Antes de nada, habría que diferenciar lo que hoy se entiendo por eutanasia y suicidio asistido. La eutanasia (del latín euthanasia, y este del griego εὐθανασία «muerte dulce») es provocar la muerte de un enfermo desahuciado, para evitar su agonía. Puede ocurrir con o sin el consentimiento del paciente, esto último como en el caso de personas en estado de coma en el que es un familiar cercano el que lo decide. Por otra parte, en el suicido asistido se le proporcionan a una persona los medios necesarios, incluido el asesoramiento sobre dosis letales, pero es el propio paciente el que voluntariamente termina con su vida. ¿Y qué ocurría en la Antigua Roma?
En Roma, el suicidio no se consideraba un crimen o un pecado contra los dioses, y, en determinadas situaciones, se consideraba justificable y pragmático, como en el caso de personajes relevantes para evitar la ejecución pública y conservar su dignidad -recordemos los suicidios de Cleopatra, Marco Antonio, Catón el Joven o Séneca-. Sin embargo, el suicidio fue explícitamente prohibido para esclavos, legionarios y los acusados de algún delito penado con la muerte. Los esclavos, al ser «propiedad» de sus amos, no tenían capacidad de decisión y, además, su muerte suponía un agravio para los intereses de los amos. Los soldados que se suicidaban eran proclamados traidores o desertores y se les confiscaban todos los bienes en favor de la República o el Emperador de turno. En el caso de los acusados, también era una cuestión económica, ya que si se suicidaban antes del juicio no se podían emprender acciones legales para confiscar sus propiedades. Lógicamente, ante una previsible condena a muerte el acusado prefería quitarse la vida y, por lo menos, los suyos no se quedaban sin nada. Hasta que llegó el emperador Domiciano y decretó que si se suicidaban antes del juicio también perderían todas sus propiedades.
¿Y qué pasaba con el resto de ciudadanos de Roma? Pues que, según nos cuentan el historiador Tito Livio en «Ab urbe condita libri» y el escritor romano Valerio Máximo en «Factorum et dictorum memorabilium», si alguien deseaba voluntariamente terminar con su vida debía pedir permiso al Senado exponiendo sus motivos. Se estudiaba su caso y sus motivaciones, y si se consideraba que estaba sobradamente justificado se autorizaba e incluso se le proporcionaba veneno sin coste alguno. En caso de no estar suficientemente motivado, se trataba de dar soluciones y convencer al suicida. Si procedía sin la pertinente autorización, se enterraba en una fosa común sin honras y perdía todas las propiedades.
Fuentes: The Vintage News, Ancient Origins
Eran muy prácticos estos romanos. Lo malo es cuando «te suicidaban», es decir, cuando te obligaban a matarte por narices, como le pasó a Séneca.
Un abrazo, Javier,
Excelente descripción, cómo siempre, saludos
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