Witold Glinski esperó 60 años para desvelar los secretos de la que probablemente sea la historia de huida más grande jamás contada. The Long Walk (la Gran Marcha) -como se llamó en novelas ficcionadas de posguerra- había traído innumerables dudas al imaginario bélico de los años 60. La propaganda y otras películas norteamericanas posteriores, como The Way Back, habían contaminado y prostituido una aventura inolvidable a la que todo el mundo se quería apuntar. Nadie sabía con absoluta certeza quiénes eran los protagonistas de aquella hazaña que llevó a algunos hombres a caminar más de 7.000 kilómetros atravesando Siberia, Mongolia y el Tibet hasta llegar a la India británica en invierno de 1942. En gran medida porque todos eran ex convictos con algún secreto que guardar.


Eso contó Witold Glinski, fallecido en 2010 a los 86 años. Uno de sus compañeros en la Gran Marcha estaba acusado de asesinato y en busca y captura desde Inglaterra. Temía las represalias si desvelaba la identidad de ese hombre sin escrúpulos. Witold confesó en 2006 que el libro que hizo millonario a Sławomir Rawicz, The Long Walk, era en realidad un relato que él había vivido en primera persona. El servicio de inteligencia británico MI5 demostraría más tarde que el señor Rawicz no pudo haber participado en la Gran Marcha. Había documentos que demostraban que fue liberado del gulag en 1942 gracias al tratado de Sikorski-Majski, firmado en Londres en 1941 por el primer ministro del gobierno de Polonia en el exilio Władysław Sikorski y el embajador soviético en el Reino Unido Iván Maiski. Con la firma de este pacto, Stalin liberaba a decenas de miles de prisioneros de guerra polacos de los gulag, entre los que se encontraba Rawicz.

Witold Glinski y su esposa Joyce (2009)

Witold Glinski tenía solo 17 años cuando las tropas rusas entraron en la ciudad de Glebokie, en Polonia, donde residía con toda su familia. Acusado de espionaje fue deportado y condenado a 25 años de trabajos forzados en un campo de concentración siberiano cerca Yakutsk. Estamos en febrero de 1941.

A menos de 700 kilómetros del Círculo Polar Ártico el campo de Yakutsk era una tumba en vida. Una forma de congelar los sueños de este joven polaco sometido a las leyes de la guerra. Desde el primer día que Witold llegó al campo ya estuvo planeando la fuga. Lo que no sabía es que no era el único. El plan era sencillo. La única forma de salir del campo de forma controlada era como voluntario en las tareas de mantenimiento del bosque y recogida de leña o como servicio a los funcionarios. Durante sus escapadas controladas iría examinando el terreno y dejándose pistas para marcar el camino a seguir el día señalado. También logró establecer amistad con la esposa de un oficial que le permitía salir a su casa para hacer tareas de mantenimiento. Allí memorizaba todo tipo de mapas de la zona y del continente asiático. El mapa de su libertad estaba ya trazado.

Y llegó el día. El 9 de abril de 1941 se abrió con una intensa nevada. Era parte del plan trazado para acabar con las propias huellas. Ninguna patrulla saldría a vigilar con la ventisca. Un túnel bajo la alambrada fue suficiente para llegar al bosque que había estado reconociendo con anterioridad. La primera sorpresa para Wiltod fue comprobar que no estaba solo. Hasta siete presos se unieron en la aventura suicida. La no comunicación era parte del mecanismo de supervivencia dentro del campo. Los primeros kilómetros se hicieron también en absoluto silencio.

Los gulags siberianos no eran fortalezas indestructibles con grandes muros o alambradas. Basaban su inexpugnabilidad en el aislamiento físico y psíquico. Solo allí podías comer y resguardarse del frío. Los muros estaban en la propia naturaleza. Los fugados sabían que para huir del comunismo no bastaba con cruzar Siberia hasta llegar a Mongolia. Había que seguir hasta China, atravesarla y llegar a la colonia británica en la India. Cada paso era un infinito hacia la libertad, pero la rendición era un atajo seguro hacia la muerte. Poner el pie en cualquier poblado comunista del camino era un salvoconducto al gulag de donde escaparon. De las tormentas y las gélidas temperaturas de la rusia Siberiana hasta los sofocantes vientos del desierto del Gobi pasando por las interminables caminatas buscando los valles que permitieran atravesar la inexpugnable cordillera del Himalaya. El camino estaba salpicado de los mismos extremos que marcaba la historia política del momento.

El patrón de las grandes caminatas (hasta de 20 horas) era siempre el mismo. Un hombre por delante abría el camino. Dos hombres por detrás borraban las huellas como podían. La experiencia de Wiltod con los hongos y las plantas comestibles le dio la dirección del grupo en poco tiempo y el único atisbo de confianza entre sus miembros. Todos tenían un gran secreto que ocultar y nadie quería desvelarlo. De los siete que partieron del gulag solo cuatro llegaron, en marzo de 1942, a la base británica en la frontera de la India. Once meses de travesía a razón de 20 kilómetros diarios de caminata. Una hazaña sin precedentes.

Atrás quedaban las grandes historias de supervivencia y muerte. Como aquella bacanal gastronómica con un venado encerrado entre unas rocas que les sirvió para coger calorías y unas cuantas pieles. O la forma de chupar la escarcha de las piedras al amanecer como única ingesta de líquido durante su travesía por el Gobi. O el encuentro con otra disidente de 18 años de edad, Kristina Polansk, que acabó falleciendo de gangrena durante la huida. Solo en la última fase, en su travesía por el Himalaya, aceptaron un intercambio de favores en alguna granja. Cobijo y comida sin preguntar a cambio de trabajos de pastoreo y mantenimiento. Para entonces los dos soldados polacos más débiles habían fallecido, probablemente víctimas del escorbuto.

La gran aventura de Glinski ha estado siempre rodeada de dudas y misterio. En parte ensombrecida por los delirios descritos en el libro de Rawicz. Muchas de las hipérboles de su relato han sido desmontadas por historiadores y periodistas. En 2011 un grupo de documentalistas quisieron revivir en primera persona la Gran Escapada. Se embarcaron durante seis meses en una expedición voluntaria a la parte más inhóspita de Siberia y Mongolia para seguir los pasos de aquellos aventureros. Cruzar el Himalaya, sobrevivir en el desierto del Gobi… Durante su experiencia confirmaron los innumerables errores del relato de Rawicz pero también que la aventura era posible y más en condiciones extremas de guerra y libertad.

Los mismos periodistas que han pasado años desmintiendo a Rawicz se conmovieron al escuchar el relato, cargado de detalles, del señor Glinski; el hombre que no se atrevió a contar su historia durante 60 años para dejar atrás su pasado, para poder rehacer su vida, para huir de los miedos y recuerdos de sus compañeros. El hombre que no ha dejado nunca de huir.

Colaboración de Pepo Jiménez