Como se ve en la película Lost in Translation, cuando los japoneses tratan con occidentales siempre suele haber cosas que se “pierden” irremediablemente en la traducción. En realidad, es un problema que viene de antiguo. Los primeros intercambios entre ambos mundos empezaron hace casi 500 años, en plena era de los descubrimientos, y desde entonces no han faltado malentendidos culturales de lo más variado. Algunos, como el de cierto capitán inglés recién llegado a la tierra del sol naciente, no dejan de tener su gracia. Y es que, a veces, Oriente y Occidente parecen condenados a no entenderse nunca del todo.
A principios del s. XVII, el océano Pacífico era ya un territorio familiar para navegantes castellanos y portugueses. Pero, poco a poco, ingleses y holandeses empezaban a hacer sus pinitos en el comercio colonial, a la sombra del gigante ibérico. Apenas un siglo después serían ellos los señores de los mares, pero en 1613 aventurarse por aquellas latitudes era todavía una aventura más que arriesgada para los súbditos de su graciosa majestad. En ese mismo año el Clove, capitaneado por el intrépido John Saris, culminaría una hazaña impensable: ser el primer navío inglés en arribar a tierras japonesas. El objetivo de la expedicion era contactar con otro compatriota, William Adams, que había llegado a Japón como náufrago en un barco holandés unos años antes y, siendo un tipo espabilado, se lo había currado de tal modo que había llegado a ser consejero de los primeros shogunes Tokugawa en materia de relaciones internacionales. El propio Adams tiene una historia fascinante que merece la pena contar en detalle, pero hoy nos centraremos en el capitán Saris, cuya misión era dar con él y establecer una ruta de comercio estable con Inglaterra. Desde luego, para la recién creada Compañía de las Indias Orientales aquella era una oportunidad estupenda de abrir nuevos mercados. Nada menos que el legendario Cipango, el país de las sedas y el oro del que hablaba Marco Polo. Poco importaban los peligros de los siete mares, en Japón había negocio y los contables de Londres querían su trozo del pastel.
Tras un viaje lleno de vicisitudes, atravesando medio mundo, John Saris logró al fin avistar las costas japonesas. Lo hizo en Hirado, en el extremo Sur del país, una zona de notable influencia extranjera por aquellos tiempos. En la cercana Nagasaki, ciudad prácticamemente gobernada por los jesuitas, galeones españoles faenaban con asiduidad. En los alrededores había factorías portuguesas y holandesas que animaban la economía local con el comercio de sedas y plata. Y, a pesar de las cada vez más frecuentes persecuciones, también abundaban los nativos conversos a la fe cristiana. Parecía el lugar ideal para entablar un primer contacto. Pero en la pequeña Hirado no estaban tan acostumbrados a los europeos como en Nagasaki. Ante la duda, el señor de aquellas tierras optó por la prudencia: antes de dejarlos desembarcar alegremente, primero había que dejar a aquellos bárbaros un tiempo en cuarentena, no fueran a alterar el orden público más de lo debido. Así que Saris tuvo que contentarse con fondear en la bocana del puerto y recibir pacientemente en su barco a una delegación tras otra de funcionarios locales. Funcionarios que escudriñaban a la tripulación del Clove con los mismos ojos de quien se encuentra con un marciano al doblar la esquina.
Un buen día el propio señor de Hirado, Matsuura Shigenobu, acudió en persona a inspeccionar la nave. Y ya de paso, se trajo de paso a algunas damas de la corte, concubinas y esposas de nobles de alto rango, que sin duda se morían de curiosidad por echarle un ojo a tan pintorescos visitantes. Pero, como estaban a punto de comprobar, subir a un grupo de delicadas féminas a bordo de un galeón lleno de marineros que llevan meses sin pisar tierra no es lo que se dice una buena idea. Para ponernos en antecedentes, hay que explicar que el capitán Saris era un hombre con unas sensibilidades artísticas muy particulares. Aficionado a las mujeres de carnes generosas, tenía el camarote lleno de lienzos y dibujos de señoras en paños menores. La joya de su colección era un imponente óleo de una Venus desnuda y bastante bien dotada “en pose de lo más lasciva”, según sus propias palabras. Pero, en realidad, el lobo de mar no le hacía ascos a nada. Las japonesas, aun teniendo formas menos rotundas, también le hicieron tilín.
Al ver a las damas de la comitiva, le faltó tiempo para invitarlas a sus aposentos para mostrarles su colección. Si la cosa se daba medio bien, igual hasta podría pescar algo ese día. Pero ellas no terminaron de captar la indirecta. Cuál no sería la sorpresa del inglés cuando, ante el cuadro de la Venus pechugona, las señoritas se postraron de hinojos, se persignaron, ¡y empezaron a rezar en latín! Efectivamente, habían confundido a Venus con una estampa de la Virgen María. Afortunadamente, el señor Matsuura, más avispado que sus piadosas concubinas, captó el mensaje a la primera. Dio por terminada la visita lo antes que pudo y, al día siguiente, volvió con un nuevo séquito de mujeres, también de finos rasgos y hermosos kimonos, pero que en vez de rezar el rosario se dedicaban a bailar y cantar para solaz de los visitantes. Y, por un módico precio, también les dispensaban otros servicios más íntimos. En el fondo, Saris y Matsuura hablaban el mismo idioma.
Pese a pequeños malentendidos culturales como este, al final, el viaje de Saris acabó por dar los frutos esperados. Los buenos contactos de William Adams le valieron una audiencia con el shogun, de quien consiguió los permisos para establecer una factoría. La Compañía de las Indias Orientales al fin tendría su sucursal en Japón. Saris dejó a un subalterno al cargo y volvió triunfante a Londres, más contento que unas pascuas. Entre las mercancías que trajo consigo había sedas y ricos presentes para el rey Jacobo I, pero el botín más preciado fue a parar directamente a su colección personal. Se trataba de un voluminoso cargamento de estampas y libros de ilustraciones de un estilo que, en aquellos tiempos, solo se podía ver en Oriente. Eran pinturas eróticas, los primeros ejemplos de grabados ukiyoe, que ya empezaban a ser populares en el Japón de los Tokugawa.
Encantado con su exótico tesoro, nada más llegar a Inglaterra se dedicó a enseñarle los dibujos a medio Londres. Pero, por desgracia, no todos compartían su visión del arte. El entusiasmo de Saris chocó frontalmente con las puritanas mentes de los gerifaltes de la Compañía de Indias, que no veían con buenos ojos que un empleado suyo fuera repartiendo estampitas de señoras en cueros por ahí. La colección de Saris acabó en la hoguera, para disgusto del pobre capitán. Y ahí, en las llamas purificadoras de la inquisición inglesa, terminó la que, probablemente, fue la primera incursión de la industria editorial japonesa en el mercado occidental. Siglos después los japoneses volverían a la carga con sus dibujos subidos de tono, y esta vez encontrarían un público bastante más receptivo. Pero ya vemos que la fascinación de los occidentales por la pornografía nipona viene de bastante antiguo. Y si no, que se lo pregunten al bueno de John Saris.
Colaboración de R. Ibarzabal
Fuente: Samurai William: The Englishman who opened Japan – Giles Milton
[…] El día en que confundieron a la Virgen María con una Venus en pelotas […]
Se tuvo que llevar buen chasco el nipón con aquellas extrañas muestras de devoción mariana.
La humanidad siempre pensando en «lo único», sean gentes de occidente como de oriente.
Un saludo.
Nada mal para empezar los negocios con los «ponjas».al fin de cuenta,como reza el añejo dicho:»ENTRE PUTAS Y SOLDADOS…DELICADEZAS A UN LADO»..
Excelente datos sobre historia, ayudan a clarificar muchas inquietudes