En el año 1807, mediante la firma del Tratado de Fontainebleau, Francia y España acordaban el reparto de Portugal, por aquel entonces aliado de Inglaterra. Controlado el mar por ingleses y portugueses, la única opción viable era que las tropas francesas atravesasen la Península, por lo que numerosos contingentes militares franceses entraron en España. Napoleón era consciente de la crisis política del régimen borbónico e iba a aprovechar la situación.

En 1808, un contingente de 2.000 soldados franceses al mando del general D´Armagnac atravesaba Roncesvalles y, tras una dura marcha y condiciones climatológicas adversas, el 8 de febrero llegaban a Pamplona para descansar y seguir luego camino hasta Portugal. Aunque en teoría, y según el Tratado firmado, eran aliados de los españoles, la población de Pamplona recelaba de aquella invasión pacífica y en la que, además, debían contribuir con el avituallamiento y alojamiento. Y estaban en lo cierto, porque D´Armagnac había recibido órdenes del mariscal Murat, lugarteniente de Napoleón para todos sus ejércitos en España, para tomar la Ciudadela.

Cuando D´Armagnac se entrevistó con el Marqués de Vallesantoro, Virrey y Capitán General de Navarra, para poder acantonar parte de sus tropas, que ya llegaban a los 4.000 efectivos dentro de la Ciudadela, éste le dio largas diciendo que para ello necesitaba la autorización desde Madrid. Visto que la diplomacia francesa no fue suficiente, D´Armagnac se decidió por la estrategia. Se reunió con el capitán Robert y planificaron el ataque. Aparentemente desarmados y repitiendo lo que hacían todos los días, la noche del 15 al 16 de febrero Robert y un grupo de 100 soldados elegidos de entre lo mejor de sus tropas se dirigieron a recoger sus raciones de pan a las puertas de la Ciudadela. Aprovechando que la nevada caída había cuajado, la mitad de ellos comenzó una guerra de bolas de nieve. La guarnición que defendía la Ciudadela, un pequeño contingente de voluntarios poco dispuestos y menos preparados para las artes de la guerra, se mofaban de aquella inusual batalla, momento que aprovecharon el resto de franceses para desarmar a los defensores y tomar la Ciudadella sin un sólo disparo.

El 13 de marzo de 1808 Murat ya estaba en Burgos y desde allí continuó (la ocupación pacífica) hasta Madrid, donde entraría 10 días más tarde. Mientras, en la corte del rey Carlos IV (tonto, calzonazos y cornudo), cuyo gobierno era ejercido en la práctica por el valido Manuel Godoy -amante de la reina-, existía un grupo de conspiradores encabezado por los sectores más reaccionarios y por los descontentos con las actuaciones de Godoy. En la sombra, manejando los hilos, estaba Fernando, el heredero al trono. La conspiración de la corte, un rey débil, Godoy caído en desgracia y la protesta popular que estalló en el llamado motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808), obligaron al rey a ceder el trono a su hijo Fernando VII. Nada cambió en España, el rey era un pelele en manos de Murat y sus tropas militares. Fernando VII fue llamado a Bayona para entrevistarse con Napoleón. El rey, deseoso de que el emperador le reconociese, partió hacia Bayona, dejando a la Junta Suprema de Gobierno el control de la nación. El día 30 de abril, Napoleón se reunió en Bayona a Carlos IV, Godoy y Fernando VII. Napoleón controlaba España (o eso creía él).

Levantamiento del 2 de mayo

En torno a las ocho de la mañana del 2 de mayo dos coches se encontraban detenidos a las puertas del Palacio Real de Madrid, había mucha gente en los alrededores ya que era día de mercado. En el primero de ellos la gente vio subir a la reina de Etruria (María Luisa, hija de Carlos IV) y en el segundo coche la gente pensó que era para el infante Francisco de Paula. En ese momento, el maestro José Blas Molina gritó:

¡Traición!

Muchos se unieron al maestro gritando:

Quieren llevarse al infante

Soltaron los caballos y entraron al Palacio, donde el infante saludó a la multitud. La revuelta había estallado. Murat envió compañías de granaderos de la Guardia Imperial acompañados de 2 piezas de artillería que sembraron el suelo de cadáveres. Por todo Madrid los franceses aislados eran asesinados y, en la Puerta de Sol, centenares de madrileños se concentraron. Allí llegaron los mamelucos, coraceros y dragones que acuchillaron a la multitud, lo que encendió más la furia y el odio de los madrileños.

Eugenio Álvarez Dumont (1887) «Malasaña y su hija se baten contra los franceses en una de las calles que bajan del parque a la de San Bernardo. Dos de mayo de 1808»

Los insurrectos se dirigieron al parque de Artillería de Monteleón, donde algunos artilleros y dos capitanes, Daoiz y Velarde, haciendo caso omiso de las órdenes de su superior, el general Negrete, se unieron a los sublevados. Defendieron heroicamente el parque, pero al final fue tomado al asalto por los franceses. Madrid había sido el triste protagonista de una batalla campal entre dos ejércitos desiguales: uno formado por las tropas de élite francesas y otro por el pueblo llano madrileño armado con navajas, tijeras, macetas y hasta aceite caliente que vertían sobre los jinetes.

En medio de aquel sindiós, un “funcionario de prisiones de la época” entrega al alcaide de la cárcel Real de Madrid una carta escrita por el recluso Francisco Xavier Cayón. Esta carta, redactada en nombre de todos ellos, decía así…

Abiendo advertido el desorden que se nota en el pueblo y que por los balcones se arroja armas y munisiones para la defensa de la Patria y del Rey, suplica, bajo juramento de volber a prisión con sus compañeros, se les ponga en libertad para ir a esponer su vida contra los estranjeros.

Aunque en un primer momento el alcaide pensó obviar la carta y romperla, porque no se fiaba de la palabra de los reclusos, no le quedó más remedio que acceder a la petición ante el motín que ya se estaba gestando dentro del presidio. Así que, les dieron permiso para salir, matar unos cuantos gabachos y regresar al recuento de la noche. De los noventa y cuatro reclusos que albergaba la prisión, cincuenta y seis se echaron a las calles armados con sus pinchos carcelarios, palos y cualquier herramienta o artilugio que pudiese hacer pupa. Al grito de ¡Viva el rey!» y ¡Muerte a los gabachos! dieron buena cuenta de todos los miembros de la Grande Armée que se encontraron a su paso. Y cual Cenicienta, antes de que su carruaje se convirtiese en calabaza, cumplieron su palabra y regresaron a la cárcel para el recuento de la noche y descansar en sus celdas. Eso sí, seguro que más de uno aprovechó la ocasión para limpiar los bolsillos de los franceses caídos y llevarse un recuerdo.

¿Todos regresaron?

De los 56 que salieron, 4 murieron en los enfrentamientos y 51 estaban presentes en el recuento nocturno. Así que, nos falta uno… que regresó al día siguiente. Parece ser que decidió hacerle una visita a la parienta y, entre ponte bien y estate quieta, perdió la noción del tiempo.

Joaquín Sorolla (1884) «Dos de mayo»

Murat había encontrado la excusa perfecta para, ahora sí, ocupar la capital. Actuó de forma implacable y violenta. Confirmó la orden de acuartelamiento del general Negrete (así controlaba al ejército español) y sentenció a muerte a los rebeldes. Reproducimos la proclama publicada en la Gaceta de Madrid el 6 de mayo:

Art. I: Esta noche, convocará el general Grouchy la comisión militar.
Art. II: Serán arcabuceados todos cuantos durante la rebelión han sido presos con armas.
Art. III: La Junta de Gobierno va a mandar desarmar a los vecinos de Madrid. Todos los moradores de la Corte, que pasado el tiempo prescrito para la ejecución de esta resolución, anden con armas, o las conserven en su casa sin licencia especial serán arcabuceados.
Art. IV: Todo corrillo, que pase de ocho personas, se reputará reunión de sediciosos y se disparará a fusilazos.
Art. V: Toda villa o ladea donde se aaseinado un francés será incendiada.
Art. VI: Los amos responderán de sus criados, los empresarios de fábricas de sus oficiales, los padres de sus hijos, y los prelados de los conventos de sus religiosos.
Art. VII: Los autores de libelos impresos o manuescritos que provoquen la sedición, los que los distribuyeren o vendieren, se reputarán agentes de Inglaterra y como tales pasados por las armas.
Dado en nuestro cuartel general de Madrid, a 2 de mayo de 1808.

Las ejecuciones en masa comenzaron aquella misma tarde y se prolongaron hasta la mañana del 3 de mayo, momentos plasmados por Francisco de Goya en “Los fusilamientos” (1814)

Madrid fue la mecha que prendió la revuelta, pero esa misma tarde los políticos Juan Pérez Villamil  y Esteban Fernández de León se reunieron con los dos alcaldes ordinarios de la localidad de Móstoles, Andrés Torrejón y Simón Hernández, para que firmasen una proclama (conocida como Bando de Independencia), redactada por Villamil y dirigida a las autoridades de las poblaciones por las que habría de pasar, en la que se alertaba de lo ocurrido en Madrid, llamando al socorro armado de la capital y a la insurrección contra el invasor francés.

Señores justicias de los pueblos a quienes se presentare este oficio, de mi el alcalde ordinario de la villa de Móstoles.
Es notorio que los franceses apostados en las cercanías de Madrid, y dentro de la Corte, han tomado la ofensa sobre este pueblo capital y las tropas españolas; por manera que en Madrid está corriendo a estas horas mucha sangre. Somos españoles y es necesario que muramos por el rey y por la patria, armándonos contra unos pérfidos que, so color de amistad y alianza, nos quieren imponer un pesado yugo, después de haberse apoderado de la augusta persona del rey. Procedan vuestras mercedes, pues, a tomar las más activas providencias para escarmentar tal perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos, y alistándonos, pues no hay fuerza que prevalezca contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son.
Dios guarde a vuestras mercedes muchos años.
Móstoles, dos de Mayo de mil ochocientos ocho.
Andrés Torrejón
Simón Hernández

Y como cualquier guerra que se precie, la de Independencia también tuvo sus héroes, como el caso de Agustina de Aragón (Agustina Saragossa Domenech o Agustina Zaragoza tras castellanizar su apellido), que aun siendo una heroína hubo que justificar su paga.

De todos es conocida su intervención en los asedios sufridos (los Sitios) por la ciudad de Zaragoza en 1808. Durante el primer Sitio, tras la caída de casi todos los defensores de la puerta del Portillo, Agustina disparó el cañón y los franceses se retiraron. El general Palafox la condecoró y la nombró artillera del batallón de Artillería del Ejército de Aragón. En unos legajos encontrados, pertenecientes a Manuel Coleta el habilitado de Artillería, aparece una relación, fechada el 8 de septiembre de 1808, de los artilleros supervivientes (97) del primer Sitio para pagar la «nómina». Incluso habiendo sido condecorada y «catalogada» de heroína, el habilitado pensó que el pagador no creería que hubiese una mujer artillera e hizo una anotación al margen: Por orden de S.E. (Su Excelencia, Palafox)

Y aunque no sea un postre, cerramos este menú de anécdotas y curiosidades de la ocupación napoleónica con la tortilla francesa. El origen de esta tortilla tiene que ver con Francia, pero no se creó en Francia, sino en España. En el transcurso de una guerra -en este caso de la de Independencia-, es normal que los alimentos escaseen y que haya que prescindir de algunos de ellos o sustituirlos por otros. Y cuando Napoleón quiso instalar en España su residencia de verano, pues pasó más de lo mismo. En aquellos momentos, la tortilla de patatas o tortilla española -huevos con patatas, siendo la cebolla opcional- ya era uno de los platos preferidos del pueblo. Varios años sufriendo malas cosechas y el control que las tropas francesas tenían sobre los recursos, hacía muy difícil que algunos alimentos, como la patata, llegasen a las cocinas españolas. Así que, haciendo de la necesidad virtud, decidieron prescindir del preciado tubérculo y elaborar tortillas sin patatas. Esta sencilla receta se siguió elaborando años después y, sin nombre propio, comenzó a llamarse tortilla de cuando los franceses que derivó en tortilla francesa.

A los españoles les gusta renegar de su país y de sus instituciones, pero no permiten que lo hagan los extranjeros – Napoleón