Del cielo estamos acostumbrados a ver caer lluvia, granizo o nieve. Eso es lo habitual, pero avatares del destino y concatenaciones de circunstancias pueden provocar que podamos acudir a precipitaciones de ranas, peces, o, como ocurrió en aquellos meses de 1948 y 1949 en Berlín, caramelos y chocolates planeando sobre pequeños paracaídas.

A finales de la década de los 40 daba comienzo aquel período de nuestra historia que ha pasado a la posteridad con el nombre de “Guerra Fría”. La Unión Soviética de un lado, y las potencias occidentales de otro, lideradas por Estados Unidos, jugaban al ajedrez con el mapamundi, y en el corazón de Europa estaba ese enclave urbano que era Berlín Oeste que Stalin quería a cualquier precio, pero por el que Washington, Paris y Londres estaban dispuestos a hacer lo que fuera para mantenerlo bajo su órbita.

En junio de 1948 la Unión Soviética comienza un bloqueo de la sección occidental de la ciudad alemana, al objeto de dejar esta desabastecida y lograr así anexionarla. Los 2.2 millones de berlineses no podrían sobrevivir más que unas semanas sin alimentos, combustible y medicamentos, así que se pusieron manos a la obra y replicaron con la construcción del aeródromo de Tegel, que se unía al aeropuerto de Tempelhof, mientras que por todo el mundo se traían aviones con los que se iba a crear el mayor puente aéreo de la historia. Comenzó así un flujo constante que traía entre 9.000 y 12.000 toneladas de productos cada día, con un aterrizaje cada 3 minutos. Y ante tal trasiego de aviones solían congregarse grupos de niños. Un día, tras cumplir con su ruta habitual, un piloto americano llamado Gail Halvorsen se acercó a ellos para darles varios chicles y chucherías que portaba a través de la alambrada. El respeto y agradecimiento de los chicos causó una muy buena impresión al soldado yanqui, que prometió volver al día siguiente para entregarles más.

Esa misma noche Gail se hizo con un buen puñado de golosinas, las cuales ató a pequeños pañuelos que harían las veces de paracaídas, y al día siguiente, justo antes de llegar a su destino, arrojó las mismas mientras hacía mover las alas de su aparato a modo de saludo. Durante tres semanas Gail repitió esa operación cada vez que debía realizar un trayecto, y a pesar de que comenzaban a correr rumores de “lluvias de caramelos” cerca del aeropuerto y que el grupo de niños era cada vez mayor él mantenía la esperanza de mantener su acción en secreto.

Pese a sus deseos y como era obvio, esta operación no pudo mantenerse oculta mucho tiempo, y Gail fue llamado por su superior, el general William Turner, que le mostró un extenso reportaje sobre su iniciativa, además de varias fotografías en las que figuraba retratado. Para su sorpresa, eso no supuso ninguna reprimenda, y haciendo de ello una operación de marketing militar, no tan sólo se le dio permiso para continuar con la misma sino que además se estudió incrementarla. Desde Estados Unidos, donde la prensa se había hecho eco de la historia, comenzaron a llegar cajas con dulces, e incluso la Asociación Norteamericana de Pasteleros donó varias toneladas de caramelos. Aquello que había comenzado como un acto individual de altruismo y generosidad acabó plasmándose de forma definitiva en lo que se dio en llamar Operación “Little Vittles”, y que en los días finales del bloqueo llegó a sumar hasta 25 aviones repartiendo alrededor de 23 toneladas de chucherías en diferentes puntos de Berlín Oeste.

Finalmente, el 30 de septiembre de 1949 Stalin se rindió y cesó el bloqueo de la ciudad, desapareciendo con ello la necesidad de mantener el puente aéreo y por tanto el suministro de chucherías. Cientos de niños, que habían vivido o nacido bajo lluvias de bombas y metralla años atrás habían canjeado estas por precipitaciones de golosinas en un tiempo de incertidumbre y privaciones. Gail Haversen dio inicio a una operación que no tan sólo distribuyó azúcar, chocolates y pasas; logró, tal y como dijo uno de los pequeños que esperaban esa lluvia, “traer esperanza”.

Colaboración de Antonio Capilla Vega de El Ibérico