En el artículo publicado el pasado día 19, sobre la historia del gin tonic, terminaba con una pregunta: ¿Sabéis por qué la intoxicación por sobredosis de quinina se llama cinchonismo? Pues por la condesa de Chinchón. Esta es la historia.

Una historia que comienza con la película Parque Jurásico, dirigida por Steven Spielberg en 1993 y basada en el libro homónimo de Michael Crichton, que relata cómo un filántropo multimillonario crea un parque de dinosaurios vivos gracias al trabajo de unos genetistas, muy originales y creativos, que consiguieron clonarlos a partir del ADN de un mosquito prehistórico conservado en ámbar. Más o menos, para no extenderme mucho. Y antes de entrar en harina, me voy permitir recomendar Dinópolis, en Teruel, un parque temático de dinosaurios, con mucha menos fantasía que el de Spielberg pero más realidad. Y volviendo al Parque Jurásico, si obviamos la parte de la clonación y nos quedamos con el mosquito conservado en ámbar, nos va a permitir establecer que la malaria o paludismo, la del protozoo parásito Plasmodium y del mosquito Anopheles, existe desde hace más de 20 millones de años.

Lógicamente, no lo digo yo, es el resultado del trabajo de más de 20 años del matrimonio George y Roberta Poinar, entomólogo él y microscopista electrónica ella, que descubrieron que insectos prehistóricos atrapados y preservados en ámbar tenían algunas células intactas, incluyendo partes de su ADN. De una pieza de ámbar de la República Dominicana, de entre 15 y 20 millones de antigüedad, obtuvieron la prueba más antigua de la presencia de Plasmodium en el ADN de un mosquito que quedó atrapado en ámbar fosilizado. Una gota de resina fluye de un árbol, atrapa un espécimen y cuando se endurece lo conserva en condiciones casi perfectas. E incluso puede ser un poco bochornoso, porque los bichos atrapados mueren tan rápidamente que quedan retratados para la posteridad tal y como estaban en ese preciso momento. Imaginad que están el bicho y la bicha, ahí a lo suyo, escondidos de miradas indiscretas y tienen la mala suerte de que les pille la puñetera gotita. Pues que ya la tienes liada, porque sabes que, además, el ámbar en cuestión se va a hacer viral y todo el mundo te va a conocer en actitud, digamos, indecorosa.

Damos un salto evolutivo para llegar hasta a nuestros antepasados cazadores-recolectores, donde su alimentación consistía en una dieta variada procedente de la carne de animales que cazaban o la de los restos que dejaban los depredadores, la que obtenían de la pesca y de todo aquello que les proporcionaba su entorno: bayas, frutos, raíces, hierbas, tubérculos… Por mucho que esté de moda lo del consumo sostenible, ellos fueron los inventores, ya que consumían productos de temporada y proximidad. Se movían en pequeños grupos según les dictaba la naturaleza, ajustándose a la flora y la fauna de cada lugar, y estableciéndose normalmente en refugios básicos y temporales. A medida que sus cerebros evolucionaron y desarrollaron las herramientas de caza, les permitió acceder a piezas de mayor tamaño -incluso se atrevieron con mamuts-. Asimismo, esta evolución les permitió desarrollar un conocimiento más complejo de la vida de las plantas comestibles y los ciclos de crecimiento, consiguiendo un aprovechamiento más eficiente de cada lugar. Disponer de más recursos permitía poder mantener a más miembros y, lógicamente, aumentar la población. Y aquí, más o menos, llega la llamada Revolución Neolítica, cuando se produce la primera transformación radical de la forma de vida de la humanidad pasando de ser nómada a sedentaria y de tener una economía recolectora (caza, pesca y recolección) a productora (agricultura y ganadería). El desarrollo de la agricultura permitió que se creasen los primeros núcleos de población estables y la construcción de estructuras que permitiesen la vida en comunidad. La necesidad de agua, tanto para la población como para los cultivos y los animales, hacía imprescindible que los asentamientos estuviesen en torno a esta, el lugar idóneo para la proliferación de mosquitos.  De hecho, la palabra paludismo proviene del latín palus (“laguna”, “estanque”, “pantano”) y malaria del italiano mal’aria, que es la contracción de mala aria, o sea, “mal aire”, porque se pensaba que la enfermedad la provocaba el mal aire de las aguas estancadas.  Así que, la cercanía a los criaderos de mosquitos y el hacinamiento convirtieron a la malaria en plaga. Por lo que se podría concluir que la propagación de la malaria comenzó con la agricultura. Además, muy pocas comunidades se libraron, porque se encuentran mosquitos tanto a nivel del mar como hasta altitudes de 3.000 metros.

Paludismo (1947) – Remedios Varo

 

¿Cómo hacerle frente a la malaria?

Pues descartando remedios que podíamos englobar bajo el epígrafe “matar moscas a cañonazos”, que los había, y muchos, nos queda la quinina, un compuesto químico que se extrae de la corteza del árbol de la quina (Cinchona officinalis, para los científicos), especie originaria de los Andes sudamericanos, principalmente en Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador y Venezuela. La corteza de la quina ya era utilizada por las culturas precolombinas para episodios de fiebre, y la vinculación de este remedio natural contra la malaria comienza con una leyenda, la de Pedro Leyva, un indígena de Loja (hoy, Ecuador). Se cuenta que Pedro Leyva estaba enfermo de malaria y preso de la fiebre deambulaba por el bosque hasta que cayó de bruces en la orilla de un estanque. Empapado en sudor, apartó las hojas y ramas y bebió agua que, por cierto, le resultó bastante amarga. Milagrosamente, la fiebre comenzó a remitir. Las ramas y hojas que apartó para beber, eran de los árboles que rodeaban el estanque, que no eran otros que el árbol de la quina, lo que, precisamente, le daba ese toque amargo. Fuese de una forma u otra, Pedro Leyva, según algunas fuentes una especie de curandero y según otras un cacique local, empezó a utilizar la infusión de la corteza para tratar a pacientes con malaria debido a sus propiedades para combatir la fiebre (por aquellos lares conocida como “terciarias” o “calenturas”). Yo, la verdad, me inclino por pensar que era curandero porque, antes de saber qué hacía milagrosa al agua, experimentó con otros enfermos de malaria dándoles agua de diferentes lugares hasta averiguar que la clave estaba en el árbol de la quina. No veo yo a un cacique local enfrascado en un análisis científico para establecer que el principio activo estaba en ese árbol y, concretamente, en las ramas, la corteza y la raíz.

En 1630, con los jesuitas por allí danzando y evangelizando, el padre Juan López de Cañizares enfermó de malaria y nuestro médico local lo curó suministrándole un brebaje elaborado con polvo de la corteza de la quina. Para bien o para mal -aunque habría que decir para bien y para mal-, la medicina occidental entró en contacto con el conocimiento de los indígenas. En 1635, el jesuita Bernabé Cobo publicó su “Historia del Nuevo Mundo”, y allí escribió:

En los términos de la ciudad de Loja, diócesis de Quito, nace cierta casta de árboles grandes que tienen la corteza como de canela, un poco más gruesa, y muy amarga, la cual, molida en polvo, se da a los que tienen calenturas y con sólo este remedio se quitan.

El salto a Lima se va a producir cuando Francisca Enríquez de Rivera, esposa del virrey del Perú y condesa de Chinchón, contrajo la malaria y los jesuitas le hicieron llegar los polvos mágicos. Lógicamente, sanó. El virrey tuvo a bien distribuirlo entre la población y, en Lima, a los polvos de la corteza del árbol de la quina se les conoció como “polvos de la condesa”. Y aun hay más, la señora Francisca también es la responsable de su nombre científico. Carlos Linneo, el naturalista y botánico sueco, fue el creador de la clasificación de los seres vivos. En 1731 desarrolló un sistema de nomenclatura binomial basado en la utilización de un primer término, con su letra inicial escrita en mayúscula, indicativa del género y una segunda parte, correspondiente al nombre específico de la especie descrita, escrita en letra minúscula. Y fue él, quien en homenaje a la condesa de Chinchón, le dio a la quina el nombre de Cinchona y el apellido de officinalis. Por esto, a la intoxicación por sobredosis de quinina se le llama cinchonismo

 

Vale, ya sé que algo no cuadra, porque la noble es condesa de Chinchón y el nombre científico es Cinchona, pero tiene su explicación. Bueno, dos. La primera, que originalmente se llamase Chinchona y, debido a algún error de transcripción que nunca se corrigió, quedase en Cinchona; y, la segunda, que Linneo la italianizase, ya que se escribe “ci” pero se pronuncia “chi”. ¿Y qué tiene que ver aquí el italiano? Pues quizás la clave está en lo que años más tarde escribió nuestro jesuita de cabecera…

Son ya tan conocidos y estimados estos polvos, no sólo en todas las Indias, sino en Europa, que con instancia los envían a pedir de Roma.

Los jesuitas procuraron que, desde Loja, el primer destino de los polvos al otro lado del charco fuese Roma. Hay que tener contento al jefe. El caso es que el éxito de este medicamento fue difundido por los jesuitas en el siglo XVII, por lo que en esos tiempos en Europa se le conoció como la “corteza de los jesuitas”.

Aunque toda esta historia esté trufada de mitos y leyendas, la realidad es que la demanda de la amarga quinina, que efectivamente era eficaz contra la malaria, creció y creció, tanto como su cotización y, por consiguiente, el negocio alrededor del árbol de la quina del que los indígenas, irremediablemente, quedaron excluidos. De hecho, si os habéis dado cuenta, ninguno de los nombres con los que se conocía hace referencia a su origen o al papel de Pedro Leyva que, sin imaginarlo, se convirtió en benefactor de la humanidad. Y, la verdad, es que el árbol de la quina casi muere de éxito. Dada la importancia de la corteza como única cura para la malaria por aquel entonces, comenzó a talarse indiscriminadamente y los jesuitas, a través de España, la enviaban a Europa. Ya en el siglo XVIII, el frances Charles-Marie de La Condamine y, más tarde, el español José Celestino Mutis, al frente de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, viajaron a Sudamérica y elaboraron los primeros informes científicos de aquel producto milagroso. El resto de potencias europeas, sobre todo Inglaterra y Holanda, pugnaban por tener acceso y control sobre este preciado recurso. Así que, montaron sus propias expediciones, vestidas de científicas, para reclamar su parte del pastel. Hordas de comerciantes recorrieron los bosques andinos en busca de la quina y, visto que allí había poco que rascar, cambiaron de táctica y en lugar de conseguirla directamente en el origen, se llevaron las semillas para tener sus propias plantaciones. A finales del XIX, los ingleses tenían su propia producción en la India y los holandeses en la isla de Java (Indonesia). De hecho, el 90% del comercio mundial de la corteza y de la quinina, entre 1890 y 1940 -cuando los japoneses tomaron Java y cortaron el suministro-, venía de las colonias holandesas en Indonesia. Con la quinina a su disposición, Europa pudo colonizar los países con malaria en Asia y África y construir sus imperios.

¿Y qué fue de los bosques de quina en Sudamérica?

Desde su descubrimiento, se exportada en grandes cantidades hacia el exterior, pero al cortar los árboles o arrancarles la corteza no se sembraban otros, por lo que los bosques conocidos se fueron agotando y obligó a buscarlos en lugares más escondidos y de difícil acceso. Si a la sobreexplotación le añadimos que la roturación agrícola también mermaba terreno a los bosques húmedos -hábitat del árbol de la quina-, tenemos que, a fecha de hoy, está incluida en la lista de especies de flora silvestre en situación vulnerable. En Perú, por ejemplo, donde desde 1825 el árbol está presente en su escudo representando la diversidad botánica del país, apenas quedan entre 500 y 600 árboles.