malos espíritus y flores que simbolizaban la fertilidad, la pureza o el amor. La primavera es el mes de las flores y de las bodas.

La primera prueba superada, nada tenía que ver el ramos de flores con la creencia que servía para contrarrestar el fuerte olor de aquellas gentes que apenas se lavaban. Ahora debía introducir el tema de la higiene y eso era harto difícil sin molestar al noble. La única opción que veía, y que no hiciese peligrar mi vida, era compararlo con mi tierra, en la que, para conseguir la información que precisaba, íbamos a ser lo peor de lo peor. A ver si funcionaba…

-Pues en mi tierra, se agradecen las flores en las bodas para contrarrestar el fuerte olor que desprenden mis paisanos cuando se juntan en alguna celebración. Parece que son alérgicos al agua.
-Los presentes te agradecemos que tú hayas olvidado esa costumbre de tu tierra. De todas formas, ¿cómo es posible que fabricándose el mejor jabón del mundo en el reino de Castilla, concretamente en las Reales Almonas de Sevilla, haya gente tan marrana?
-No sabía que en Sevilla se elaborase jabón
-Lo llaman jabón de Castilla y se exporta a toda Europa. Me han llegado noticias de que en Marsella están elaborando otro que imita al nuestro, pero es de menor calidad. Y no es porque lo diga yo, sino simplemente porque Sevilla es el lugar perfecto para producir el jabón. Allí se dan en abundancia las materias primas para su elaboración: el aceite de oliva y la barrilla, una planta que crece en las marismas del Guadalquivir de la que se obtiene la sosa.
-¿Y cómo elaboran el de Marsella?
-Lo hacen con otros aceites que no son de oliva. Por eso, nada pueden hacer frente al nuestro.
-¿Y esta tradición jabonera de Sevilla es muy antigua?
-¡Y tanto! Viene de hace siglos. De hecho, en Sevilla a estas fábricas de jabón las llaman almonas, que viene del árabe almuna. Los infieles fueron los que iniciaron esta tradición en Sevilla. Por cierto, supongo que después del largo viaje estarás hambriento. Así que, sentémonos a la mesa y disfrutemos que hoy es un día de fiesta.

Estaba claro que aquel banquete lo había financiado mi anfitrión, de no haber sido así en aquella mesa habría sido imposible encontrar pan blanco, carne de caza, pescado en salazón y sorbetes -un postre de la herencia gastronómica de los musulmanes-. Viendo las caras de asombro y sus bocas salivar, estaba claro que la mayoría de los comensales eran de la misma condición que los novios. Bebieron vino como si no hubiese un mañana y, cuchillo en mano, dieron buena cuenta de lo que para ellos eran manjares prohibitivos. Bueno, sería más justo decir que bebimos y comimos, porque yo también me puse fino.

Di un respiro al Condestable y dejé que disfrutase de la comida, la bebida y las muestras de agradecimiento de todos los presentes. Tras varias jarras de vino entre pecho y espalda, el estómago lleno y su ego henchido, entendí que era el momento de plantear la siguiente cuestión: el cinturón de castidad (ver nota final).

-¿Y cómo están las cosas por Granada? -pregunté al Condestable, a sabiendas de que desde hacía tres años los Reyes Católicos habían iniciado la ofensiva para tomar el reino nazarí de Granada.
-Acabamos de tomar Málaga y seguimos adelante, pero todavía queda mucho. Hay muchas plazas fieles al rey nazarí y habrá que tomarlas una a una. De hecho, yo debo regresar a la lucha dentro de unos días. Este día de celebración sólo ha sido un pequeño receso en esta larga guerra.

Si le hubiese podido contar que dentro de cinco años, tras la toma de Granada, los Reyes Católicos lo nombrarían Virrey de Granada me habría ganado su favor y todo habría sido más fácil. Me armé de valor y continué.

-Guerras largas, demasiadas muertes, mucho tiempo fuera del hogar, las esposas y las hijas solas expuestas a todo tipo de malhechores. Aunque servir al rey es un honor y la reconquista una noble causa, supongo que también sentirás tristeza y cierta preocupación por dejar a tu familia durante tiempo.
-No tengo miedo a la batalla ni tampoco temo a la muerte, porque mi destino está en manos de Dios, mi único malestar cuando parto a la guerra es dejar atrás a los míos y no poder protegerlos.

Como no iba a preguntarle directamente si ponía un cinturón de castidad a su esposa cuando se marchaba a guerrear durante meses o incluso años, decidí repetir la operación que había hecho con el mal olor y mi tierra. En esta ocasión dejé a los míos en paz y situé la aberración del cinturón de castidad en reinos del norte de Europa.

-En mis viajes por algunos reinos del norte de Europa me han contado que los caballeros, antes de partir a la guerra, les ponen a sus esposas cinturones de castidad (ver not).
-¿Cinturones de castidad? ¿Qué es eso?
-Son unos artilugios metálicos que se colocan entre los muslos de la mujer, a modo de pequeñas calzas, y se cierran con una llave para evitar las infidelidades de las mujeres durante las largas ausencias de sus maridos. Algunos también se los colocan a sus hijas para que nadie les robe su inocencia y mancille su honra.
-Debes tener cuidado por dónde te mueves amigo. Nunca había escuchado tamaña estupidez. Proteger la honra de mi esposa y la virginidad de mis hijas con una jaula en sus muslos… ¡Habrase visto cosa semejante! ¿Y cómo hacen sus necesidades fisiológicas?
-Según me contaron, porque yo no los he visto, tienen dos agujeros que permiten evacuar pero impiden la entrada de visitantes furtivos.
-En el único lugar en el que he oído que a las mujeres les ponen una especie de jaula es en Inglaterra, y nada tiene que ver con su honra sino con su lengua. A las alcahuetas que son condenadas por injurias o calumnias les ponen la llamada “brida de regañar”, una jaula metálica cerrada con llave que rodea la cabeza y tiene un saliente en la boca para “sujetar” la lengua de la chismosa. Si me permites un consejo amigo, reorganiza tus rutas mercantiles y dedícate a comerciar en lugares civilizados. Echa un trago y déjate de cinturones de castidad.

En apenas unas horas que llevaba allí, la idea que tenía el Condestable de mi era que procedía de una tierra de guarros y que comerciaba en lugares salvajes dejados de la mano de Dios. Dejé que el Condestable disfrutase de la performance final, una mezcla de música, danza y pequeñas representaciones en las que los artistas invitaban a participar a los invitados, y preparé mi estocada final: el tema del derecho de pernada. Todos reían, bailaban y el Condestable se mostraba sonriente y eufórico.

-Anímate Javier. Sal y baila junto al resto de invitados.
-No me ha dotado Dios con el arte de la danza
-Esto no es una competición, es solo una fiesta para divertirse. No será que en tu tierra, además de oler mal, tampoco sabéis bailar… -soltó el Condestable riendo a carcajadas

Aunque fue un comentario hiriente, sabía que el estatus social de uno y otro aconsejaba, por mi propio bien, no contestarle como se merecía, pero tampoco me iba a quedar sentado como un pasmarote sin hacer nada. Así que, aún sabiendo que iba a ser el bufón de la fiesta, eché un trago para que el vino escondiese mi vergüenza, recogí el guante del Condestable y me lancé a la pista.

Pese a que yo era más del estilo “Fiebre del sábado noche” y aquel baile coreografiado me era completamente desconocido, no me fue difícil coger los cuatro pasos y algún saltito para seguir la danza. De hecho, no tardé mucho en convertir las risas de los invitados en sonrisas e incluso me pareció ver alguna risita pícara. Eso sí, mi exhibición de baile no duró mucho. Si el tabaco y el poco ejercicio que hacía últimamente ya me suponían un lastre, la comilona y el vino acabaron por recodarme que mi estado de forma no era el más adecuado para alargar en demasía mi exhibición de baile. Me senté junto al Condestable y esperé su sentencia…

-Veo que no estás para muchos trotes pero reconozco que tienes arte.
-Se hace lo que se puede con el fondo que uno tiene.
-Tómate este reconstituyente.

Era un vino caliente y especiado que, la verdad, me vino como anillo al dedo para recuperar algo de las energías que dejé en la pista de baile. Mientras yo me recuperaba, el Condestable seguía recibiendo los halagos por el banquete y la fiesta. Eran muestras de agradecimiento y, también, de pleitesía. Al fin y al cabo, aquel día sólo era un pequeño paréntesis dentro de una relación servil entre el señor y sus vasallos. Fui afilando mis garras y preparé la última jugada.

-Una fiesta por todo lo alto.
-¡Qué menos! Le debo la vida al padre del novio. Le dije que me pidiese lo que fuese y esto es lo que eligió.
-Por sus caras, todos están satisfechos. Y aunque mañana tenga que volver a sus quehaceres diarios, recordarán este día durante mucho tiempo.
-Cuando termine la fiesta, cada mochuelo a su olivo y mañana, como tú dices, todos tenemos que volver a nuestros quehaceres: yo a preparar todo para partir a la guerra, los siervos a sus trabajos y tú a viajar para vender tus productos.
-Cada mochuelo a su olivo no, la novia permanecerá esta noche en vuestros aposentos por el derecho de la primera noche.
-¿Por quién me tomas?

Por su comentario y, sobre todo, la expresión de ira de su cara estaba claro que había metido la pata. Me había confiado y lo había soltado sin atribuir esta práctica a mi tierra o a otros reinos como había hecho con la falta de higiene y el cinturón de castidad. A ver cómo salía de aquel embrollo…

-Yo pensaba…
-Yo pensaba, yo pensaba… piensas demasiado para ser un simple mercader -me cortó sin dejarme terminar-. No existe ningún derecho ni privilegio por el que los nobles tengamos la potestad de pasar la noche de bodas con la mujer de nuestros vasallos. ¡Ninguno!
-Mis disculpas Condestable. Perdone mi atrevimiento -me excusé a la vez que dejaba de tutearle.
-A ver, cuéntame tu teoría
-No, no, déjelo. No hace falta que me explique nada. Ha sido fruto de mi ignorancia.
-¡Te ordeno que hables! -gritó mientras golpeaba la mesa

La música se detuvo, se hizo el silencio entre los asistentes y a mi no me llegaba la camisa al cuerpo. Después de unos segundos interminables, el Condestable se giró hacia los juglares y los danzantes y movió las manos indicando que continuase la fiesta. Volvió la algarabía y…

Tranquilo. Echa un trago, coge fuerzas y cuéntame.

Tragué con dificultad, me armé de valor y contesté

-Yo tenía entendido que el derecho de la primera noche es un privilegio por el que los nobles tienen la potestad de pasar la noche de bodas con la mujer de sus vasallos, y que el esposo lo puede evitar mediante un pago si el señor lo consiente.
-Vamos a empezar por lo más sencillo, el pago. Es verdad que existe la servidumbre matrimonial, una cantidad que nos pagan los siervos por contraer matrimonio y que depende de diferentes cuestiones. El pago más alto, y que debe consentir y aceptar previamente el señor de la novia, es cuando ella pertenece a un feudo distinto, porque al casarse y pasar a la casa de novio pierde una sierva. Pero no existe ningún derecho que nos permita pasar la noche de bodas con nuestras siervas. ¡Ninguno! -volvió a subir el tono de voz.

Levantó la jarra para que el copero le sirviera más vino, bebió y continuó…

A cambio de protección y darles un medio de vida tenemos la potestad de decidir en numerosos asuntos de la vida de nuestros siervos y sobre sus posesiones. Otra cosa muy distinta es cómo cada noble interprete y gestione esta relación de vasallaje. Hay quienes confunden la servidumbre con la esclavitud y algunos otros que cometen abusos, pero no en base a privilegios o a invocar derechos que nos atribuye nuestra condición, sino porque son unos miserables. Y de atajar esos abusos se ha ocupado la Sentencia arbitral de Guadalupe que promulgó el año pasado el rey de Aragón Fernando II.

Como la había leído, sabía que precisamente en ella se prohibían tales derechos. Así que, aún a sabiendas que seguía jugándome el pescuezo, cité un fragmento de la sentencia…

-Conozco esa sentencia, y precisamente en ella, si no estoy equivocado porque hablo de memoria, dice que se prohíbe a los señores dormir la noche de bodas con sus siervas y también el ritual de tumbarlas en la cama para pasar por encima de ellas en señal de señorío.
-Veo que tienes buena memoria porque yo ayudé a redactarla y es casi literal. De todas formas, cometes un error al sacar conclusiones con apenas un párrafo y olvidándote de su contexto y su espíritu.

Aunque mi respuesta rebatía su explicación, el hecho de apoyarme en aquel documento, en el que él mismo había colaborado, rebajó la tensión.

-Vayamos por partes. Sabrás que ese documento ponía fin a la Guerra de los Remensas en Cataluña, una guerra que estalló en respuesta a las prácticas abusivas a las que fueron sometidos los campesinos catalanes por parte de los señores. La Corona hizo suyas estas reivindicaciones y se puso del lado de los campesinos. Y con esta sentencia, además de finalizar la guerra, se quiso poner fin a los llamados malos usos señoriales. Es verdad que si te quedas con el párrafo que tú has citado podría ser una confirmación de la existencia del derecho de pernada, pero la realidad es que el conjunto del texto hace referencia a limitar los derechos de los señores sobre los siervos y, sobre todo, a abolir las prácticas abusivas que algunos señores, en la relación de poder con sus siervos, pudieron convertir en costumbre, que no en derecho. De hecho, en la misma sentencia también se prohíbe, por ejemplo, que los señores tomen a las esposas de los siervos como nodrizas para sus hijos; un claro ejemplo de una práctica abusiva y no de un derecho. Por tanto, estas prohibiciones hacen referencia a las prácticas abusivas de algunos señores que los campesinos denunciaron a la Corona, como el derecho de pernada. Así que, no hablamos de derechos señoriales, sino de abusos. El supuesto derecho de pernada del que tú hablas no sería otra cosa que un abuso sexual que, por cierto, el miserable de turno cometería siempre que se le antojase y no le hacía falta esperar a las noches de bodas de sus siervas.
-Le agradezco que me haya abierto los ojos y aclarado un tema que a mi, personalmente, me repugnaba.
-Y a mi mercader, y a mi

Curiosamente, había dejado de ser Javier para ser mercader. Si ese era el precio que debía de pagar por mi salida de tono, lo aceptaba gustoso. Con la fiesta ya dando sus últimos coletazos y no sabiendo si el Condestable era de los que tenía mal beber, preferí anticipar mi marcha y no seguir tentando mi suerte. Así que, procedí a despedirme de mi anfitrión.

-Todo en la vida tiene un final. Y ha llegado mi hora de regresar.
-¡Tan pronto! Pensaba que te quedarías a pasar la noche y partirías al amanecer.
-Me es imposible. Mañana tengo que emprender un viaje y prefiero llegar esta noche a casa para todos los preparativos. Ha sido un honor que me haya abierto las puertas de su casa y permitido asistir a esta celebración.
-Olvidaré ciertos comentarios que has hecho que atribuiré al vino y a tu ignorancia, y te diré que ha sido un placer conversar contigo.

Hasta en el momento de la despedida tenía que seguir atizando. Bueno, así son nobles… dejando claro en todo momento su condición. Y yo, como humilde vasallo que era en aquel lugar, le respondí con la mejor de mis hipócritas sonrisas y me despedí.

Ve con Dios -dijo el noble sin levantarse del sitio

Nota: Si nos olvidamos de la versión novelesca, más propia de instrumentos de tortura, las versiones más reales niegan su existencia basándose en las dificultades de movimiento o incluso para sentarse y, sobre todo, en las laceraciones o úlceras con infecciones que podía acarrear el uso durante largo tiempo de estos artilugios. Así que, en lugar de salvaguardar la honra lo que habrían conseguido es poner en riesgo la salud de las mujeres. Es más, se cree incluso que podrían ser utilizados por las propias mujeres, en versiones más llevaderas y durante cortos espacios de tiempo, para protegerse de las frecuentes violaciones durante los acuartelamientos de soldados o en travesías de mar.

Fuente: Historias de la Historia (Storytel)