Mary Mallon, nacida en Irlanda, emigró a los Estados Unidos con 15 años y, al igual que la mayoría de inmigrantes irlandesas de la época, trabajó como empleada de hogar. Sin embargo, demostró manejarse bien entre los fogones y, por decirlo de alguna manera, ascendió a cocinera, el puesto mejor remunerado en el gremio de los sirvientes de una casa. Durante varios años estuvo trabajando en diferentes casas sin problema alguno, ninguna queja más allá de que algún plato se quedase soso o que hubiese hecho demasiado la carne, hasta que llegó aquel fatídico día de 1907.

Un tal George Soper, investigador sanitario, se presentó en la que casa que trabajaba Mary por un brote de fiebre tifoidea que sufrieron varios miembros de una familia con la que ella había trabajado anteriormente. La señora de la casa los dejó solos en la cocina, y cuando el investigador le pidió una muestra de sangre y heces para analizarla, nuestra cocinera, indignada y furiosa, arremetió contra él tenedor en mano. Solo el hecho de ser investigada ponía en duda su trabajo y la limpieza en la cocina y, además, hacia tambalearse su medio de vida. Lógicamente, George salió pitando y se dirigió a una comisaría para explicar la situación y obtener una orden para que le diese las muestras. Cuando llegó la policía, la detuvo, y a la buena de Mary no le quedó más remedio que acceder. Y sí, dio positivo por bacterias tifoideas. El Departamento de Salud de Nueva York ordenó aislarla y dejarla en cuarenta. Desde aquel momento, a Mary le cambiaron el apellido de Mallon por el de “Tifoidea”. No entendía nada, ella nunca había padecido la fiebre tifoidea, estaba sana ¿por qué la encerraban? Tras dos años de encierro, juicios, apelaciones, recursos y demás cuestiones judiciales, fue puesta en libertad con la condición de no acercarse nunca más a una cocina, ya que en la falta de higiene a la hora de manipular los alimentos estaba la transmisión de la bacteria, bajo la amenaza de un nuevo encierro mucho más largo. Cinco años después, bajo un nombre falso y tras un nuevo brote de fiebre tifoidea en un hospital, entre los pucheros de la cocina del centro médico encontraron a Mary. Al haber roto su promesa, la detuvieron y la mandaron de vuelta a la cuarentena en 1915. Cuando se estudiaron los casos de fiebre tifoidea relacionados con ella se llegó a la conclusión de que contagió a 51 personas, de las que 3 murieron. Es fácil que estas cifras no sean un reflejo de la realidad, porque durante estos cinco años utilizó varios nombres falsos y los contagios o muertes correspondientes a este período no aparecerían contabilizados. Sea como fuere, Mary pasó encerrada el resto de sus días, ni más ni menos que 23 años.


Hoy sabemos que ser portador de una enfermedad y no desarrollarla no es tan inusual. De hecho, hasta el 6 % de las personas que han tenido fiebre tifoidea pueden propagarla tiempo después de haberse recuperado, e incluso sin haber padecido ningún síntoma. El problema es que Mary resulto ser la primera persona identificada como portadora asintomática del patógeno, y por ello tuvo que pagar un precio muy alto. Bueno, también ella le echó leña al fuego al no respetar la prohibición. A pesar de que hubo otros portadores asintomáticos conocidos poco tiempo después, como el de Tony Labella, que contagió a 122 personas y 5 murieron, ya nadie le quitó el sambenito de “Tifoidea” a la pobre Mary, Por cierto, el confinamiento de Tony solo duró dos semanas. ¿Tendría algo que ver que Mary era mujer, inmigrante irlandesa y de clase humilde? Vamos, era más fácil «vender» como supercontagiadora a Mary que a Tony, un neoyorquino de pura cepa.

Mary Mallon, una mujer cuyo legado a la historia ha sido el de su apelativo, “Tifoidea”.