Siberia es todavía hoy un territorio inhóspito. ‘Tierra dormida’ la llaman. Cinco millones de kilómetros cuadrados para repartir tan solo unos miles de habitantes. Algunos de los secretos que esconde no dejan de sorprender a científicos y exploradores. Siberia ha sido fuente inagotable de historias de supervivencia, de castigo, de dolor, de Gulags y de exilio. Siberia se ha tragado ejércitos enteros mientras nutre de energía y minerales a media Europa. Un infierno que esconde un paraíso natural inabarcable. La escala del territorio es proporcional al asombro que provocan algunas de sus leyendas. Pero hoy traemos solo historia. Un asombroso caso de supervivencia. La familia que pasó 42 años aislada del mundo civilizado.

Primavera de 1961. Queda un solo grano de guisante en la despensa de la familia Lykov. No es un desperdicio, es lo único que queda del último invierno. La única semilla disponible para la siguiente temporada en su brutal aislamiento siberiano. No es una exageración. 20 años más tarde los hijos recordarían como aquel solitario guisante logró germinar unas semanas después cerca de la cabaña tras largas jornadas de vigilia para espantar aves y roedores. Como el maná enviado al pueblo hebreo en el desierto. Ese invierno había sido especialmente cruel y se llevaría por delante a la matriarca, Akulina Lykov. En la difícil estrategia de repartir la comida entre sus hijos calculó mal para ganar su propia supervivencia. Murió de inanición al salvar a su famélica prole. Había resistido dos décadas luchando contra los elementos siberianos para proteger a los suyos pero sucumbió a aquel terrorífico invierno. No fue la única víctima en la brutal historia de cuarenta años de supervivencia de esta familia de ortodoxos rusos.

La historia comienza 30 años antes. Karp Osipovich, el patriarca, es uno de los líderes de la secta ‘Los viejos creyentes’, una rama fundamentalista cristiana escindida de la Iglesia ortodoxa rusa, perseguida desde los tiempos de Pedro el Grande y condenada a la extinción por los vientos bolcheviques e intolerantes que arrasaban la estepa rusa a principios del siglo XX. Karp, el otro Dersu Uzala siberiano, lucharía por la libertad religiosa, sus principios y por la supervivencia de su familia los próximos cuarenta años.

En 1936, durante una patrulla comunista en Lykova, su pueblo natal, los ateos dispararon al hermano de Karp mientras ambos trabajaban en el campo. Karp se sintió afortunado por escapar a la muerte pero decidió no volver a tentar a la suerte. Recogió a su mujer Akulina y a sus dos hijos, Savin, de 9 años, y Natalia, de 2, para echar rumbo al bosque. No hubo tiempo de preparar un carro, ni unas maletas. Tan solo un poco de ropa, algún cacharro y unas cuantas semillas almacenadas de la temporada anterior. Una familia de cenobitas entregada por completo a su credo. La más estricta e inhumana comunión con la naturaleza y con las leyes de su fe. Las primeras semanas fueron un calvario nómada por la taiga rusa. Una sucesión de refugios provisionales para sobrevivir a los elementos fuera del alcance de cualquier autoridad. Cazar es extraordinariamente complicado en Siberia, por lo que la familia tuvo que fabricarse una dieta eminentemente vegetariana. El pescado y la escasa carne que conseguían en verano la ahumaban o dejaban secar como provisiones para el invierno. Cuando faltaban las hierbas, las bayas o las setas recurrían a las cortezas de algunos árboles. Pero todo era insuficiente. Coquetear con la hambruna era inevitable. Y lo pagaron.

Pasó el tiempo y los Lykov encontraron su asentamiento definitivo cerca de la frontera con Mongolia, a las orillas de un afluente del Abakán, un pequeño río que no tiene nombre ni en los mapas. En algún lugar a 250 kilómetros de cualquier sitio habitado. Sin contacto con el hombre, la historia, la ciencia o su propia religión. Los Lykov se perdieron la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de la aviación comercial, la electricidad, la televisión, la llegada del hombre a la Luna, etc… La vida era durísima, pero se abrieron un hueco en ella. En un pequeño huerto cultivaron cebollas, patatas, guisantes y algo de cáñamo. Cuando los remiendos y parcheados de la ropa original se hicieron imposibles, fabricaron sus propios tejidos con el cáñamo sembrado. Cuando los zapatos originales, descosidos y rajados, fueron inservibles construyeron sandalias con la corteza de abedules. Cuando las antiguas cacerolas de latón se oxidaron con el paso del tiempo cocinar al fuego se volvió tremendamente complicado hasta modificar su dieta. El plato estrella de los últimos años era una empanada hecha a base de patatas y mezclada con centeno y semillas de cáñamo.

Dos hijos nacieron durante la larga aventura. Dmitry en 1940 y Agafia en 1943. El patriarca se ocupó y preocupó de cultivar en ellos los sueños imposibles que nunca vivieron. No conocieron humanos vivos fuera de su familia. “Al otro lado del mundo había edificios gigantes, grandes redes de caminos y carreteras, tiendas, aeronaves y odio… mucho odio”. El padre intentó clonar sus recuerdos en sus hijos. Les enseñó a soñar, a sobrevivir en la naturaleza como dictaba la base del credo de su secta; pero también a leer y a escribir con una vieja biblia, los palos afilados de un abedul y como tinta el zumo de madreselva. Agafia identificaba los animales de la taiga por las ilustraciones del viejo testamento. Su hermano Dmitriy organizaba batidas de varias semanas para cazar alces mediante trampas o por puro agotamiento. Todos los hermanos se comunicaban con un dialecto ininteligible basado en el ruso y derivado de su aislamiento y de palabros inventados fruto de sus experiencias.

En 1978, un grupo de geólogos que andaba olfateando la ribera del río Abakán en busca de posibles yacimientos para extracciones de hierro dio con la cabaña del los Lykov desde su helicóptero. No podían creer lo que habían descubierto. La familia no compartió la sorpresa, simplemente se limitó a enseñarles su hogar. Lo único que pidió el viejo y barbudo Karp a sus invitados fue un poco de sal. Aquello a lo que más le había costado renunciar durante su voluntario cautiverio. A partir de ese momento la familia pasó a ser protagonista nacional. Todas las miradas que no tuvieron en 42 años se dirigieron a la vez a sus vidas. Fueron investigados, estudiados y agasajados con todo tipo de menaje y comodidades de una sociedad materialista que no querían reconocer. A pesar de ello, el aislamiento no redujo su capacidad deductiva ni su inteligencia, asimilando bien todas las historias e inventos que descubrieron de la mano de los geólogos. El viejo Karp ya intuía la aviación comercial y los satélites al ver luces extrañas moviéndose por el cielo. Lo único que no digirieron fue la televisión. La primera vez que la vieron en el campamento de los geólogos Karp se estremeció mientras su hija Agafia, la más fanática, se arrodilló y empezó a rezar.

Como consecuencia de décadas de desnutrición y del contacto con otros humanos y gérmenes de la sociedad industrializada Dmitry, Savin y Natalia murieron en 1981 de insuficiencia renal. Incapaces de digerir el cambio de dieta y costumbres prostituidas tras 40 años de monacato. El patriarca y Agafia, la hija pequeña, siguieron viviendo en el que ha sido su hogar durante los últimos 50 años hasta la muerte del progenitor en 1988. Siempre con la ayuda y manutención de la sociedad de la que nunca supieron dejar de huir.

Karp y su hija Agafia

Colaboración de Pepo Jiménez

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