Quizá, junto a los Juegos Olímpicos, el teatro sea la única afición pública de la Antigüedad que ha llegado casi íntegra hasta nuestros días. Roma, desde que conquistó Grecia y asimiló como suyo el extraordinario legado cultural de ésta, comenzó a valorar el teatro como una forma natural de expresión ciudadana, una manera de liberarse temporalmente del penoso día a día con las vicisitudes o banalidades de un grupo de actores dispuestos a distraer al público con sus acusadas declamaciones, nada valoradas. Por cierto, actor era una de las profesiones más denigrantes de la época.

Teatro romano de Mérida

Tan parca e ingrata actividad pública no daba para el florecimiento de nuevos autores, por lo que la oferta teatral se supeditaba a traducciones al latín de las obras clásicas griegas, perdiendo mucha de su hilaridad o sensibilidad en el proceso. Así fue hasta que un tal Tito Macio Plauto, un auxiliar veterano de las Guerras Púnicas, revolucionó la oferta teatral de la ciudad. Plauto, después de años de penuria, renovó el teatro latino con sus comedias puramente romanas que, adoleciendo del refinamiento griego, trasladaban con sarcasmo la idiosincrasia de las gentes de su tiempo sin recurrir a copias de las obras griegas. Eran momentos duros para Roma y sus gobernantes no pedían tragedias, había que animar a la ciudadanía. Obscenidades y groserías, situaciones delirantes, esclavos, viejos verdes, mercaderes, marinos, prostitutas, soldados, jovenzuelos, flautistas, todos ellos protagonizaron sus desternillantes comedias.

¿Por qué el teatro se representa con dos máscaras?

Ya desde la antigua Grecia, la buena acústica de los teatros, quizá potenciada después gracias a las magistrales proporciones de Vitrubio, favorecía que se escuchasen sus declamaciones desde cualquier rincón del recinto, pero resultaba más complicado poder ver con claridad los gestos de los actores. Por ello se hicieron tan populares las máscaras con las que hoy en día seguimos identificando el mundo del teatro, la comedia y la tragedia, Dionisos y Tanatos, la alegría de vivir y la muerte, los dos extremos intemporales de la existencia.

¿Y los actores?

Salvo excepciones, fueron solo hombres quienes interpretaban todos los papeles, fuesen masculinos o femeninos, y, como ya hemos dicho, su trabajo no estaba bien visto por parte de la población. Según el libro Dichosos dichos, escrito bajo el seudónimo de Víctor Amiano, los actores trágicos calzaban el cothurnus, calzado con una suela gruesa de corcho que les hacía parecer más altos y del que proviene la expresión «de alto coturno» (de clase elevada). Por otra parte, los comediantes usaban el soccus, del que deriva nuestro zueco. Por metonimia, el todo tomó el nombre de una parte y comenzó a llamarse soccus a los comediantes. Y al igual que hacían los comediantes en escena, el tonto y el despistado, «hacerse el soccus» pasó a significar «hacerse el tonto o el despistado». Del soccus al sueco -«hacerse el sueco»-, pasando por el zueco, solo hay un idioma difícil de entender y que nos hace poner la misma cara de Alfredo Landa en el Benidorm de los años sesenta.