El consumo de humanos por parte de otros humanos se remonta a los primeros albores de la hominización, como ponen de manifiesto, entre otros, los restos encontrados en Atapuerca, resultado de un festín, y ha llegado hasta nuestros muy recientísimos días en los nombres, por ejemplo, de Charles Baker, Rudy Eugene y Carl Jacquneaux, consumidores los tres de una droga de diseño llamada Cloud 9 o más popularmente “sales de baño”. Entre estos zombies antropófagos y el canibalismo por hambre de los Homo antecesor, unos pre-hombres de los que nos separan 800.000 años, se extiende una larga historia de crímenes y posteriores festines en los que las motivaciones han sido el mero aporte nutricio para la supervivencia, el acto ritual basado en la creencia de que determinadas vísceras eran depositarias del valor o la fuerza de la víctima, la posibilidad de obtener algún recurso económico cocinando y vendiendo piezas del finado, o, lo que aquí interesa, un deseo de posesión amorosa llevado hasta sus últimas consecuencias. No obstante, antes de iniciar el desarrollo del relato resulta de todo punto imprescindible realizar alguna precisión terminológica en torno a las dos voces que hasta ahora se han usado en forma sinonímica. Antropófago es todo aquel, animal o individuo, que come carne humana y caníbal el que incluye en su dieta la carne de un congénere, de manera que la mantis religiosa que engulle al macho tras la cópula es caníbal y el tigre que devora a su domador un antropófago, mientras que el humano que se come a otro humano es a la vez caníbal y antropófago.

 

Si en la nominación de los homicidas protagonistas de los hechos criminales que sigue se ha optado por la voz caníbal es como resultado del uso extensivo y popular como calificativo de tales individuos, del que son ejemplo, entre otros muchos, Jeffrey Dahmer, “el caníbal de Milwaukee”; Ruby Eugene, “el caníbal de Miami”, José Luis Calva, “el caníbal de la Guerrero”, o Armin Meiws, “el caníbal de Rotemburgo”.

Espiritualidad y ternura.

A nadie se le oculta que la religión cristiana, en cuya cultura se inscriben los personajes que aquí se van a analizar, parte de una concepción simbólica del canibalismo desde el momento en el que, durante la llamada “Última cena”, Jesucristo ofrece a sus discípulos comer el pan como su cuerpo, y el vino del cáliz tal que su propia sangre. Entre la institución de la Eucaristía y los usos y costumbres sociales a través de los tiempos se desarrolla todo un repertorio psicológico caníbal en el que comer, de forma metafórica, es fundirse con lo amado y así, en el lenguaje coloquial popular las madres afirman que se “comerían” a sus hijos o los amantes prolongan ese mismo efecto mordisqueando labios u otras partes corporales o practicando el sexo oral, mientras verbalizan el momento o sus prolegómenos en frases evocadoras de la ingesta alimentaria. En todo caso, la relación de proximidad entre la alimentación y el sexo, más o menos reformulado en cada caso como amor, está presente en nuestra cultura y en todas y cada una de las culturas a través del lenguaje, tal y como demostró el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss en su obra Lo crudo y lo cocido.

A este tipo de canibalismo, pero llevado a la literalidad y a la praxis, como forma extrema de poseer a alguien (lo que Salvador Dalí, quien parece que soñaba con empequeñecer a Gala para tragársela como una aceituna, sostenía que era: “…una de las manifestaciones más evidentes de la ternura”), es al que aquí nos vamos a referir, aunque limitándolo y concretándolo en algunos de los casos, concretamente cuatro, en los que se trascendió la metáfora, para pasar a los hechos de asesinato y posterior ingestión de la víctima usando de una culinaria más o menos elaborada.

Asesinos, amantes y gourmets.

Los protagonistas de los casos que aquí se apuntan, un japonés, un kazajo, un venezolano y un alemán, representantes pues de una amplia panoplia geográficocultural planetaria, fueron personas que, llevadas de un potente impulso amoroso, dieron muerte a los objetos de su pasión y posteriormente se los comieron de manera civilizada y exenta de la compulsión voraz que domina a otro tipo de asesinos caníbales. Siguiendo el aforismo del biólogo Faustino Cordón, que además da título a uno de sus libros más conocidos, Cocinar hizo al hombre, estos criminales matan para incorporar al otro a sí mismos, en una ritualidad que, pese a su brutalidad y aparentemente salvajismo, permanece en estrecho contacto con el cariño afectivo humanista y la espiritualidad del sacramento de la Eucaristía.

Issei Sagawa, cocina oriental con pro ducto centroeuropeo.

Issei era y es un tipo bajito, feo, insignificante, algo cojo y en general muy poquita cosa, aunque durante mucho tiempo vivió fuertemente arropado por su padre, el todopoderoso presidente de Kurita Water Industries. Esa posición le valió salir prácticamente indemne de un asalto con intenciones homicidas y caníbales a una mujer alemana en Tokio, y de la muerte y deglución en parte de Renée Hartevelt, una chica holandesa compañera de curso en la universidad de La Sorbona de París, adonde, tras el primer fiasco, se había trasladado en 1977. Con el pretexto de un trabajo académico, el 11 de junio de 1981 Issei atrajo a Renée a su apartamento, donde la asesinó de un tiro de escopeta. Tras desnudar el cadáver, le cortó el pezón izquierdo y un trozo de nariz con una navaja para probar su sabor al natural. Como le gustó, utilizando un cuchillo eléctrico la fue despiezando a conciencia. El primer plato más o menos elaborado fue la lengua, que loncheó, acompañándola con unos toques de salsa de soja y de wasabi, el condimento picante que se extrae de una especie autóctona de rábano japonés de mismo nombre. Para grabar en video su experiencia, se miró al espejo y mientras la masticaba declaró: «Su sabor es el de un rico plato de pescado crudo, similar al sashimi, no he comido nada más delicioso«.

Horas después intentó comerse el ano de Renée tras haberlo recortado cuidadosamente, pero, aunque lo frió a conciencia en una sartén con abundante aceite y muy caliente, el persistente olor a caca le hizo desistir de su propósito. Cuando la policía le detuvo y entró en su apartamento sólo dos días después del crimen, sobre la mesa descubrió los restos de un plato no muy imaginativo, pero que al menos había resultado comestible: filete frito del muslo interior de la joven, acompañado de guisantes y mostaza de Dijon.

Nikolai Sergei Dzhurmongaliev, recetas al gusto kazako.

Aunque las bases de la cocina caníbal soviética se habían establecido durante el sitio de Leningrado, Sergei, natural de Alma-Alta (Kazajistán) que en los años de sus fechorías formaba aún parte de la URSS, la enriqueció con un buen puñado de recetas típicas de su país, actualmente el noveno más grande del mundo. Entre 1981 y 1991 asesinó y comió a un centenar de mujeres, gran parte de ellas prostitutas. Parece probado que cuarenta y siete de sus víctimas fueron servidas a sus amistades en preparaciones típicas de Kazajistán, entre las que cabe destacar el beshbarmak, que se come con las manos y se prepara a base de carne, de caballo en el original, cocinada con cebolla y cubierta con hojas de pasta; el plov, un arroz con carne y verduras; y los manti, raviolis de pasta abiertos con un relleno de carne y verdura, un plato de origen turco que se sirve con mantequilla o crema agria. Tras ser detenido, Nikolai Sergei dejó boquiabiertos a los policías que le interrogaban cuando les confesó ufano que el secreto de la exquisitez de sus manti era: … una rubia de ojos azules.

Dorángel Vargas, comer gente como peras y al gusto andino.

Nacido en el seno de una familia de agricultores, Dorángel dejó muy pronto los aperos para dedicarse a la sustracción de gallinas y burros, hasta que un buen día de 1995 probó la carne guisada de Cruz Baltasar Moreno. Detenido y juzgado por el hecho, fue ingresado en un centro psiquiátrico del que no tardó en salir por no representar peligro alguno para la colectividad. Ya libre, se instaló debajo de un puente, cual Carpanta, bajo el río Torbes a su paso por Táriba, en las afueras de San Cristóbal, región de los Andes venezolanos. Allí pergeñó un sistema de caza al prójimo usando un tubo metálico en forma de lanza que lanzaba sobre sus víctimas para herirlas de muerte. Después, las descuartizaba, guardada las partes más jugosas en botes de conserva y el resto lo enterraba. Con curiosos criterios gastronómicos de género, que explicó tras su detención, solo comía hombres: “...saben recio, como cochino salado, como jamón; da gusto comer un buen macho, las mujeres saben dulce como quien come flores y te dejan el estómago flojo, como si no hubieses comido”.

De alguna forma, su predilección por deportistas y fornidos obreros de la construcción, era una manifestación de admiración y amor platónico que irremediablemente terminaba en la cazuela. Entre noviembre de 1998 y enero de 1999, Dorángel dio muerte y devoró a por lo menos una docena de personas. Normalmente cocinaba en una cacerola que ponía al fuego de una cocinilla construida con piedras del río. A pesar de lo rudimentario del equipo, se las arreglaba para sofisticar las preparaciones añadiéndoles finas hierbas y atreviéndose en ocasiones con recetas locales, tales que indiecitos de repollo, unas albóndigas de carne picada, pimiento rojo, miga de pan, ajo y pimienta, envueltas en hojas de repollo cocido; o pastelitos andinos, una suerte de empanadillas rellenas de carne picada y mezclada con cebollino y ajíes dulces.

Los medios de comunicación le motejaron como “el Comegente”, sabedor de lo cual Dorángel admitió sin el menor problema el apelativo con una frase lapidaria: “Comer gente es como comer peras”.

Armin Meiwes, del inicial fiasco coquinario a un complejo recetario.

Armin era –y sigue siendo aunque ahora a buen recaudo– un brillante informático alemán quien desde su adolescencia empezó a obsesionarse con comer carne humana. En 2001, el que pasaría a la historia de la crónica negra como “el caníbal de Rotemburgo” publicó un anuncio en internet reclamando a alguien que aceptara ser devorado. Contestaron dos centenares de personas de entre las cuales Armin eligió al ingeniero berlinés Bern Jüngen. En la segunda cita y tras mantener relaciones sexuales, Bern le dijo a Armin: “Yo soy tu carne”. A continuación, le sugirió que le seccionara el pene para comerlo juntos como medio de alcanzar “el orgasmo supremo”.

Como preparación para el acto quirúrgico, Jüngen se tomó veinte pastillas somníferas, dos botellas de jarabe para la tos y media botella de whisky. Meiwes trató en principio de arrancárselo con los dientes, pero finalmente tuvo que ayudarse de un cuchillo. Taponaron la hemorragia como buenamente pudieron y se aprestaron a cocinarlo. Probablemente por la emoción del momento, Armin Meiwes cometió un error de bulto, ya que, invirtiendo el orden lógico del guisado, primero lo coció y después lo pasó por la sartén friendo con mantequilla, ajo, sal y pimienta negra. Resultó un bocado duro y correoso, incomestible. Jüngen reprochó iracundo a su amado tal incompetencia culinaria y a las pocas horas le pidió que le diera muerte, haciéndole prometer que se lo comería con mejores mañas.

El primer plato que preparó el “caníbal de Rotemburgo” con los restos de Jüngen fue un filete de espalda asado con una guarnición de patatas princesa y coles de Bruselas. Durante varios meses llegó a cocinar a su amigo en treinta y cuatro diferentes formas que recogió en un recetario cuyo contendido mantiene aún oculto la policía alemana, aunque en algunos medios se ha filtrado que incluye varias recetas de su región natal –Westfalia– como pfefferpotthast, una asado de carne con alcaparras y limón, y töttchen, que es un guiso a base de carne cocida con salsa de cebolla y mostaza.

A modo de postre o conclusión.

Desde hace tiempo, la psicología ha constatado que la asociación natural entre los instintos amoroso-sexuales y los alimenticios, puede derivar, en casos extremos hacía parafilias en las que la unión máxima entre las dos pulsiones deriva en canibalismo. Ya a mediados de los años cuarenta del pasado siglo la psicoanalista austronorteamericana Helene Deutsch empezaba a hablar de las “necesidades orales” y de la estrecha relación de la erótica de los pechos femeninos con su primigenia función nutricia.

La tipología de caníbales que aquí se ha tratado de acotar mataron y comieron a sus prójimos por amor y deseo, que en el punto álgido del clímax precisó de la posesión total; de la incorporación del otro a sí mismos. Entre la opción de comer o ser comidos eligen la primera, haciendo bueno el dicho que con hasta frecuencia figura en baldosas tabernarias: “No hay amor más duradero que el amor a la comida”.

Colaboración de Miguel Ángel Almodóvar (El crimen caníbal en su expresión de amor supremo)