Muchas teorías ubicaban el origen de esta pandemia en lugares de Asia como China o Mongolia, pero un reciente estudio aparecido en la revista Nature se demuestra que el brote inicial se produjo en la primera mitad del siglo XIV en la región de las montañas Tian Shan (actual Kirguistán) de Asia Central, una zona atravesada por importantes rutas comerciales que unían Europa y Oriente. Los científicos llegaron a la conclusión de que la antigua cepa de Asia Central que causó la epidemia de peste de 1338 y 1339 en Kirguistán saltó a los humanos desde las poblaciones de marmotas de esta región, que actúan como reservorios de la bacteria, y que después mutó en diferentes variantes que se expandieron por el mundo. Entonces, ¿se podría concluir que la peste negra aparece por primera vez en este momento? Pues, sí y no. La peste negra sí, la peste no.

La cordillera de Tian Shan

La peste nos ha acompañado durante buena parte de nuestra historia y, que tengamos conocimiento, ha sido protagonista de tres grandes epidemias: la peste de Justiniano (541), con epicentro en Constantinopla, la capital del Imperio Romano de Oriente; la epidemia de peste que asoló el mundo conocido, principalmente a Eurasia, a mediados del siglo XIV, y la peste de China de 1855. Todas tienen un origen común en Asia, se extendieron a distintas partes del mundo a través de las rutas comerciales, aparecieron nuevos casos y brotes regularmente durante décadas y, también todas ellas, aparecieron de forma súbita provocando una elevada mortandad, entre humanos y animales, y un terrible impacto demográfico y socioeconómico, especialmente la de mediados del siglo XIV, conocida como la peste negra o muerte negra.

Hoy en día sabemos que la peste es una enfermedad bacteriana causada por el bacilo Yersinia pestis (descubierto a finales del XIX por los biólogos Alexandre Yersin y Kitasato Shibasaburō), cuyo reservorio natural (el hábitat de la bacteria) son roedores salvajes -como la rata común, la rata negra, la ardilla o la marmota-, y que se transmite a los humanos por picaduras de pulgas que se alimentaron de roedores infectados (la más común), por contacto directo con líquidos corporales o tejidos infectados y, en el caso de la peste neumónica o pulmonar -de la que hablaremos más adelante-, por la inhalación de gotículas respiratorias. Más de 200 especies animales pueden contraer la peste y muchos animales domésticos, por ser parte de nuestro hábitat, padecerla de forma grave y ser fuente de infección para los humanos. Dependiendo de a qué organismos del cuerpo humano afecten y su grado de mortandad, que sin tratamiento alguno en el siglo XIV podía ir del 30 al 100% de los contagiados, hay tres tipos de peste:

  • La peste bubónica. Es la forma más común y entre su sintomatología incluye fiebre, escalofríos y ganglios linfáticos muy inflamados y dolorosos, llamados “bubones”.
  • La peste septicémica. En este caso la bacteria penetra en el torrente sanguíneo y se propaga a todo el cuerpo.
  • La peste neumónica o pulmonar. La menos común pero es la forma más mortal. Tiene lugar cuando la bacteria infecta los pulmones y puede transmitirse entre humanos por inhalación de gotículas respiratorias.

¿Cómo estaban las cosas por Europa cuando las pulgas hicieron de las suyas a mediados del XIV? Pues mal, muy mal. Era de esas épocas en las que, si echabas la vista atrás, seguro que añorabas tiempos pasados y, si eras de los que les gustaba mirar adelante, deseabas que terminase ya aquella centuria porque pasó de todo. El tema cultural estaba revuelto por el humanismo italiano y, con Francesco Petrarca a la cabeza, había iniciado una campaña en favor de recuperar la cultura clásica (lo que se llamará Renacimiento), porque decía que tras la decadencia de Roma la creación artística y literaria había caído en su pozo sin fondo y que las musas se habían exiliado -fueron los creadores de la cantinela de calificar a la Edad Media como Edad Oscura-. La Iglesia andaba manga por hombro, desde que en 1309, ante las injerencias de poder papas versus reyes y las diferentes guerras que asolaban la península itálica, Clemente V se guareció bajo la protección del rey francés y traslado la corte papal de Roma a Aviñón. Durante casi 70 años los Papas fueron cautivos de los reyes de Francia. Pero no sufráis, el propio Petrarca se encarga de contarnos cómo era su cautiverio…

Aviñón es la vergüenza de la humanidad, un pozo de vicios, una cloaca en que se encuentra toda la suciedad del mundo. Allí se desprecia a Dios, sólo se venera al dinero, y se pisotea la ley de Dios y la de los hombres. Todo allí respira mentira: el aire, la tierra, las casas y, sobre todo, las alcobas papales. Adoran más a Venus y a Baco que a Jesucristo.

¿Y el pueblo? Nada nuevo, intentando sobrevivir a la guerra de los Cien Años, un conflicto bélico que se inició en 1337 y que mantuvo en armas a toda Europa durante 116 años -a pesar de llamarse de los cien años-, y tratando de subsistir a la Pequeña Edad de Hielo, un periodo frío que acabó con los años de bonanza climática e influyó de manera catastrófica en las cosechas. Guerra y malas cosechas son el caldo de cultivo de las terribles hambrunas. Así que, la llegada de la peste a Europa en 1348 provocó el colapso demográfico, económico, social y, también, moral.

La peste no se manifestó como en oriente, donde una hemorragia por la nariz era signo evidente de una muerte inevitable: aquí, al principio, aparecieron hinchazones en las ingles o bajo las axilas de las personas de ambos sexos; algunas crecían hasta alcanzar el tamaño de una manzana ordinaria y otras un huevo, unas más y otras menos, y el vulgo las llamaba bubones. En breve tiempo el mencionado bubón mortífero empezó a aparecer y a crecer en otras partes del cuerpo distintas de las dos antes dichas; y después de eso la enfermedad comenzó a mudarse en manchas negras o cárdenas que botaban en los brazos y por los muslos y en cualquier otra parte del cuerpo, unas grandes y espaciadas y otras diminutas y abundantes. El caso es que muy pocos sanaban y casi todos, al tercer día de aparecer los síntomas, quien antes, quien después, morían sin que la mayoría tuviera fiebre u otro accidente. Esta pestilencia tuvo tanta más fuerza porque se propagaba de las personas enfermas a las sanas con al misma prontitud con que se propaga el fuego a las coas secas o engrasadas que a su ver se encuentran

Así describía Giovani Boccaccio en su obra Decameron la peste en ese mismo año. Y precisamente esas manchas oscuras de las que habla Boccaccio, y que suele dejar la variante septicémica, son las que darán nombre a esta epidemia de peste. En cuestión de mortandad las fuentes varían, pero las últimas investigaciones arrojan unas cifras terribles: entre 1348 y 1353 Europa vio reducida su población en un 60%, ya fuese como consecuencia directa de la enfermedad o de forma indirecta, como las muertes por hambre o el fallecimiento de niños y ancianos por abandono. Si la población europea rondaba en aquella época los 80 millones de personas, el número de muertos en este periodo pestilente habría sido de unos 50 millones, cifra que se doblaría si contabilizamos el mundo entero. Es harto difícil siquiera imaginarlo, pero así fue.

Aunque ahora sabemos que las responsables de la transmisión a humanos de la mortal bacteria eran las pulgas, durante mucho tiempo se pensó que eran directamente las ratas, pero ¿qué pensaban las gentes a las que golpeó duramente la peste negra? Según Petrarca, a todos les pilló fuera de juego.

Consulta a los historiadores, permanecerán mudos. Pregunta a los médicos, se quedan estupefactos. Vuélvete a los filósofos, levantan los hombros, y con un gesto del dedo, llevado a los labios, te imponen silencio.

La realidad es que se llegó a interpretar como una señal del fin del mundo, la llegada del Apocalipsis. Incluso en algunas crónicas de la época que describían la situación se hacía una anotación final preguntándose si alguien en el futuro podría leerlas. Otros la entendían como un castigo divino y, por ello, recurrían a la oración y pedían el amparo de María, la Virgen Madre de Dios, de su esposo san José, de los apóstoles, de los santos y hasta de los arcángeles. De hecho, en muchas representaciones artísticas de la peste los enfermos aparecen con sus característicos bubones y manchas negras y, como si de un ataque celestial se tratase, aseteados por flechas o atravesados por rayos. También surgió un género artístico propio de esta pandemia, las danzas macabras o danzas de la muerte. Normalmente eran pinturas con texto u obras de teatro donde se representaba una procesión o baile entre diversos personajes que encarnaban las diferentes clases sociales y esqueletos humanos, una personificación alegórica de la Muerte. Eran como una bofetada de realidad, porque nos recordaban que los placeres terrenales son pasajeros -la muerte siempre podría estar a la vuelta de la esquina- y evocaban el poder igualatorio de la muerte (todos, independientemente de la clase social, pasaremos por su guadaña).


¿Y qué pasaba si la oración no funcionaba y los santos no intercedían por nosotros? Pues vamos un poco más allá y recurrimos a la flagelación. La flagelación ya existía, sobre todo en el ámbito monástico, como modo de expiar los pecados y mantener alejados los vicios. Sin embargo, a raíz de la epidemia, se creó la Hermandad Flagelante con la misión de expiar los pecados de toda la humanidad y conseguir aplacar la ira divina. Sus integrantes recorrían las calles en sangrientas procesiones azotándose la espalda con látigos. Al principio, tuvieron cierto reconocimiento entre el pueblo, ya que eran vistos casi como mártires e incluso se les llegó a atribuir algún milagro que otro, pero para la Iglesia era intrusismo laboral, ya que ellos tenían en exclusiva la licencia para negociar con Dios. En 1350, el Papa Clemente VI promulgó la bula Inter Sollicitudines, en la que prohibía la actividad flagelante y la hermandad se declaró herejía. Tema zanjado.

Otra imagen recurrente de los años de la muerte negra fueron los llamados “médicos de la peste”, con un particular atuendo que incluía una máscara con un largo pico de pájaro en el que metían diferentes hierbas aromáticas y unos anteojos negros.

Y aunque tenía la pinta de haberse escapado de una película de serie B, todo tenía su porqué. Para el gremio médico, la peste se producía por la corrupción del aire provocada por la emanación de materia orgánica en descomposición (miasmas), la cual se transmitía al cuerpo humano a través del aire, la respiración de un enfermo o por contacto con la piel. Considerando este origen parecía lógico cubrirse para no ser infectados, mantener la distancia con el aliento del enfermo, de ahí el largo pico, e ir respirando algo agradable en medio de aquel olor pestilente, el olor de la muerte que recorría las calles…

Los médicos no osaban visitar a sus enfermos, por miedo de quedar infectados y si lo hacían, su ayuda era pobre y no se ganaba nada. Se exponían los cadáveres a las puertas de las casas y a veces los tiraban por las ventanas porque no había quien los enterrara, pues los enterradores fueron los primeros en caer . Y no podía encontrarse a nadie que enterrara a los muertos por amistad o por dinero. Los enfermos morían sin nadie a su lado y los muertos permanecían varios días sin enterrar. El padre abandonaba al hijo, la mujer al marido y el hermano al hermano, pues esta enfermedad parecía atacar por el aliento y la vista. Y así, morían. La caridad estaba muerta y la esperanza perdida.

Y por el tema de cubrirse los ojos, hacían bien en llevar los anteojos porque se decía que…

No obstante, el momento de mayor virulencia de esta epidemia, que acarrea al muerte casi instantánea, es cuando el espíritu aéreo que sale de los ojos del enfermo golpea el ojo del hombre sano que le mira de cerca, sobre todo cuando aquel se encuentra agonizando; entonces la naturaleza venenosa de ese miembro pasa de uno a otro y mata al individuo sano

Ya hemos hablado de la interpretación religiosa, de origen divino, y de la médica, de origen natural, ahora vamos a por la astrológica, también de origen natural. Mientras la epidemia recorría París, el rey Felipe VI de Francia ordenó a la Universidad de Medicina que elaborase un informe sobre las causas de la peste. Esta fue su conclusión…

La pestilencia se debía a un cambio sustancial de lo respirable derivada de las conjunciones astrales, en concreto a una triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte, planeta maléfico, en el grado cuarenta de Acuario, ocurrida el veinte de marzo de 1345.

¿Qué? ¿Cómo se os queda el cuerpo? Será que los astros individualmente no tienen mal carácter, pero cuando se juntan… sale lo peor de cada uno y putean a los de siempre, a los terrícolas.

Todavía nos quedaría una interpretación más, la del pueblo. El populacho quiso ver una mano negra, y nunca mejor dicho, detrás de tanta muerte. Como bien dice Emilio Mitre en su libro Fantasmas de la sociedad medieval, “ante la impotencia y el miedo, la búsqueda de un chivo expiatorio ha sido siempre una de las más fáciles y demagógicas salidas”. Y, la verdad, tampoco hay que ser un lince para imaginar a quién se hizo responsable. ¿Os lo imagináis? Pues sí, a los judíos. Las sospechas iniciales, versión rumorología, se vieron alimentadas por los discursos incendiarios de algunos predicadores. ¿Y cómo lo hicieron los maléficos judíos? Pues envenenando el agua. Nada nuevo bajo el sol. Nos vamos a trasladar a la Francia del año 1321, donde se descubrió un complot de los leprosos. Como venganza por el abandono y el rechazo social de la sociedad, parece ser que los leprosos habían planeado, o así se vendió, envenenar el agua de fuentes y pozos. Ante esta acusación, se comenzó a quemar leprosos y, justo cuando uno de ellos iba a ser achicharrado, confesó que los judíos estaban detrás de aquel complot contra los cristianos. Lo soltaron y lo interrogaron. Lo único que le faltó cantar fue la Traviata. Según su testimonio, fue un plan urdido por los judíos para acabar con los cristianos y ellos eran el brazo ejecutor. Les habían pagado para echar en los pozos unas bolsitas con el veneno provistas de un peso para hundirse. Sin más prueba que esta supuesta confesión, comenzó la caza del judío. En 1323, el rey de Francia Carlos IV decretó la expulsión de los judíos y, la verdad, fueron los más afortunados porque otros muchos habían sido ajusticiados o quemados. También los había con una imaginación desbordante, ya que se decía que había visto a los judíos recorrer las ciudades con unos recipientes de los que salía un humo que, lógicamente, debía ser el agente letal. Además, como un plan maquiavélico perfectamente organizado, apoyaban sus teorías en que los judíos apenas estaban expuestos y que los que morían era porque se habían contaminado perpetrado los ataques terroristas. Habría sido suficiente con comprobar que en las poblaciones donde no los había, ni se les esperaba, también habían sufrido los estragos de la epidemia, pero eso habría sido como escupir al cielo. El caso es que, confirmando el dicho que reza “a río revuelto, ganancia de pescadores”, algunos supieron sacar tajada, porque algunos nobles de los principados alemanes alentaron a sus paisanos y les dieron carta blanca para asesinar judíos por una cuestión puramente económica. De esta forma, repitiendo lo hecho por el rey de Francia Felipe IV con los Templarios años atrás, se cancelaba de un plumazo las cuantiosos deudas que tenían con los judíos. Visto lo visto, el papa Clemente VI tuvo que tomar cartas en el asunto y reaccionó publicando, en 1348, dos bulas en las que condenaba toda violencia contra los judíos y, además, instó al clero para que tomara las medidas necesarias para su protección. Otra cosa, bien distinta, es cuánto se implicaron los clérigos en esta protección. Lo que está claro, es que todo esto no fue más que otra muestra del antisemitismo galopante que recorría Europa y que acabaría con la expulsión de los judíos de los territorios europeos.

Como hemos dicho desde el principio, supuso un colapso para la economía de la sociedad de la Baja Edad Media, pero no todo fue negativo. Podemos decir, que la peste negra hizo el trabajo de los sindicatos que, por cierto, no existían.

El movimiento obrero surgiría como respuesta a la Revolución industrial, primero como resistencia a la propia industrialización, que destruía empleo, y más tarde como defensa de los derechos de los trabajadores, sometidos a las duras condiciones laborales de las fábricas. Las nuevas normativas europeas, desarrolladas a lo largo del siglo XIX, permitieron la creación de los sindicatos. En España, por ejemplo, la Federación Regional Española de la Asociación Internacional de Trabajadores en 1870 y UGT en 1888. Pero, caprichos de la historia o curiosidades de la vida, cinco siglos antes sería la peste la negra la encargada de «proteger» los derechos de los trabajadores y emprender una serie de reformas en favor de sus condiciones laborales.

La alta tasa de mortandad de la peste, que atacaba por igual a ricos y pobres, provocó una despoblación generalizada, siendo mucho peor en el campo que en la ciudad, hacia donde muchos campesinos huyeron buscando algún remedio milagroso de los profesionales de la medicina. Remedio que, lógicamente, no encontraban porque no existía. Se tiraba de sangrías, que mira que les gustaba lo de las sangrías en la Edad Media, de incisiones en los bubones para vaciarlos y aplicar algunos ungüentos. Algo más efectivo era separar a las personas infectadas de las sanas y aislarlos en sus casas a cal y canto para que, por lo menos, no propagasen la enfermedad. De hecho, de esta época viene la palabra cuarentena que, aunque hoy en día se utilice para designar a todo periodo de aislamiento sanitario o de abstención de una práctica, aunque no sea de cuarenta días, tiene su origen en los quaranta giorni (40 días) que tenían que esperar los barcos que llegaban a Venecia anclados en el puerto para poder desembarcar la tripulación y la mercancía. De esta forma, se aseguraban que nadie a bordo estuviese enfermo y, si lo estaba, se impedía el atraque. Si hubiesen existido redes sociales, este poema popular se habría viralizado…

El que estará entero, libre de enfermedad
Y resistirá el golpe de la pestilencia
Que se alegre y deje todas las tristezas
Que huya del aire maligno, que evite la violencia
Que beba buen vino y coma carnes saludables
Que camine entre el aire limpio y evite la niebla negra.

Además, y aunque pueda parecer lo contrario, las ciudades eran más «seguras» porque la progresión de la peste es más lenta cuanto mayor es la densidad de población. Las pulgas tenían más víctimas a las que atacar y, por tanto, había más posibilidades de librarse de aquella macabra lotería. El éxodo hacia las grandes ciudades permitió a éstas compensar las enormes pérdidas de población y, a la vez, provocó una grave crisis de mano de obra en los feudos, las tierras que el señor otorgaba al vasallo en el contrato de servidumbre o vasallaje. El campo quedó despoblado, mientras la vida en las ciudades se revitalizaba. Los señores feudales que sobrevivieron, acostumbrados a vivir de las rentas que les proporcionaba el trabajo de sus vasallos, vieron cómo sus tierras se vaciaban, sus cosechas quedaban sin recolectar, las rentas agrarias caían estrepitosamente y los precios se derrumbaban. Así que, muy a su pesar, no les quedó más remedio que optar por vender o arrendar las tierras a precios muy bajos a quien las pudiera pagar o contratar a campesinos pagándoles salarios más altos. La peste negra había traído mejoras salariales para los campesinos y cierto poder en la «negociación colectiva en el sector agrario».

Aquella reconversión social y laboral permitió a terceros, ajenos al mundo rural, ocupar el puesto de aquellos señores feudales que tuvieron que vender o arrendar sus tierras. Aquellos terceros no eran otros que una nueva clase social, la burguesía. Estos habitantes de los «burgos» no eran ni chicha ni limoná: no eran señores feudales, pero tampoco siervos; no eran de la nobleza ni del clero, pero tampoco campesinos; eran mercaderes, artesanos o pertenecían a las llamadas profesiones liberales (médicos, letrados…). El auge de las ciudades en los primeros tiempos de la Baja Edad Media (siglos XII y XIII) habían permitido a los burgueses acumular ciertas rentas que ahora, con los estragos de la peste negra, podían invertir en el campo y sustituir a parte de la vieja nobleza rural. Los trabajadores del campo seguían siendo el eslabón más débil de la cadena agrícola y los nuevos jefes les «apretaban» para que la producción hiciese rentable su inversión. Pero, al contrario de las tradicionales estrategias de la nobleza para aumentar la producción (roturar más tierras y más horas de trabajo), que habían quedado obsoletas y en aquel momento eran inviables, la burguesía introdujo nuevos métodos de cultivo y herramientas que racionalizaron el trabajo y permitieron aumentar la productividad con menos trabajadores.

Los estudios de los sucesivos brotes de peste que se dieron en Europa durante unos 400 años han demostrado que la enfermedad no persistió en el continente en los roedores reservorios locales, desde los que tuviesen origen los diferentes brotes epidémicos posteriores hasta su desaparición, sino que la bacteria fue reintroducida nuevamente, y en cada una de las ocasiones, desde Asia. Además, cada uno de estos brotes coincide con pequeños cambios climáticos en Asia Central, con primaveras húmedas y veranos cálidos seguidos de repentinos periodos secos y fríos, que diezmaron la población de reservorios salvajes, como jerbos o marmotas, y sus pulgas tuvieron que buscar huéspedes alternativos (ratas comunes, camellos…) que, en contacto con los humanos, volvieron a originar un brote. Y, como el día de la marmota, todo volvió a empezar. A través de las rutas comerciales, sobre todo los puertos, llegaba la enfermedad a Europa. Asimismo, recientes estudios demuestran que lo que no mata, engorda. Se hizo un estudio de los restos óseos de los muertos en tres épocas diferentes: antes, durante y después de la peste negra. Una de las conclusiones, que era fácil esperar, fue que, a pesar de atacar indiscriminadamente, causo más mortandad entre los más débiles, ya fuese por estar enfermos o desnutridos, y entre los más mayores, por lo que la peste negra habría sido responsable de una especie de selección natural. Y otra conclusión, más sorprendente, fue descubrir que una mayor proporción de la población vivía hasta edades más avanzadas después de la peste que en la época anterior. Y no solo eso, además, la mortandad de los posteriores brotes que atacaron Europa fue mucho menor que durante la peste negra, por lo que parece lógico pensar que los sucesivos descendientes de los sobrevivientes heredaron alguna ventaja genética que había permitido a sus antepasados superar la pandemia. Así que, ya fuese por unos motivos u otros, la longevidad de la sociedades posteriores a la peste negra fue mayor que las de las anteriores.

Por cierto, y ya que antes he hablado de marmotas, en 2019 los medios de comunicación se hicieron eco de la muerte de una pareja en Mongolia por comer vísceras y carne cruda de marmota. Murieron de peste bubónica. A raíz de este caso se decretó una cuarentena en la región que tuvo atrapados, tanto a locales como a turistas, durante 6 días. No hubo ningún caso más, pero debería servirnos para entender que, aunque parezca que hablamos de una enfermedad del pasado, la realidad es que, según los datos que hizo públicos la Organización Mundial de la Salud, en los primeros 15 años del siglo XXI en todo el mundo se notificaron más de 25.000 casos. E incluso en Madagascar, donde la peste es endémica y experimenta brotes regularmente con unos 400 casos al año, en agosto de 2017 sufrió una brote especialmente virulento con 128 muertos y más de 1.300 contagios en poco más de dos meses. Aunque la peste se cura fácilmente si se suministran antibióticos en una fase temprana de la enfermedad -la OMS administró más de un millón de dosis en Madagascaar-, la mayoría de casos registrados en este brote fueron de peste pulmonar, la más contagiosa y con una mortalidad más alta. Así que, no bajemos la guardia porque la Yersinia pestis sigue multiplicándose en el organismo de algunas animales y las pulgas permanecen al acecho