Estamos en los albores de la era Edo (comienzos del siglo XVII), con el país recién unificado bajo la égida del shogunato Tokugawa. Los japoneses conocen la paz por primera vez en décadas, y en ciudades como Kyoto y Osaka empieza a prosperar una pujante burguesía, ávida de entretenimiento y diversiones. Son buenos tiempos para las artes y la cultura. Es aquí cuando entra en escena Izumo no Okuni, sacerdotisa del gran santuario de Izumo y bailarina ambulante en sus ratos libres. A la cabeza de un grupillo de comediantes, todas mujeres, Okuni se dedicaba a viajar por el país vendiendo su arte. Dicen que, en un principio, estas tournées eran simplemente para recaudar fondos para el santuario de Izumo. Pero, viendo el éxito que cosechaba, la sacerdotisa pronto acabó por dedicarse a la farándula a tiempo completo. Las integrantes de la troupe de Okuni eran chicas muy apañadas, que lo mismo se marcaban un baile folklórico, te recitaban un poema o se prestaban a aliviarte las penas por un módico precio. Y sí, eso de aliviar las penas era en sentido literal: el cuadro de actrices de Okuni estaba formado en su mayoría por prostitutas, y sus performances, en esencia, no eran más que una manera un tanto llamativa de anunciarse a los potenciales clientes. En el Japón de la época, los servicios «extra» de Okuni y sus bailarinas no eran nada fuera de lo común. Lo verdaderamente sorprendente era el espectáculo previo. En realidad, Okuni probablemente no inventó nada radicalmente nuevo, y simplemente se limitó a adaptar una serie de bailes de moda dándoles su toque personal. Pero, por algún motivo, supo dar con la tecla adecuada para conectar con el público, y ese fue el embrión de lo que con el tiempo llegaría a ser el teatro kabuki.

Izumo no Okuni

Estas primeras performances eran un espectáculo bastante sencillo, basado en la danza, con una historia más bien mínima. Tampoco hacía falta mucho más, no olvidemos que el objetivo principal del show era mostrar la «mercancía» y que los clientes pujaran luego por llevarse al catre a su danzarina favorita. Pero, más allá del componente erótico festivo de aquel teatrillo, su look transgresor y ese estilo provocativo de contar historias iban a calar muy hondo. Era un espectáculo hecho por y para el pueblo. Además, esa estética extravagante y contracultural resultaba rompedora para sus contemporáneos. Cuentan las crónicas que, en sus actuaciones, la propia Okuni se vestía a menudo de hombre y lucía palmito enfundada en ropajes occidentales que dejaban al respetable con los ojos como platos: vistosas capas, emplumados sombreros de ala ancha, e incluso rosarios rematados por crucifijos enjoyados, imitando a los de los misioneros jesuitas. Los hipster del Japón feudal, que modernos los ha habido en todas las épocas, abrazaron este estilo con entusiasmo e hicieron de él su bandera. La moda no tardó en trascender los escenarios y se convirtió en un verdadero fenómeno social. La fiebre se extendía como una pandemia por todo el país, y desataba pasiones tan encendidas que amenazaban con desembocar en verdaderos incendios. Y es que estas actrices causaban auténtico furor, lo que era fuente constante de altercados entre sus enfervorecidos fans. Imaginémonos cómo sería hoy en día ir al cine sabiendo que, al terminar la función, tiene uno la oportunidad de beneficiarse a la Angelina Jolie o Charlize Theron de turno. Los tumultos y peleas a pie de escenario por conseguir los favores de la estrella del momento eran el pan de cada día. Y, en una sociedad donde un tercio de la población no sale a la calle sin sus espadas al cinto, el riesgo de tragedia cuando alguien se pasa de revoluciones es evidente. Para evitar males mayores, en 1629 las autoridades decidieron intervenir y prohibieron a las mujeres actuar en el kabuki.


Pero, como pronto se vio, el remedio fue peor que la enfermedad. Por mucho que se vetara a las mujeres, las representaciones seguían necesitando de papeles femeninos. Y, qué remedio, a partir de ahora esos tendrían que ser interpretados por hombres. Preferentemente, efebos jóvenes y hermosos que pudieran pasar por señoritas sin necesidad de mucho maquillaje. Eran los onnagata, y con ellos llegó el escándalo. Estas descaradas drag queen medievales dejaban a la altura del barro a Conchita Wurst y demás transformistas de nuestros días. Los onnagata terminaron de desatar los más bajos instintos del público nipón. Ahora no eran solo los hombres quienes perdían la cabeza y la cartera por la estrella de turno, también las señoras se volvían locas con aquellos guapos mancebos disfrazados de geisha. Y no eran pocos los actores que, viendo la panoja que allí se movía, aprovechaban su popularidad para alquilarse como compañeros de cama al mejor postor… o postora. Entre unas cosas y otras, lejos de solucionarse, las algaradas en torno a los teatros solo empeoraron. Las autoridades, viendo que la cosa se les iba de las manos, decidieron cortar por lo sano y prohibir los personajes femeninos en las obras de kabuki. También vetaron la participación de muchachos en edad de merecer en los cuadros de actores. Sin mujeres, sin jovencitos, y con todos los papeles interpretados por señores peinando canas, el otrora deslumbrante kabuki corría el riesgo de convertirse en un espectáculo infumable.


Pero al shogunato le salió el tiro por la culata. En los escenarios se siguieron viendo escenas tan procaces como antes, solo que ahora las historias de amor eran todas de corte homosexual. Las relaciones entre hombres no eran ningún tabú en el Japón medieval, pero ese no era exactamente el tipo de entretenimiento edificante que el gobierno quería promover entre el pueblo. Además, en la práctica, los empresarios teatrales se pasaban las prohibiciones por el forro del kimono, y siempre hallaban la manera de metérsela doblada a los censores. Llegaban incluso a colar señoritas de tapadillo en los elencos de actores, generalmente travestidas de hombre. ¿No querías caldo? Pues dos tazas. Así pues, tras varias intentonas, los ministros del Shogun vieron que era imposible ponerle puertas al campo y se rindieron. Como mal menor, tuvieron que admitir a los hombres en papeles femeninos. Las chicas tendrían definitivamente vetada su participación en el kabuki de ahí en adelante (como actrices, no como espectadoras), pero los onnagata habían venido para quedarse.

Como vemos, en el país del Sol Naciente la fascinación por el travestismo y los mozos de rasgos tan delicados que parecen chicas es algo que viene de lejos. Ya en su propia mitología encontramos numerosos ejemplos. Incluso hoy en día, las historias de amoríos entre efebos sicalípticos y etéreos en cómics y series de televisión siguen levantando pasiones entre los japoneses… y las japonesas. Aunque el gusto por la ambigüedad sexual tampoco se limita exclusivamente a roles masculinos. Se ve que en Japón apuestan por la igualdad, porque también tienen una amplia tradición de señoras travestidas de hombre en novelas, dramas e historietas del más diverso pelaje. Sin ir más lejos, ahí está el teatro takarazuka, un espectáculo musical de variedades que, lentejuelas aparte, viene a ser la otra cara de la moneda del kabuki tradicional, ya que en él todos los papeles, masculinos y femeninos, son interpretados por mujeres. Como suele decirse: para gustos, los colores. Igual que el arco iris.

Y así lo cuenta R. Ibarzabal, nuestro corresponsal en Japón.