Hubo una vez, hace muchos años, en la Pérfida Albión, una pianista mediocre con tal pánico escénico, que una vez hasta se desmayó en directo sobre la tapa del piano, de pura ansiedad. Su nombre era Joyce Hatto (1928-2006) y desde aquel aciago día no volvió a exhibirse en público, aunque continuó grabando algún disco que otro. Años más tarde, la pobre Joyce contrajo un cáncer de ovarios y ya no tuvo fuerzas ni para entrar al estudio de grabación.

Joyce Hatto

Su marido, William Barrington-Coupe, Barry para los amigos, que era productor discográfico y un genio de la manipulación sonora, ideó un sistema para que su amada Joyce no muriera olvidada por crítica y público. Barry descubrió que alterando digitalmente las grabaciones de otros pianistas, era capaz de camuflarlas para que pudieran ser atribuibles a su mujer. A veces aceleraba o retrasaba el tempo, para que no coincidiera con el original, otras introducía reverb o al revés, secaba una grabación que la tenía en exceso. Barry sabía más trucos que un cargamento de monos. En el plazo de cuatro años, el marido de la achacosa ancianita de más de setenta años en que se había convertido Joyce Hatto puso en circulación decenas y decenas de discos, que incluían piezas de gran virtuosismo: de Beethoven a Rachmaninoff, pasando por Chopin y Prokofiev. La crítica especializada la colmó de elogios y se empezó a hablar de ella como de la más grande pianista de la que nunca nadie había oído hablar hasta ahora.

Joyce y Barry

¿En qué estudios grababa Hatto? ¿Y adónde iban las orquestas a ensayar con ella cuando estaba preparando un concierto para piano? Barrie tenía respuestas para todo: a los sesudos melómanos de publicaciones como Gramophone o Classics Today les contaba –y ellos lo creían a pies juntillas– que Joyce tenía tan reducida la movilidad que se veía obligada a grabar en una pequeña cabaña de madera, acondicionada acústicamente, ubicada en el jardín de su casa. Cuando grababa con orquestas, se desplazaba a pequeñas iglesias locales, que abundaban en la comarca en que vivía. Hasta que un día, el diabólico Barry, que había logrado burlar los oídos de decenas de miles de melómanos, encontró la horma de su zapato. Gracenote, la base de datos de CD de audio interactivo de Itunes, atribuía la grabación de los Estudios Trascendentales de Liszt de la venerable anciana a un desconocido pianista húngaro de nombre Lászlo Simon. Al principio los críticos pensaron –era lo más fácil– que podía tratarse de un error informático. Pero a medida que fueron sometiendo los discos de Hatto a pesquisas más minuciosas, empezó a aflorar la verdad. Barrie había pirateado a decenas de artistas, pianistas y directores de orquesta de la talla de Vladimir Ashkenazy, Bernard Haitink o André Previn. ¿Con qué objeto? ¿Hacer dinero? ¿Burlarse del público? Cuando el sueco Robert von Bahr, de la casa de discos BIS, una de las grandes damnificadas, le llamó para pedirle explicaciones, Barry admitió que había pecado. ¡Pero lo hice por amor! – le contó a Robert–. En las grabaciones de mi mujer, a veces se colaban, en mitad de hermosísimos pasajes, los gemidos de dolor que le provocaba el cáncer de ovarios. ¿Qué podía yo hacer? ¿Desechar para siempre esos momentos sólo por las interferencias de unos segundos de sufrimiento? Barry explicó que no podía limpiar de lamentos los discos de su mujer, pero sí sustituir los pasajes contaminados por otros extraídos de grabaciones ajenas. Y el bueno de Robert decidió no demandarle. Creyó en la historia de amor. Y además pensó que los pianistas a los que había pirateado Barrie, de mucha menos nombradía que Joyce Hatto, podrían llegar a beneficiarse del hecho de haber sido saqueados por ella. Del mismo modo que la gente piensa cómo tendrá que ser de bueno este detergente para que lo anuncien por televisión, también dirían cómo tendrá que ser de excelso este pianista para que lo haya pirateado Joyce Hatto.

Robert von Bahr

Nunca sabremos si ella estuvo al tanto del fraude. Algunos piensan que debido a lo avanzado de su enfermedad y al hecho de que estuviera medicada, pudo haber pensado que las grabaciones que le mostraba Barry eran realmente suyas. Los peor pensados opinan en cambio que no sólo sabía de dónde procedía el Jaguar de su marido –por emplear un símil que a todos les resultará familiar– sino que fue la que concibió la estafa. Mortificada por el hecho de que los críticos la hubieran ninguneado a lo largo de su irrelevante carrera, y sabiéndose próxima a su fin, quiso desquitarse mediante una burla tan bien urdida que sólo alcanzó a descubrirse después de que llevara algunos meses muerta.

Uno de los pianistas saqueados es español y amigo mío: Miguel Baselga. Aunque a nadie le hace gracia que se apropien de su trabajo, hubo un detalle del escándalo Hatto que Miguel sí pudo celebrar. Un crítico extranjero había puesto por la nubes el Falla de la británica y denigrado el de Baselga. Pues bien, cuando se descubrió el pastel, el crítico musical quedó en ridículo, porque la pieza de Falla supuestamente interpretada de manera sublime por Hatto –Pour le tombeau de Paul Dukas– la había grabado en realidad…¡Miguel Baselga!

Colaboración de Máximo Pradera