La Iglesia está bañada con la sangre de los sacerdotes de Dios, huérfana de todos los objetos y expuesta al saqueo de los paganos. De la furia de los nórdicos, líbranos, Señor.

Con textos de este estilo es lógico pensar que la reputación de estos nórdicos haya quedado muy tocada y su legado haya sido el de brutales, sanguinarios y saqueadores. Claro que, nada raro, si el origen de estos textos han sido los monjes que sufrieron en sus carnes los asaltos y las Eddas y Sagas que se escribieron cuando estos pueblos ya habían sido cristianizados y habían abandonado a sus dioses paganos. Así que, igual no es tan fiero el león como lo pintan, y seguro que no llevaban cascos con cuernos, que se los debieron añadir para darles un toque más demoníaco. Los cuernos, de toda la vida de Odín, los utilizaron para las llamadas a la guerra y para la cerveza o la hidromiel en sus celebraciones, donde se bebe como si no hubiese un mañana y se sirve jabalí al estilo Obélix. Posiblemente, estos recipientes tengan algo que ver con su fama de borrachos. Y me explico. Dada su forma y ante la imposibilidad de dejarlos apoyados, por ejemplo cuando tienes la suerte de que una bella Ingrid te sacase a bailar, los apuraban de un trago.

Lógicamente, estos nórdicos de los que hablo no eran otros que los (mal) llamados vikingos. Y digo mal llamados porque el vikingo no nace, se hace. No se es vikingo, se ejerce la actividad vikinga. Cuando estos pueblos nórdicos salían de expedición, ya sea de comercio, exploración o pillaje, hacían el vikingo o, para que suene mejor, ejercían de vikingos. Los que se quedaban en Escandinavia trabajando sus tierras, pescando y cuidando de su ganado, no lo eran. De hecho, para los que sufrían estas expediciones tampoco eran vikingos, normalmente se les denominaba por su procedencia: daneses, noruegos o suecos (varegos en Europa Oriental).

La imagen que se ha quedado grabada en el imaginario popular de estos demonios venidos del norte es la de aquellos europeos del Medievo que veían como unas naves estrechas y largas arribaban a sus costas y de ellas desembarcaban hombres altos, rubios, tatuados, armados con hachas y cuchillos para desmembrar los cuerpos, y que, en un abrir y cerrar de ojos, arrasaban con todo y desaparecían. Que también lo hacían (iban de saqueo para obtener botín), pero no hay que olvidar que fueron grandes exploradores y comerciantes, entre finales del siglo VIII y el XI, alcanzaron el mar Negro, las costas eslavas, Inglaterra, Escocia, el Mediterráneo, Constantinopla, sitiaron París, remontando el Sena, e incluso saquearon Sevilla durante una rápida incursión a través del río Guadalquivir. Crearon ducados, el reino de Sicilia, la Rus de Kiev (germen de Rusia), exploraron y fundaron asentamientos permanentes en Islandia o Groenlandia, y otros que abandonaron como Terranova (actual Canadá). Sí, sí… llegaron al continente americano casi 500 años antes que Colón, aunque no pudieron establecer una colonia permanente por ciertos problemillas de convivencia con los indígenas.

Independientemente del motivo por el que salieron de su Escandinavia natal, su éxito se basó en que eran expertos marineros y en sus barcos de guerra, los famosos drakkars. Por cierto, llamados así siglos después por los mascarones con forma de dragón que llevaban algunos. Eran barcos alargados, estrechos, con una quilla casi plana y escaso calado (la parte sumergida), que les permitía navegar tanto en el mar como en los ríos. Aunque tenían un mástil desmontable y una vela cuadrada para aprovechar el viento, la clave de su precisa maniobrabilidad se la proporcionaban los guerreros en su labor de remeros, un casco ligero que pesaba poco y el hecho de que solían tener iguales la proa y la popa, y así para dar la vuelta solo tenían que girarse los remeros. Un timón y nada más, naves prácticas y sin artificios. Y llegado el caso, por ejemplo para salvar obstáculos, evitar rápidos o llegar hasta el siguiente río, desmotaban el mástil y transportaban el barco por tierra.

Nos vamos de rapiña

Partimos rumbo al oeste, por ejemplo, a Inglaterra y llegamos a la costa británica. Desembarcamos y, para sorpresa nuestra, nos encontramos un monasterio del que sale un monje esgrimiendo como única arma un crucifijo que sostiene frente a él en su mano izquierda y con la derecha señala al cielo. Miramos hacia arriba para ver si alguna amenaza se cierne sobre nuestras cabezas y ni una maldita nube, así que volvemos a poner los ojos en aquel crucifijo que, por cierto, es de oro con incrustaciones de piedras preciosas. Hachazo al brazo o a la cabeza y crucifijo al saco. El resto de monjes corren como pollos sin cabeza y se refugian en el interior del edificio principal. Aquellas puertas de madera no están preparadas para soportar a los vikingos en busca de botín. Al entrar, encontramos a varios monjes de rodillas y dirigiendo sus plegarias a la figura de un hombre crucificado. Que parece que es su Dios, o uno de los tres que tienen, pero que a la vez son solo uno. Bueno, un jaleo. Otros monjes, trataban de esconder todo lo que brilla, pero sin ningún resultado. Así que, como decía la crónica del principio “La Iglesia queda bañada con la sangre de los sacerdotes de Dios, huérfana de todos los objetos y expuesta al saqueo de los paganos”. Tampoco les sentó nada bien que cogiésemos unas cajas que llamaban relicarios y las vaciásemos para regalárselas a nuestras esposas como joyeros, o que arrancásemos las cubiertas enjoyadas de su libros. ¡Pero a quién se le ocurre dejar todos estos objetos de valor sin ninguna protección! Si es que van provocando. Luego, nos enteramos que aquellos monasterios o templos de su Dios eran sagrados y ningún cristiano se habría atrevido a profanarlos. Está claro que no pensaban en los paganos del norte.

¿Tan crueles eran?

Vayamos por partes. Estamos hablando de incursiones de saqueo en las que participaban unos cuantos barcos con alrededor de unos 50 guerreros por drakkar, así que el éxito de la misión radicaba en la sorpresa y la rapidez. Por ejemplo, imaginad que nuestro objetivo es saquear un monasterio y alguien ha dado la señal de alarma ¡Que vienen los vikingos! A los monjes les daría tiempo a esconder o enterrar los tesoros y es una faena, porque os aseguro que ya lo podemos dar por perdidos. Aunque los sometas a las torturas más atroces, no sueltan prenda. No podíamos montar un asedio ni enfrascarnos en grandes batallas con gentes de armas. Un asedio supone, además de contar con un número de vikingos muy importante, una situación muy vulnerable y, por tanto, no deseable. Lógicamente, tampoco podíamos dejar supervivientes que pudiesen dar aviso a otros emplazamientos y echar por tierra el elemento sorpresa.

Entonces, algo crueles sí que éramos (me parece que me he metido de lleno en el papel), pero los que se encargaron de relatar nuestras gestas también le añadieron un mucho de su cosecha. Rajar de tu enemigo siempre ha sido fácil, los tuyos van a estar dispuestos a creérselo todo, pero que critiquen hasta que nos lavamos todos los días y nos bañábamos una vez por semana. Anda que… La verdad es que, llegado el momento, decidimos sacar tajada a esa campaña de marketing y aprovecharnos de nuestra leyenda negra y acrecentarla si era posible. De esta manera, nuestra pésima publicidad nos hacían más temibles de cara a saquear otros lugares con más facilidad.