Aunque el Acta Diurna, diario o archivo de Roma, se llevaba publicando desde hacía años, no fue hasta el 59 a.C. cuando Julio César decidió ir más allá y hacer públicos los temas y negocios tratados en el Senado vía Acta Senatus, el equivalente a nuestro diario de sesiones del Congreso. Más tarde, y a través de la Acta diurna populi Romani, se publicaron también las decisiones de asambleas populares y tribunales, avisos de subastas, nacimientos, fallecimientos, matrimonios, divorcios y otros acontecimientos sociales. Aquellos primeros periódicos gratuitos se publicaban en unas tablillas en el Foro, centro neurálgico de la ciudad, para que todo el mundo tuviese acceso a las noticias de interés general (Acta Diurna y Acta Senatus) y, como hemos visto, a las del corazón (Acta diurna populi Romani). Y si a estas actas las podríamos equiparar con nuestra prensa, a los que las redactaban, los diurnarii, los podríamos denominar los periodistas de la antigua Roma.
Además, como la información siempre ha sido poder y en Roma la libertad de expresión no existía todavía, las noticias que se publicaban estaban controladas por las autoridades . Aunque inicialmente sólo Roma tenía el privilegio de estas publicaciones, pronto fue necesario realizar numerosas copias y hacerlas llegar a todas las provincias romanas. Aún sabiendo que muchas noticias habían sido sesgadas parcialmente o, simplemente, eliminadas, el pueblo estaba muy interesado… ¡pero la mayoría no sabían leer! Para solucionar el problema del analfabetismo galopante, se instituyeron los praeco, los pregoneros encargados de recorrer la ciudad y “cantar” las noticias. Eso sí, a partir de las primeras horas de la tarde que los plebeyos ya habían terminado su jornada laboral. Pero los praeco, funcionarios del Estado con horario de tarde, no eran los únicos que recorrían las calles vociferando, también lo hacían los strilloni, pregoneros que cotizaban en el régimen de autónomos contratados por los comerciantes y mercaderes para hacer publicidad de la apertura de nuevos comercios, productos a la venta, ofertas de 2×1 o rebajas.
Y para cerrar el círculo de los medios de información, estaban los subrostani que, a modo de freelance (free, libre y lance, lanza; que hace referencia a los caballeros medievales sin señor que se alquilaban por dinero) o puras agencias, vendían las noticias que decían conocer de primera mano. El problema de los subrostani era que te podían colar rumores y chismes por noticias contrastadas o, peor aún, vender noticias por encargo de terceros interesados. Y a imagen y semejanza de nuestros resúmenes anuales con las noticias más impactantes o relevantes, en Roma se editaban los Annales Maximi, normalmente copados de batallas, conquistas e inauguraciones de obras públicas.
No sé cuándo ocurrió, pero en algún momento de la historia los otrora llamados medios de comunicación se convirtieron en medios de opinión. Porque una cosa es informar y otra, muy distinta, crear opinión siguiendo la línea editorial marcada por el “color” de los que pagan. Cada vez hay más “opinólogos” (como les llaman en Chile a los que opinan de todo sin ningún rubor) y menos periodistas. Desde esta humilde tribuna reivindico la vuelta de aquellos periodistas cuyas crónicas eran auténticas obras literarias.
Información Bitacoras.com
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