Siempre alerta para evitar su captura por las fuerzas del orden y, sobre todo, para que no te pille el fuego cruzado de un ajuste de cuentas entre los de tu gremio, el futuro de los criminales no es otro que un pijama de madera, una larga condena en prisión y, los menos, salir a tiempo del negocio antes de que otros sellen tu destino. Y entre estos criminales tenemos, por ejemplo, asesinos y sicarios, cuya diferencia radica en la motivación y el modus operandi. Un asesino puede cometer un asesinato por diversas razones y el sicario, en cambio, es un asesino a sueldo contratado para matar a cambio de una compensación económica. Así que, vamos adelante con su origen etimológico:
SICARIO
Nos vamos a la Judea del siglo I, cuando era una provincia romana, y donde las diferencias religiosas, la presión fiscal, el apoyo de Roma a los no judíos, los excesos y alguna que otra metedura de pata por parte de los procuradores romanos, hicieron que en el año 66 estallase una revuelta judía. Y los romanos respondieron como siempre hicieron, enviando a los legiones que masacraron a diestro y siniestro. Craso error. Aquella respuesta, totalmente desproporcionada, convirtió aquella revuelta en la Gran Revuelta Judía, hasta el punto de que acabaron con la vida de 6.000 legionarios llegados de Siria para sofocar la rebelión. Cuando las noticias de aquel descalabro llegaron a Roma, Nerón optó por encargarle el asunto a uno de sus más eficientes generales, Vespasiano, el que luego sería coronado emperador. Movilizó un contingente de más de 50.000 hombres y entró por el norte de Judea como un rodillo, obligando a los judíos a replegarse y refugiarse en Jerusalén. Cuando ya solo faltaban dar la puntilla, llegaron noticias de la muerte de Nerón y de disturbios en la ciudad eterna. Aquel año 69 se conoció como el de los cuatro emperadores: Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano, el que lograría por fin estabilizar el Imperio. Ocupado en estos menesteres, el nuevo emperador dejó a su hijo Tito, que le sucedería en el trono, encargado de rematar la faena en Judea.
Ante la imposibilidad de tomar al asalto Jerusalén, una ciudad grande y bien defendida, Tito optó por sitiarla, colocando cuatro legiones alrededor e impidiendo que saliesen de la ciudad los centenares de peregrinos que se encontraban allí durante la Pascua. Pensó que así habría más presión para que forzasen una rendición pactada, y aunque la idea parecía buena no cuajó. Miles de personas murieron víctimas del hambre y las enfermedades, y, también, a manos de nuestros protagonistas, los sicarios. Detrás de esta insurrección estaban los zelotes, una facción radical del judaísmo que luchaba por la independencia de Judea, enfrentada incluso con otras corrientes más conciliadoras dentro del judaísmo. Estos fueron los encargados de encender la llama, mantener el fuego ardiendo y convencer a los indecisos para que se uniesen a la revuelta con argumentos, digamos, muy convincentes. Pues bien, dentro de esta facción radical, había una todavía más extrema, que eran los sicarios, una especie de brazo armado. El origen de su nombre procede de la sica, una daga que llevaban oculta en la manga o entre los pliegues de la túnica y con la que perpetraban los atentados. Antes de la revuelta, los romanos y los judíos simpatizantes con Roma eran sus víctimas, y normalmente cometían los asesinatos en actos multitudinarios donde podían escabullirse fácilmente entre la gente. Durante el asedio, ya no se escondían y sus víctimas eran todos los que hablasen de rendición, ya fuese acuchillándolos con su querida sica o arrojándolos por las murallas. En el verano del año 70, Tito y sus legiones, tras romper las murallas de Jerusalén, entraron y saquearon la ciudad.
El Senado quiso otorgarle al joven Tito una corona por su victoria, pero éste la rechazó diciendo: “no hay mérito en derrotar un pueblo abandonado por su propio Dios”. Aunque yo matizaría, un pueblo abandonado por su propios Dios y acosado por sus fanáticos seguidores. El resultado de la revuelta fue devastador: más de un millón de judíos murieron en los cuatro años de guerra, además de los casi 100.000 que acabaron como esclavos.
ASESINO
Para entender el origen de nuestros asesinos tenemos que remontarnos al siglo VII, siglos antes incluso de que apareciese el término. En el 632, tras la muerte del profeta Mahoma y debido a las diferencias en la sucesión, se produce un cisma, resultando en la división de lo que hoy conocemos como los chiitas y los sunitas. Los sunitas siguen la sunna (tradición) y reconocen a los primeros califas como sucesores legítimos, mientras que los chiitas consideran a Alí, primo y yerno de Mahoma, como el sucesor designado por él. Hacia el siglo IX se produce un nuevo desencuentro por el liderazgo entre los chiitas y surge una rama llamada los ismaelitas, en honor del imán Ismail ibn Yafar. Éstos últimos consiguieron establecer una comunidad en el norte de África e incluso llegaron a fundar la dinastía fatimí. Y como no hay dos sin tres, esta dinastía sufrió su propio cisma a finales del siglo XI dando lugar a dos grupos rivales: los musta’líes, seguidores de Al-Musta’li, y los nizaríes, seguidores de Nizar. Y aunque Nizar fue asesinado por su hermano al poco tiempo de haber tomado Alejandría (Egipto) y parecía que el nuevo orden acabaría con los nizaríes, éstos decidieron seguir adelante y se trasladaron hacia Persia (hoy, Irán), donde propagaron sus creencias… y pusieron de acuerdo a sunitas y a chiitas a la hora de perseguirlos. Y fue en una pequeña comunidad nizarí de Persia donde, acosados por unos y otros, surgió un carismático líder, Hasan-i Sabbah.
Hasan-i Sabbah fue conocido con el sobrenombre de Viejo de la montaña, título que ostentaron desde entonces los líderes del movimiento nizarí. Intentaron crear un Estado propio pero no lo lograron. Ante la persecución a la que fueron sometidos, Hasan-i Sabbah optó por refugiarse en las montañas de Irán, para lo que se apoderó de Alamut, una fortaleza ubicada en una escarpada montaña de 1.800 metros de altitud y en una zona de muy difícil acceso en la cordillera de Elburz (a unos 100 kilómetros al norte de la ciudad de Teherán). Con el limitado número de fieles con los que contaba, Hasan no podía iniciar una guerra abierta contra sus enemigos, que no eran pocos, pero sí atacar objetivos concretos que influyesen de forma determinante entre sus adversarios. Para ello, «el Viejo» eligió un selecto grupo entre sus más devotos seguidores y creó una milicia de élite (fedayines) dispuesta a matar por la fe (o por orden de su líder). Adoctrinados y entrenados en Alamut, asesinaban a califas, príncipes y potentados abásidas o turcos, a cristianos, o a los que trataban de penetrar en su feudo.
«Como no se les permite hacerse con el poder ni tienen la fuerza para tomarlo ni controlarlo, entonces buscarán golpearlo, a través de operaciones quirúrgicas; es decir van y matan a alguien, sin importar si pueden escapar o no» -Emilio González Ferrín, profesor de pensamiento árabe e islámico en la Universidad de Sevilla-.
Y estos fanáticos fedayines son a los que algunos llamaron despectivamente hashshashin, palabra árabe de la que proviene asesino, y que muchos traducen como fumadores de hachís.
«Se dice que Hasan-i Sabbah durante los entrenamientos a sus milicianos les hablaba del paraíso y luego los embriagaba con algún tipo de droga, que bien bebían, masticaban o ingerían del modo que fuese; y a partir de ahí les encargaba los asesinatos que debían cometer» -Ignacio Gutiérrez de Terán, profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la UAM-
Y esa droga es la que se pensaba que era hachís. Pero tiene toda la pinta de que no es tan sencillo, porque como dice González Ferrín: «Cualquiera que haya probado un porro sabe que lo menos que te apetece después de fumarlo es ir a matar a nadie. Se cree que iban drogados, porque eran kamizakes, pero si eso era así seguramente sería otra sustancia distinta al hachís«.
Una vez reclutados, los nuevos integrantes eran instruidos no sólo en el combate cuerpo a cuerpo, sino también en el lenguaje, cultura y costumbres de aquellos pueblos o ciudades a donde iban a ejecutar sus golpes. Eran una especie de ninjas. Precisamente la capacidad de infiltración de los hashshashin, pudiendo permanecer como «células durmientes» durante tiempo, junto a su precisión y frialdad, los hizo famosos y temidos. Fueron ganando adeptos entre los chiíes y desde Alamut crearon una red de fortificaciones que se extendió hasta las actuales Siria y Líbano.
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