Con la firma del Tratado de Fontainebleau el 27 de octubre de 1807, entre Manuel Godoy, valido del rey español Carlos IV, y Napoleón Bonaparte, se acordaba la invasión militar conjunta de Portugal —aliada de Inglaterra— y, para ello, se permitiría el paso de las tropas francesas por territorio español, lo que sería el germen de la posterior invasión francesa de la Península Ibérica y de la Guerra de la Independencia.

En 1808 un contingente de dos mil soldados francesas al mando del general D’Armagnac, atravesaba Roncesvalles y, tras una dura marcha bajo condiciones climatológicas adversas, el 8 de febrero llegaron a Pamplona para descansar y seguir luego camino hasta Portugal. Aunque, en teoría y según el tratado firmado, eran aliados de los españoles, la población de Pamplona recelaba de aquella «invasión pacífica» y en la que, para colmo, debían contribuir con el avituallamiento y alojamiento. Y estaban en lo cierto, porque D’Armagnac había recibido órdenes del mariscal Murat para tomar la Ciudadela.

Pamplona

Cuando el general francés se entrevistó con el marqués de Vallesantoro, virrey y capitán general de Navarra, para poder acantonar parte de su tropas dentro de la Ciudadela, éste le dio largas diciendo que para ello necesitaba la autorización desde Madrid. Visto que la diplomacia francesa no había resultado suficiente, D’Armagnac se decidió por la estrategia. Se reunió con el capitán Robert y planificaron el plan de ataque. La noche del 15 al 16 de febrero, Robert y un grupo de cien soldados, aparentemente desarmados pero elegidos de entre lo mejor de las tropas francesas, se dirigieron, como hacían todos los días, a recoger sus raciones de pan a las puertas de la Ciudadela. Aprovechando que la nevada caída había cuajado, la mitad de ellos comenzó una guerra de bolas de nieve. La guarnición que defendía la Ciudadela, un pequeño contingente de voluntarios poco dispuestos y menos preparados para las artes de la guerra, se mofaban de aquella inusual batalla, momento que aprovecharon el resto de los franceses para desarmar a los defensores y tomar la Ciudadela sin un solo disparo.

Ciudadela

Y hablando de bolas de nieve, también tenemos otra particular batalla con estos proyectiles en plena Guerra de Secesión o guerra civil estadounidense (1861-1865). En diciembre de 1862, Ambrose E. Burnside, general de la Unión, ordenó cruzar el río Rappahannock a la altura de Fredericksburg (Virginia) para poder atacar Richmond, la capital de los confederados. A duras penas, consiguieron atravesar el Rappahannock, pero todavía faltaba lo peor: el general de los confederados, Robert Lee, había situado el grueso de su ejército parapetado en las colinas frente a Fredericksburg. Solo tuvieron que esperar a que los unionistas saliesen del río y comenzar el tiro al pichón. El ejército de la Unión sufrió una severa derrota con más de doce mil bajas entre heridos, prisioneros y muertos. Tras aquella victoria, las tropas de Lee se acuartelaron para pasar el invierno.

Cruzando el Rappahannock

Aquel invierno fue muy duro, con temperaturas muy bajas y copiosas nevadas que apenas les permitían salir de los barracones, y ya se sabe que mantener a la tropa acuartelada y ociosa durante mucho tiempo provoca tensiones y enfrentamientos. El 25 de febrero de 1863 amaneció soleado y todos los soldados salieron a disfrutar de aquella tregua climatológica. Comenzaron a jugar con la nieve, algunos bolazos por aquí, algún muñeco de nieve por allá, hasta que el general Hoke, al frente de las tropas de Carolina del Norte, para distraer a los soldados decidió organizar un ataque al campamento del coronel Stiles, oficial al mando de las tropas de Georgia. Se aprovisionaron de artillería y atacaron. La ofensiva pilló por sorpresa a los georgianos y recibieron una buena paliza hasta que lograron reagruparse y repeler el asalto. El general Hoke se retiró con sus hombres después de un rato de entretenimiento, pero Stiles resolvió que aquello no podía quedar así.

Reunió a los suyos y preparó una rápida respuesta. Hoke, que sabía que a Stiles no le gustaba perder ni a las canicas, organizó su defensa. Cuando Stiles llegó, ambas compañías cruzaron fuego de artillería nívea durante un buen rato, el problema era que lo que se inició como una broma se convirtió en algo más serio cuando los soldados comenzaban a sangrar, retorcerse de dolor por fracturas de huesos… (muchos de los proyectiles ya no solo eran de nieve, en su interior llevaban piedras). Ante el cariz que estaban tomando las cosas, Hoke y Stiles decidieron terminar la batalla en la que intervinieron diez mil soldados confederados. A pesar de todo, las tropas agradecieron romper la rutina.