En la batalla de Sekigahara el destino de Japón se jugó a cara o cruz. El país entero estaba dividido en dos bandos, el Este y el Oeste, liderados a la sazón por Tokugawa Ieyasu e Ishida Mitsunari. Años de interminables y asoladoras guerras civiles habían desembocado en este punto culminante, un todo o nada en el que quedaría sellado el destino del país isleño. La batalla más grande jamás librada en la historia de Japón enfrentó a cerca de 200.000 soldados y, efectivamente, puso fin a siglos de luchas intestinas y disturbios feudales. Al atardecer del 21 de octubre de 1600, al terminar la carnicería, Ieyasu era el dueño absoluto del país. Su familia, los Tokugawa, gobernarían como shogunes los designios del imperio durante los próximos 250 años.
Hay muchas historias que contar en torno a esta batalla, en la que contingentes enteros cambiaron de bando en medio del fragor del combate y el resultado final fue cosa incierta hasta prácticamente el último arcabuzazo. Pero, en realidad, la anécdota que hoy nos ocupa tuvo lugar poco después del choque en sí.
Pongámonos en situación. Apenas un año antes de la gran batalla, Japón vivía en relativa paz y armonía bajo la égida de Toyotomi Hideyoshi, el segundo de los tres grandes unificadores. Hideyoshi había completado con éxito la tarea de unificación que la prematura muerte de su señor, Oda Nobunaga, había dejado inconclusa. En el espacio de poco más de 30 años, Japón había pasado de ser un país dividido y asolado por las guerras civiles a convertirse en un estado unitario, sometido a un poder central, cuyos súbditos gozaban de razonable bienestar y prosperidad. Pero al morir Hideyoshi en 1598, dejando a un heredero aún niño, todo lo conseguido empezó a tambalearse. El ruido de sables empezó a resonar con fuerza por todos los rincones del imperio. Las heridas de las guerras civiles estaban aún frescas. Por un lado, la casa de Toyotomi, rodeada de vasallos de dudosa lealtad y con un bebé de apenas de tres años de edad como cabeza visible, estaba en una precaria situación. Frente a ellos, Ieyasu, carismático líder del poderoso clan Tokugawa y uno de los héroes de las guerras de unificación. Astuto, taimado y curtido en mil batallas, Ieyasu era sin duda el general más prestigioso de todo Japón. Muchos le veían como el candidato ideal, acaso el único posible, para enderezar la situación y asegurar la estabilidad del país.
Ishida Mitsunari, antiguo intendente de Hideyoshi, se erigió como campeón de los Toyotomi y abanderó su causa. Mitsunari era un administrador capaz y competente, pero su capacidad como comandante de tropas dejaba mucho que desear. Tampoco era ninguna maravilla como gestor de recursos humanos, precisamente. Su lealtad hacia los Toyotomi era probablemente sincera, pero su carácter intrigante y maquinador le acabó granjeando no pocas enemistades en su propio bando. A la larga, esta sería la causa de su descalabro final. En cambio, el taimado Ieyasu, zorro viejo donde los hubiera, era tan hábil acaudillando tropas como moviéndose entre los bastidores de la alta política. Supo atraerse a su bando incluso a férreos adeptos a los Toyotomi que, por muy leales al difunto Hideyoshi que fuesen, no soportaban tener a Mitsunari como comandante. Lo consideraban un odioso advenedizo, un perro faldero de su malogrado señor, y preferían verlo crucificado antes que liderando un gobierno en nombre del heredero de Hideyoshi.
Japón estaba irremisiblemente dividido en dos: Ieyasu contra Mitsunari, Este contra Oeste. Señores feudales de todo el país tomaban parte por uno u otro bando, raro era quien lograba mantenerse neutral. El país entero parecía en pie de guerra.
Así las cosas, las tensiones entre ambas facciones fueron escalando hasta que, en octubre de 1600, con el periodo de luto por el difunto Hideyoshi aún por terminar, los ejércitos chocaron en el valle de Sekigahara, Traiciones y deserciones en masa se sucedieron en mitad de la batalla, tal y como el astuto Ieyasu había previsto, y el bando de Mitsunari, que en principio contaba con ventaja táctica, acabó sufriendo un monumental descalabro. La victoria era para el Este. Tokugawa Ieyasu era el nuevo dueño de Japón.
Viendo la que se le venía encima, Mitsunari huyó con lo puesto, seguido de algunos de sus lugartenientes, pero al poco tiempo los exploradores de Ieyasu le dieron caza y acabó cargado de cadenas. La suerte estaba echada y a Mitsunari le había tocado cruz. Ahí se acababan los sueños de gloria y la posibilidad de restaurar al heredero de Hideyoshi en su legítimo trono. Solo restaba esperar a que su cabeza descansara en lo alto de una pica a orillas del río Kamo, en la capital Kyoto.
¿O tal vez no?
Para añadir escarnio a su triste destino, era costumbre llevar a los reos en procesión hasta el campo de ejecución. Días después de la gran batalla, los habitantes de Kyoto asistieron una vez más, probablemente no sin cierto deleite, al macabro espectáculo del último paseo de aquellos que van a ser afeitados en seco a golpe de katana. Mientras Mitsunari era conducido al viejo patíbulo de Rokujogahara, un campesino se apiadó de él y le ofreció unos frutos para comer. Se dice que eran caquis, fruta muy habitual por esas latitudes de gusto bastante dulce. Pero, al parecer, para Mitsunari el sabor era lo de menos. Mitsunari, que a decir verdad ofrecía un aspecto bastante entero y aparentaba una serenidad poco habitual para alguien en semejante tesitura, rechazó el gesto con un punto de sorna:
Los caquis me sientan como una piedra en el estómago.
Un compañero de cautiverio, divertido por la ocurrencia, le hizo notar que, en su situación, una digestión pesada debería de ser la menor de sus preocupaciones. Pero Mitsunari, altivo, se limitó a responder que, hasta el final, uno nunca puede estar seguro de lo que va a pasar. Lo que pasó es que, según lo previsto, horas después Mitsunari fue decapitado y su orgullosa cabeza expuesta para escarnio de todo el imperio. Unos caquis de más o de menos no habrían supuesto ninguna diferencia, pero Mitsunari quiso seguir siendo fiel a sí mismo hasta el fin.
Mucho se ha especulado sobre la causa de tan enigmática confianza. ¿Acaso había en marcha algún fantástico plan de rescate para salvarle el pellejo en las mismas narices del verdugo? ¿Esperaba que alguna artimaña legal le permitiera apelar la pena capital? ¿O fue solo un último gesto de altivez? Nunca lo sabremos.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde mas, en el caso de Mitsunari, no parece confirmarse el tópico. Genio y figura hasta el mismo final, perdió un imperio y su cabeza antes que la esperanza.
Colaboración de R. Ibarzabal.
Fuentes e imágenes: Bryant, Anthony J., Sekigahara 1600: The final struggle for power, Koei.wikia
Tal vez fuera una manera elegante de decir: «Para caquis estoy yo. Tengo un nudo en el estómago que no me admite nada.»
Por menos se me quita a mí el apetito.
Un saludo.
Sabía que las imágenes las habías sacado de alguno de los videojuegos que koei tiene dedicados a este periodo, el estilo era demasiado característico XD
Información Bitacoras.com
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Me quedo con la gran batalla entre dos bandos para lograr una unificacion. Parece que el mundo esta esperando por la proxima «Gran batalla».
Un samurai de estas tierras, Pedro Muñoz Seca, humorista de ley hasta los últimos momentos, dirigió estas palabras al pelotón de fusilamiento: «podéis quitarme la hacienda, mis tierras, mi riqueza, incluso podéis quitarme, como vais a hacer, la vida, pero hay una cosa que no me podéis quitar… y es el miedo que tengo».
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Corto tripita y hacer pupita iiiihhhhh
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