Aunque en el primer tercio del siglo XIX los nobles europeos ya estaban cambiando sus cubiertos y vajillas de metales preciosos por los del ligero aluminio, su precio todavía era prohibitivo para que se pudiesen popularizar. Habría que esperar hasta finales de siglo, y gracias a los procesos de obtención mediante la electricidad que abarataban los costes de producción del aluminio, para que el estadounidense Charles Martin Hall se plantease fabricar utensilios de cocina, sobre todo ollas, de este nuevo elemento. Aquellos nuevos productos se comercializaron bajo la marca Wear-Ever (nunca se desgasta), que hoy todavía existe. Lógicamente, al principio fue difícil convencer a las amas de casa estadounidenses para que cambiasen sus viejas baterías de cocina de hierro. Así que se hizo necesario ir puerta por puerta…
Uno de estos vendedores puerta por puerta, en concreto en San Francisco, fue Edwin W. Cox. Como su comisión dependía de las ventas, y eran demasiadas las mujeres que le cerraban la puerta en las narices, tuvo que idear algo para que las amas de casa le dejasen entrar a sus cocinas, porque sabía que si podía hacerles una demostración las posibilidades de colocarles las nuevas baterías de cocina aumentaban exponencialmente. Optó por un recurso fácil y que ha funcionado siempre… un obsequio si le permitían hacerles una demostración, independientemente de que comprasen o no. Pero Edwin quería ser original, el regalo sería algo que pudiese facilitar la vida de las amas de casa. Por la propia experiencia vivida en su casa, su mujer siempre se quejaba de lo engorroso que era limpiar la comida pegada en ollas y sartenes. Dicho y hecho, estropajos cuadrados hechos de limaduras de acero impregnadas con jabón seco (arrancan la comida pegada y, a la vez, limpian el recipiente). Tras probarlo en casa, Edwin se echó a la calle con sus baterías de cocina… y los estropajos jabonosos. El obsequio le abrió muchas puertas y, lógicamente, aumentaron las ventas de baterías de cocina. En unos meses, su vida cambió; pero no por el número de ollas de aluminio que vendió, que también, sino por los pedidos de… ¡estropajos!. Su cocina se quedó pequeño para producir el volumen demandado y en 1917 decidió dejar la venta puerta por puerta de ollas de aluminio para centrarse en la fabricación de estropajos jabonosos.
El producto era bueno y funcionaba, ahora sólo faltaba ponerle un nombre con tirón y que definiese qué era o para qué servía. Y aquí fue su esposa la que le dio la idea cuando le dijo que los estropajos salvaban las cacerolas … Save Our Saucepans (salvad nuestras cacerolas). El acrónimo SOS, igual que la señal internacional de socorro, se convirtió en la marca de los primeros estropajos que hoy todavía existe.
Las primeras bolsas de papel tenían algunos inconvenientes, tales como que se fabricaban a mano, lo que aumentaba su coste, no tenían pliegues definidos y, sobre todo, la forma del fondo impedía que se mantuviesen en pie. Hasta que en 1883 el estadounidense Charles Stillwell inventó una máquina para fabricarlas que, lógicamente, disminuía los costes de producción enormemente. Además, estas nuevas bolsas de papel tenían el fondo plano, lo que permitía que se mantuviesen en pie, y los pliegues definidos para plegarlas con sencillez y almacenarlas ocupando el mínimo espacio. Pero lo que daría nombre a estas bolsas fue su apertura… con una simple sacudida de muñeca la bolsa se abría con toda su amplitud e instantáneamente. Por eso, se llamaron SOS, acrónimo de Self-Opening Sack (bolsa de apertura automática).
A comienzos del siglo XX todos los supermercados de EEUU ofrecían a sus clientes las bolsas de Charles Stillwell.
Fuente: Las cosas nuestras de cada día – Charles Panati
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Como el arroz de la misma marca que, si no se pega, también se salvan las cacerolas. Jejeje.
Un saludo, Javier.
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