Durante muchos siglos, Roma fue la civilización por excelencia en la mayor parte del mundo conocido, sin embargo, como se dice popularmente “torres más altas cayeron” y esto es precisamente lo que le ocurrió al Imperio en Hispania y en el resto de sus territorios. Si hay que remontarse a épocas pasadas, se puede decir que muchos eruditos han ido estudiando el porqué de esta gran caída. Lo cierto es que Edward Gibbon, en Decadencia y caída del Imperio Romano (siglo XVIII), anticipó la premisa de que lo realmente extraño del Imperio no fue su caída, sino los años que estuvo en pie. En el caso de estudiar detenidamente qué es lo que ocurrió con el Imperio, hay que decir que el sistema monetario romano fue uno de los grandes responsables. De hecho, la gran mayoría de estudiosos aseguran que la inflación del mismo ha sido la principal causa de la gran caída, aunque no la única. En este sentido, hay que decir que los aspectos fiscales y económicos se entrelazaron directamente con otros tan importantes como la política o el ejército, una mezcla “explosiva” que acabó por hacer estallar todo por los aires. A continuación, algunos detalles que influyeron en la decadencia y caída del Imperio Romano.

El sambenito histórico.

El que culpa de la caída del Imperio romano de Occidente directamente a las incursiones o migraciones masivas de los pueblos germánicos. Y nos quedamos tan anchos, cuando los bárbaros lo único que hicieron fue rematar la faena. Las instituciones que en el pasado organizaron aquel vasto territorio quedaron vacías de poder, y las victoriosas legiones ya no eran más que un batiburrillo de mercenarios o buscavidas sin orden ni cohesión, y que además se permitían poner y deponer emperadores a su antojo. Emperadores que, por cierto, a cual más nefasto, ya que solo se preocupaban por asegurarse el saneamiento de sus cuentas personales y hacer lo que fuese por seguir ocupando el trono un día más. Lo de ocuparse del pueblo, eso ya era cuestión del pasado. Aquel gigante con pies de barro se vino abajo y los godos recogieron sus restos para tratar de emular su esplendor. Así que, es normal que te difamen si los que escribieron tu historia, porque los bárbaros no eran de escribir mucho, fueron los que perdieron su posición de privilegio.

Morir de éxito

Las conquistas de nuevas tierras y el trabajo gratuito de los esclavos hicieron que el precio del trigo cayese hasta tal punto que los pequeños y medianos agricultores de Roma no pudieron competir. Ante aquella desesperada situación, se vieron obligados a vender sus pequeñas explotaciones y todo quedó en manos de unos pocos latifundistas (la mayoría de ellos miembros del Senado). Incluso muchos esclavos llegados a Roma ocuparon los puestos de los artesanos. La República, una sociedad eminentemente agrícola, estaba perdiendo a los ciudadanos libres que trabajaban sus tierras y que en tiempos de guerra se convertían en la base de sus legiones, para convertirlos en sin techo o, con suerte, en asalariados de los latifundistas por unas monedas, degenerando en una sociedad decadente y corrupta. Además, aquel modelo de ejército a tiempo parcial se mostró a todas luces insuficiente para atender a las innumerables y prolongadas campañas de conquista en las que se embarcó Roma y para establecer guarniciones en los territorios sometidos. Así que, hubo que reorganizar las legiones para convertirlas en un ejército regular. La primera consecuencia fue económica: aquellos soldados casi profesionales debía tener una paga regular, el llamado stipendium (estipendio). ¿Y de dónde sacar esta nueva partida? Pues mejor que la paguen otros.

Necesidad de nuevas conquistas

Si las águilas de Roma llegaban hasta tu territorio, el consejo de la tribu en cuestión debía reunirse para tomar una decisión: firmar un tratado o enfrentarse a las poderosas legiones. La mejor opción, y las más complicada porque requería de algún servicio prestado con anterioridad, era la conseguir el estatus de ciudad liberae: mantenías tu gobierno autónomo y Roma no exigía el pago de tributos. Tampoco estaba mal si conseguías convertirte en foederati (aliado), conservando la independencia en lo relativo a la política interna pero dependiente de la urbe en asuntos exteriores -los enemigos de Roma se convertían en tus enemigos y tenías la obligación de proporcionar tropas auxiliares en caso de guerra-. Y si en el consejo prevalecía la opinión de los beligerantes… pues guerra y, tarde o temprano, ser conquistada y convertirte en stipendiariae, quedando bajo el gobierno de un gobernador nombrado por Roma y debiendo pagar tributos en forma de dinero, provisiones u otros servicios. La parte correspondientes a los tributos que se liquidaba en moneda, llamada stipendium, se utilizaba para pagar a los legionarios que habían conquistado el territorio. Lógicamente, se abonaba en denarios -origen etimológico de “dinero”-, la moneda de plata que era la base del sistema monetario de Roma.

Devaluación del denario e inflación.

El denario, con un peso de 4,5 gramos y casi de plata pura, comenzó a acuñarse en el siglo III a.C., y desde el primer momento se convirtió en el gran protagonista de la política económica de Roma. Cada vez que se necesitaba financiación extraordinaria se subían los impuestos y/o se devaluaba el denario. Como el valor de la moneda estaban determinado por el metal empleado en su fabricación y su peso, para devaluar el denario era suficiente con reducir la plata empleada en su fabricación y, por tanto, su peso. En 145 a.C. el denario pesaba 3,9 gramos y en tiempos de Nerón 3,41 gramos. De esta forma, con la misma plata se podían acuñar más monedas y gastar más. Si a esto añadimos que los denarios también dejaron de ser de plata pura, ya que se maleaba la plata mezclándola con metales menos valiosos -en tiempos de Caracalla apenas superaba el 50% la plata de un denario-, tenemos los ingredientes necesarios para una inflación brutal.

Independientemente de la devaluación decretada por los emperadores, existió otra devaluación propia de la picaresca de los países bañados por el Mediterráneo: la de los propios ciudadanos. Como estas monedas estaban fabricadas con metales preciosos, la gente menos favorecida -a los que no les llegaba el circo y menos el pan- raspaban los bordes de las monedas y vendían las limaduras del metal después de fundirlas. De hecho, entre las funciones de los argentarii (los banqueros privados de la época) estaba la de retirar las monedas deterioradas que, de tantas manos por las que pasaban, habían perdido su peso y su valor. Hoy en día, algunas de nuestras monedas todavía mantienen el recuerdo de la solución que se implantó para atajar este problema: poner crestas en los bordes de las monedas para que a simple vista se delatase la manipulación.

Edicto de Caracalla, más madera.

El Edicto de Caracalla, promulgado en 212 por el emperador Caracalla,  concedió la ciudadanía romana a todos los libres del imperio, de esta forma incrementaba los ingresos fiscales del imperio al aumentar el número de personas que habrían de pagar impuestos, y podía sufragar las cuantiosas campañas militares en sus fronteras.

El sólido, una nueva moneda.

Lógicamente, las sucesivas inflaciones fueron creando malestar entre la población, sobre todo entre los trabajadores por cuenta ajena que recibían una paga en denarios. Y al frente de estos trabajadores, por su número y su importancia dentro del imperio, estaban los funcionarios públicos y, sobre todo, los legionarios que, en el siglo IV, exigieron cobrar en una moneda más estable y fiable. Para ello, al emperador Constantino I no le quedó más remedio que acuñar una moneda de oro, el solidus, con el que se comenzó a pagar el estipendio de las legiones. Y de esta forma, el nombre de la nueva moneda pasó a designar la paga periódica de los legionarios y, más tarde, de todos los contratados para realizar un trabajo… nuestro sueldo. Ahora, la necesidad de oro (que más tarde, cuando ya los legionarios sean incapaces de salvaguardar las fronteras, servirá para pagar a los foederati, los pueblos bárbaros aliados), obligaba a un mayor gasto público que se financió vía impuestos, expropiaciones masivas y aplicando políticas intervencionistas que delimitaban el libre comercio. Vamos, que el pueblo estaba encantando.

Solidus

Alarico remata la faena.

Tras el gran desastre de Adrianápolis en el 378 (una amarga derrota romana que le costó la vida a muchos legionarios y al propio emperador Valente), los godos habí­an obtenido permiso imperial para establecerse como foederati en la provincia de Moesia (entre Serbia y Bulgaria aproximadamente) El joven Alarico acaudilló tropas godas entre el 387 y el 395 que actuaron como auxiliares para las legiones danubianas frente a otros pueblos bárbaros.

Como individuo ambicioso e inteligente que era, a la muerte del emperador de origen hispano Teodosio I vio la oportunidad de erigirse rey por propio su pueblo ante la falta de control y conocimiento de los melifluos sucesores del emperador, sus hijos Honorio y Arcadio. El emperador Teodosio culminó el plan de Diocleciano de partir el estado en dos, dividiéndolo entre sus dos hijos. El primero quedó como Augusto de Occidente, con sólo once años de edad, mientras que el segundo se instaló en Constantinopla como Augusto del Imperio de Oriente. Sin saberlo, la reforma de Teodosio y la intervención posterior de Alarico propiciaron el colapso del mundo antiguo. Roma estaba pasando uno de los momentos más complicados del bajo imperio. Teodosio fue también quien ordenó cerrar los templos paganos, instauró el cristianismo como única religión del estado y consiguió que Roma fuese sólo un triste espectro de la ciudad que llegó a dominar el mundo.

Ante tanta manifiesta debilidad, Alarico decidió pasar a la acción en el 396. Invadió Macedonia, Tracia y Beocia, arrasando a su paso ciudades tan importantes como Corinto y Esparta y llegando a desafiar a la propia corte de Constantinopla. Sólo habí­a un hombre capaz de detenerle: Flavio Stilicho, conocido como Estilicón, un gran general de origen vándalo que actuaba como magí­ster militum (capitán general) del incompetente Honorio. Durante cuatro años el carisma y decisión militar del vándalo consiguieron que Alarico se conformase con la ocupación de Iliria, bien a raí­z de una tregua pactada con su adversario o sólo por prudencia. Además, Estilicón estaba demasiado ocupado por otras revueltas en Britania sumadas a la presión de suevos, alanos y vándalos en el Rin como para conjurar al joven rey godo, menos activo que el resto de peligros que acechaban las fronteras.

Alarico marchó contra Occidente el año 400, pero Estilicón le derrotó primero en Verona y definitivamente en Pollentia (hoy Pollenzo) en Abril del 402. Este delicado equilibrio se rompió el 406. La estrella de Estilicón cayó en desgracia en la corte de Honorio, probablemente al ser sospechoso de organizar el asesinato de Rufino, el prefecto del pretorio de Constantinopla que dominaba al también débil Arcadio. Como puede verse ambos imperios estaban en manos de hombres rudos y enérgicos que dominaban a gobernantes patéticos, situación similar a la que veremos más adelante en nuestra España del siglo XVII con reyes de cacerí­a mientras sus validos controlaban los mil y un conflictos el los que estaba inmerso el reino.

Honorio ordenó ejecutar a su magí­ster militum el 22 de Agosto del 408 influenciado por sus zafios consejeros; quizá fue por su fe arriana, o por ver en él a un probable futuro usurpador de sangre bárbara o, seguramente, por todo ello junto. Viendo Alarico la precaria situación en que quedó Occidente al desaparecer la única persona capaz de oponérsele, el rey godo decidió arremeter contra el cobarde Honorio, el cual se refugió en tras lo muros de la ciudad pantanosa de Rávena, dejando paso expedito a las hordas godas hasta las mismas puertas de Roma. Durante casi tres años Alarico sitió la ciudad, negociando con el Senado y exigiéndole a Honorio el cargo de magí­ster militum que habí­a dejado libre el difunto Estilicón ,cargo que jamás le fue concedido. En cambio, el senado sí­ que aceptó pagar un alto tributo para garantizar la retirada bárbara pero el emperador, agazapado desde su residencia inexpugnable de Rávena, desautorizó dicho pago. Esta es otra prueba evidente de que no todos los bárbaros quisieron conquistar Roma, muchos querí­an ser y participar de una Roma decadente para salvarla de ella misma. ¡Y lo que más podí­a enfurecerles es que sus gobernantes no se lo permitiesen!

El 24 de Agosto del 410 los hombres de Alarico entraron en Roma por la Porta Salaria, parece ser que con la connivencia de algunos esclavos. No fue un saqueo más de tantos que se produjeron en la Antigüedad. Aquel primer saqueo de la Roma clásica no fue excesivamente violento, como podemos estereotipar, pero supuso una tremenda conmoción polí­tica e ideológica en el mundo antiguo. Desde que el galo Breno, siete siglos atrás, entrara en la Roma republicana la ciudad habí­a permanecido inviolable a cualquier agresión bárbara. Era el sí­mbolo del poder inmortal del Imperio y de la superioridad militar de Roma. Para muchos historiadores este hecho supone el principio del fin de la era romana…

Esta frase se le atribuye al rey bárbaro:

Desde que tomé Roma en mis manos, nadie ha vuelto a menospreciar el poder de los godos. Lo que impulsó el afán de conquistas y el deseo de aventuras dio grandeza a un pueblo necesitado de patria.

Apunte final

En los años ochenta, el científico canadiense Jerome O. Nriagu, tras estudiar los hábitos y las costumbres de vida de los emperadores de las dinastías Julio-Claudia y Flavia, concluyó que el 70% sufrían de gota y otros síntomas propios de la intoxicación crónica por plomo.

Una cucharadita de sapa diaria habría sido más que suficiente para causar una intoxicación crónica por plomo.

Pero Nriagu fue un poco más allá, haciendo responsable a la intoxicación por plomo o saturnismo (llamado así porque los antiguos alquimistas llamaban saturno al plomo) de la caída del Imperio romano.

Aunque añadiésemos al plomo ingerido por el vino y la comida que algunas canalizaciones de agua estaban recubiertas de este elemento, e incluso que en la elaboración de algunos de los cosméticos utilizados por las cortesanas de Roma también se utilizaba el plomo, creo que sería muy difícil defender la teoría del doctor Nriagu.

Para saber más sobre todo ello, se pueden escuchar podcast históricos aquí