Los habitantes del San Francisco de mediados del siglo XIX estaban acostumbrados a ver por sus calles a todo tipo de personajes estrafalarios. La fiebre del oro daba sus últimos coletazos y una verdadera marea de forajidos, colonos, oportunistas y gentes del más diverso pelaje habían acudido como moscas a la miel atraídas por las promesas de la dorada California. Pero nada comparado con aquel tipo que merodeaba por los callejones de Barbary Coast, el barrio rojo de la ciudad, aquel día de marzo de 1860. Aquel sí que debió de parecerle a los lugareños un fulano raro de verdad. Y no era para menos, en aquellas tierras nunca se había visto un samurái ni en pintura. De hecho, nadie en todo occidente había visto un samurái en los últimos 300 años. Pero ahí estaba, paseando por la ciudad más populosa del salvaje Oeste con sus espadas al cinto, kimono de seda, sandalias de paja y moño engominado. Su nombre era Katsu Kaishu, y acababa de llegar a los EEUU encabezando la misión diplomática que el gobierno japonés había mandado a América. Aquella era la primera delegación que Japón enviaba a pais alguno desde el XVII, y sus integrantes eran, por tanto, los primeros japoneses que se aventuraban fuera de sus fronteras en un par siglos. Difícil imaginar a alguien más fuera de lugar que el bueno de Katsu en medio de la urbe californiana.

Katsu Kaishu durante su visita a EEUU

Katsu Kaishu durante su visita a EEUU

Japón vivía por aquel entonces bajo el férreo régimen de los Shogunes Tokugawa, que habían mantenido el imperio unido y completamente aislado del mundo exterior durante cerca de 250 años. Hasta que, en 1853, el mundo exterior vino a llamar a la puerta en forma de naves de guerra americanas. La flota del comodoro Perry se plantó en plena bahía de Edo (la actual Tokyo) con la firme intención de «invitar» a los japoneses a abrir sus puertos al comercio internacional, y al Shogunato no le quedó más remedio que plegarse a sus demandas. La alternativa, huelga decirlo, era ser cañoneados por los modernos acorazados yanquis, gigantescos buques de acero que a los nipones, todavía en el Medievo, debieron de parecerles salidos del mismísimo infierno. Y así Japón vio cómo, de la noche a la mañana, sus ciudades se llenaban de extranjeros de absurdas costumbres, escasa higiene y aún más extraña tecnología. El choque cultural hizo tambalearse los mismos cimientos de la nación, y pronto los ecos revolucionarios empezaron a resonar con fuerza. La llegada de Perry y sus naves negras había encendido una mecha que acabaría desencadenando una tormenta de fuego como nunca antes se había visto. La era de los samuráis estaba tocando a su fin, y los casi tres siglos de Pax Tokugawa iban a tener un final abrupto y sangriento.

Pero ahora, en 1860, estamos aún en los albores de ese proceso revolucionario. Volvamos con ese samurái que deambula por las calles de San Francisco. Katsu Kaishu, hombre iconoclasta y de amplitud de miras poco usual entre sus contemporáneos, estaba convenido de la necesidad de aprender de los occidentales. Consciente del atraso de Japón y de su inferioridad ante las potencias extranjeras, abogaba por abandonar los viejos esquemas y modernizar el país. Solo así podría conservar su independencia y evitar el triste destino de China, que por esas fechas empezaba ya a desangrarse bajo el yugo colonial europeo. Afortunadamente para él y para el futuro de la nación, ciertos gerifaltes del Shogunato opinaban de igual manera, y eso le dio a Katsu, samurái de familia humilde, la inesperada oportunidad de progresar en el escalafón. Fue enviado a Nagasaki a estudiar con expertos navales holandeses y, fruto de esa experiencia, acabó como capitán del Kanrin Maru, el barco que llevaría a la primera delegación japonesa hasta Estados Unidos. El buque zarpó de Yokohama en febrero de 1860 escoltado por el USS Powhatan, para arribar el mes siguiente a San Francisco. El Kanrin Maru sería el primer barco japonés en cruzar el Pacífico, toda una hazaña, si bien el capitán Katsu, de complexión más bien frágil y propenso a los mareos, no lo pasó demasiado bien a merced de los vientos y las tormentas de alta mar.

El objetivo de la misión era, oficialmente, ratificar los tratados firmados con Perry el lustro anterior, pero para Katsu suponía una oportunidad de oro de conocer mejor a aquellos temibles bárbaros extranjeros, de estudiarlos en su propio terreno. Se moría de ganas por ver con sus propios ojos cómo vivían los americanos, cómo eran sus ciudades, cuán altos sus edificios. También le intrigaba eso que los extranjeros llamaban Constitución. Se sentía atraído por la democracia americana, la idea de gobierno del pueblo, los derechos ciudadanos… Incluso fantaseaba con introducir tales conceptos en su país. No, Katsu no había desafiado a los mares y llegado hasta América para quedarse encerrado entre las cuatro paredes del hotel.

Occidente visto por los japoneses del XIX

Occidente visto por los japoneses del XIX

Y, ¿qué mejor sitio para conocer al hombre de la calle que los barrios bajos de la ciudad? Ni corto ni perezoso, sin escolta ninguna y armado únicamente con sus sables de samurái, Katsu se aventuró en el dédalo de tugurios de Barbary Coast. Aunque, a fuerza de ser sinceros, la herreruza tampoco le sería de gran ayuda en caso de apuro. Katsu era un maestro espadachín, sí, pero no gustaba de sacar su acero a la ligera. Siempre partidario de la pluma sobre la espada, a Katsu se le daba mejor resolver los conflictos recurriendo a la palabra. Medio en broma, medio en serio, solía comentar que, de tanto tiempo metida en la vaina, su katana se había quedado incrustada en ella de tal modo que le sería imposible desenvainar aunque quisiera.

Pero, en pleno barrio rojo de San Francisco, entre calles de nombres tan evocadores como Murder Point o Dead Man’s Alley, y teniendo en cuenta que apenas sí chapurreaba un par de frases en inglés, no era muy probable que el bueno de Katsu fuera a salir con bien de un más que posible altercado solo con su verbo florido. Katsu desentonaba en semejante entorno como un pulpo en un garaje… y todos sabemos lo que acaba pasando cuando un forastero de aspecto extraño irrumpe en un “saloon” del Far West. Sea como fuere, en 1860 no se habían inventado las películas de vaqueros, así que Katsu, poco enterado de las costumbres del lugar, no se lo pensó dos veces y entró con paso resuelto en una de aquellas cantinas de mala muerte. Como su inglés no daba para mucho más, pidió una cerveza, se acomodó en una mesa y comenzó a beber tranquilamente ajeno a las miradas de asombro de quienes le rodeaban. Aunque, para ser justos, la cosa quedaba más bien en empate porque, a ojos de un hombre venido del Japón medieval, aquel antro de perdición debía de parecer tan extraño y abracadabrante como el mismo planeta Marte.

Un samurái en medio del Oeste americano no era cosa que se viera todos los días, pero Katsu no sólo llamaba la atención por su estrafalaria vestimenta. También era un hombre atractivo y, al parecer, nuestro exótico forastero le hizo tilín una de las chicas del local. Una moza rubia, exuberante, embutida en un ceñido vestido de generoso escote y con una derringer escondida en el canalillo, por si las moscas. La típica manceba del Oeste. Como mandan los cánones de su oficio, la chica, muy pizpireta, se sentó a su lado y empezó a darle palique. No debió de ser aquella una conversación muy memorable, visto el dominio de la lengua de Shakespeare del que hacía gala Katsu, pero la chavala le ponía voluntad. Hasta que, al más puro estilo del Far West, no tardó en meterse alguien por en medio. Un tipo corpulento y zarrapastroso de casi dos metros de altura; un rudo y maloliente minero de barbas pelirrojas, revólver al cinto y machete de trampero amarrado a la pierna. Un auténtico mostrenco. Las atenciones que la chica propiciaba al forastero no parecían muy del agrado del gorila, que se acodó en la mesa de Katsu y empezó a soltar exabruptos en un cerrado acento montañés. El samurái siguió dándole a la cerveza impasible, con la chica sentada a su vera. Bien es verdad que aquellas amenazas poco importaban al guerrero del sol naciente, que no entendía ni palabra, pero los gestos amenazadores del bigardo dejaban poco lugar a la duda. La cosa se ponía cada vez más fea y la pelandrusca, avezada en ese tipo de vicisitudes, acabó echando mano de su pequeña derringer y encañonando al entrometido. Katsu vio que era momento de tomar cartas en el asunto, pero no por eso alteró su gesto lo más mínimo. Se limitó a sacar un dólar de plata de la cartera, pedir otra cerveza e invitar al mastodonte a compartir mesa con ellos. La absoluta calma de aquel hombrecillo oriental, su imperturbable compostura y, sobre todo, el fuego que desprendía su mirada, desarmaron al gigantesco minero. Como un animal salvaje dominado por la voluntad de su domador, no pudo más que rendirse ante aquel extraño forastero y sentarse a la mesa a beber con él. Sin hacer ademán siquiera de rozar la empuñadura de su espada, Katsu había sometido a su enemigo.

No sería la última vez que Katsu se librase de una muerte segura por la pura fuerza de su carisma y su palabra. A Katsu le tocó vivir tiempos convulsos, y este tipo de episodios abundan en su biografía. Ciertamente, una vida tan novelesca como la suya daría para llenar varios libros de anécdotas. Tras salir de una pieza de esta aventura en los bajos fondos de San Francisco, regresaría a Japón para convertirse en mentor de revolucionarios, emprendedor industrial, político visionario, fundador de lo que sería el germen de la futura Marina Imperial… y varias decenas de cosas más. Un tipo polifacético, este Katsu. En los años siguientes, tras un largo período de convulsiones y guerra civil, Japón acabaría derrocando a los Shogunes, aboliría el sistema feudal, devolvería el poder absoluto al emperador y se adentraría definitivamente en la moderna era industrial. Y Katsu Kaishu, el hombre tranquilo, el samurái que nunca desenvainaba su espada, estaba llamado a ser uno de los actores principales de ese gran drama.

Colaboración de R. Ibarzabal.

Fuentes: Samurai Tales: Courage, Fidelity and Revenge in the Final Years of the Shogun – Romulus Hillsborough