“Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”. Según la leyenda, estas fueron las palabras que Aixa, madre del último soberano nazarí de Granada, Boabdil, dedicó a su hijo cuando este contemplaba por última vez, desde la lejanía, la ciudad que había dirigido su dinastía, la nazarí, durante dos siglos, y que él había perdido ante los ejércitos cristianos de los Reyes Católicos. A pesar de que las tropas cristianas no entraron en Granada hasta el 2 de enero de 1492, el 25 de noviembre de 1491 ya se habían firmado las llamadas capitulaciones (condiciones de la rendición), por las que tanto Boabdil como sus súbditos obtuvieron el perdón y se garantizaron una serie de derechos a los musulmanes, incluida la tolerancia religiosa y un tratamiento justo. Aunque no se decretó la expulsión (como sí se hizo con los judíos y se haría más tarde con los moriscos en tiempos de Felipe III), muchos musulmanes decidieron abandonar la península y establecerse en el norte de África, como hizo Sayyida al-Hurra y su familia.

El suspiro del moro – Francisco Pradilla (1879-1892)

Hasta comienzos del siglo XVI, cuando con menos de 20 años se casó con Al-Mandri, gobernador de Tetuán (actual Marruecos) y también huido de Granada, solo se sabe de nuestra protagonista que era de familia noble y que recibió una educación digna de su posición. De hecho, hasta su nombre se desconoce, porque Sayyida al-Hurra («la Dama Libre» o «la Reina Independiente») es el título o apelativo por el que se la conoce.

A pesar de la diferencia de edad (Al-Mandri tenía unos 30 años más que Sayyida), el tándem se compenetró a la perfección para fortalecer y ampliar sus dominios: mientras él se dedicaba a guerrear y establecer alianzas, ella se ocupaba de las infraestructuras y de fortificar la ciudad, convirtiendo a Tetuán en lugar de acogida para los musulmanes y moriscos que huían de tierras cristianas. Ella hizo un Master en Ciencias Políticas al lado de su marido y, más tarde, cuando los años y las heridas de guerra lo dejaron postrado en cama, actuó en su nombre. Ya fuese como venganza por tener que abandonar su tierra natal o porque reportaba pingües beneficios, además de mermar la capacidad comercial y militar de sus enemigos, la pareja estuvo alentando y apoyando a los piratas berberiscos (muchos de ellos inmigrantes andalusíes o moriscos) que actuaban en el Mediterráneo contra los reinos cristianos. Tras la muerte de su marido en 1520, ni corta ni perezosa, se proclamó gobernadora de Tetuán (Hakimit Titwan) y tomó el control absoluto de los actos de piratería. Creó su propia flota de piratas y al resto les concedió una especie de patente de corso: ella financiaba las operaciones y los piratas se quedaban una parte del botín, su parte (obtenida del botín directo y del rescate pagado por los españoles y portugueses apresados, que ella negociaba directamente) la invertía en hacer crecer Tetuán y para ayudar a empezar de cero a los refugiados llegados del otro lado del estrecho. Lógicamente, la población adoraba a su nueva gobernadora.

Tal era su fama y el poder que ejercía en aguas del Mediterráneo, que Ahmed al-Wattasi, sultán de la dinastía wattasid, gobernante de la mayor parte del norte de África, le propuso matrimonio en 1541. Aquella propuesta era un reconocimiento a su labor y suponía una alianza muy fructífera para sus intereses. Así que, aceptó. Eso sí, para dejar claro que aquel matrimonio no iba a suponer que abandonase su puesto y convertirse en una más de su harén, obligó a que fuese el sultán el que viajase a Tetuán y no ella a su palacio de Fez. La primera vez que ocurría algo así, ya que siempre era la mujer la que tenía que viajar a la ciudad de su futuro esposo para el matrimonio –¡¡¡ Y estamos hablando del sultán!!!-.

Después del matrimonio, ella siguió ejerciendo su papel de gobernadora, dándoles duro a los cristianos peninsulares y, se dice, añorando recuperar y poder volver a la tierra que la vio nacer. Pero no pudo ser. El 22 de octubre de 1542, un conspiración familiar encabezada por su consuegro y sus yernos (se cuenta que incluso de sus hijas) tomaron la ciudad y la expulsaron. Y abriendo paso a la especulación, es factible que su propio marido, aunque no estuviese implicado directamente, tuviese conocimiento de la conspiración y no hiciese nada por detenerla. Al fin de cuentas, aquella particular cruzada de Sayyida  contra los españoles tenía a éstos muy pendientes del estrecho y le estaba salpicando a él.  Ahmed pensó que podría controlarla, pero no fue así. Ella era Sayyida al-Hurra.

¿Qué fue de ella? No lo sabemos. Parece que regresó a la casa paterna de Chauen (actual Marruecos), donde vivió y murió, ignoramos en qué fecha. Está enterrada cerca de esa casa, y su tumba recibe visitas frecuentes de mujeres, como reconocimiento a un símbolo de libertad y de esperanza femenina en un mundo dirigido por hombres.