Solemos pensar que el fenómeno de las burbujas económicas es más bien reciente, y no es así. La costumbre de algunos humanos de colocar su codicia por encima del bien común es bastante más antigua. Podemos encontrar rastros de ello en los tiempos en que aparecían las primeras leyes.

Uno de los objetos mesopotámicos más populares es el Código de Hammurabi, una estela en la que el famoso rey babilonio recogió toda una serie de leyes. Aunque es más conocida por representar el espíritu del “ojo por ojo y diente por diente”, por lo que la gente suele considerarlo como un código bastante retrógrado, la verdad es que hay de todo, pues encontramos leyes muy favorecedoras hacia las mujeres en caso de divorcio, por ejemplo. En realidad es un sistema legal que surgió del cambio radical de una sociedad. Siglos antes de Babilonia, el pueblo sumerio era, en cierto modo, bastante homogéneo. Incluso cuando fueron conquistados por los acadios, y tras una etapa de rebeliones y de mentarse mutuamente a la madre, tal vez por haber estado ambos pueblos dominados posteriormente por los invasores montañeses durante 120 años, había una visión de una sociedad bastante unida. Suele cumplirse aquello de «el enemigo de mi enemigo, es mi amigo». En Babilonia esto ya no era así.

Hammurabi

El fin de la época sumeria fue un caos de reyezuelos y generales que se apuñalaban y aliaban una y otra vez; de golpes de estado y de ciudades en las que podía llegar a haber cuatro reyes en un año; y de invasiones de pueblos extranjeros, que ya estaban hartos de gastar alpargatas por los campos y pensaban que sentar la cabeza y tener una casita con un bonito corral no era mala idea. Muchas antiguas costumbres cambiaron y hubo que crear códigos de leyes que parecen tal vez más restrictivos, como el de Hammurabi, pero que en realidad lo que hacían era detallar cómo debía aplicarse la ley en una sociedad donde tu vecino, que ya no era el de toda la vida, sino el amorrita extranjero de las alpargatas gastadas, y al que despreciabas por ser “de fuera”, podía robarte el cerdo que tenías para cebar. En tiempos de Babilonia parece que la gente se acostumbró a resolver esos litigios tirando de cuchillo cachetero y rasurando de oreja a oreja al de las alpargatas. De ahí lo de que las leyes se centraran en lo de “diente por diente”. Es mejor tener que devolver un cochino cebado a que te «regalen» una corbata colombiana.

Entre las costumbres que cambiaron a lo largo de los siglos, y no precisamente para bien, estaban algunas prácticas económicas. La sociedad sumeria se basaba en el trueque y en el reparto. Un reparto nada equitativo, pues la mayor parte iba a parar a las clases dominantes y las gachas de avena y la sopa de nabos a los de abajo. ¡Como siempre…! Sin embargo, algunas cosas favorecían a los humildes. Como ya contamos en otra ocasión, los templos sumerios actuaban como bancos, prestando plata a intereses aceptables. Si un campesino deseaba plata para casar a una hija, podía cambiar un cordero en el templo por su equivalente en metal. O podía pedir el préstamo con cierta esperanza de poder devolverlo si la cosecha salía buena. Ya con los acadios el sistema empezó a desaparecer, pues los gobernantes semitas, como el rey Manishutusu, hijo del gran Sargón, compraban tierras para regalar a quienes apoyaban a la corona o para tenerlos contentos y sin ganas de rebelarse, que no es mala cosa. Esas tierras solían salir de los templos menores. Con el tiempo, los ricos iban acumulando propiedades en detrimento de los templos y, al contrario que estos, no estaban dispuestos a repartir ni a prestar. En tiempos de Babilonia ya había cambiado todo. Los templos ya no hacían préstamos, salvo a la corona de tarde en tarde, y las largas listas de personal laboral, en las que antes encontrábamos hasta barrenderos de patio, se había acortado a lo justo y necesario. Menos sueldos, menos gastos. Si un templo necesitaba escribas, prefería subcontratarlos. ¿Nos parece esto de las subcontratas muy moderno? Pues aún hay más.

Entre 1922 y 1934, el arqueólogo Sir Leonard Woolley estuvo excavando en la ciudad de Ur. Una de las zonas, en el estrato correspondiente a finales de Sumeria y principios de la época babilónica, apareció separado de otros barrios por un canal de agua. Las casas eran más elaboradas, sin llegar a ser palacios. Tenían, por ejemplo, dos pisos y un pequeño patio, con lo que sus dueños podían tomar el fresco de forma privada sin tener que salir a la puerta, como el resto. Dedujo que era el barrio rico de la ciudad, donde vivían los acomodados con más lujos que otros ciudadanos. Incluso, hace poco, se descubrió en esa zona el que hasta ahora se considera el retrete más antiguo. En una de las casas apareció un imponente archivo de tablillas enterradas. Se trataba de la contabilidad y correspondencia de un empresario rico llamado Dumuzi-Gamil. Suponemos que subcontratar un tabsarrum (escriba-secretario) debía ser malo para la privacidad comercial, pues un subcontratado seguramente estaría dispuesto a contar todo tipo de secretos a la competencia por un módico precio. Al contrario que otros del mismo barrio, prefirió llevar él mismo todo el trabajo. O a lo mejor es que era un poco tacaño, que todo es posible. Tenía un socio comercial llamado Shumi-Abiya y, por lo que se deduce de las tablillas, les iba muy bien en los negocios. Sobre todo invertían en panaderías y suministro de granos, a veces a nivel de palacio. Además, se dedicaban al préstamo. Los intereses, cuando se trataba de alguien rico, no eran excesivamente elevados y los plazos de devolución podían llegar a los cinco años. El hecho curioso lo descubrimos en los préstamos a personas humildes, como artesanos de bajo nivel y campesinos. En ese caso, los plazos raramente sobrepasaban los dos meses y hemos encontrado intereses que claramente eran imposibles de ser satisfechos, y más en tiempos en que aún no existía la lotería.

¿Por qué tal diferencia? La explicación la encontramos en la costumbre de que, si alguien no podía pagar una deuda, podía ofrecerse como esclavo u ofrecer a alguien de su familia durante un tiempo determinado. Esto quiere decir que los prestamistas tenían la gran oportunidad de conseguir trabajadores esclavos de forma casi ilimitada. El problema es que durante el tiempo en que el deudor trabajaba para el prestamista, no podía labrar sus propios campos. Para el primero esto era genial, pero para el deudor era un desastre. Y otro elemento que encontramos en esas tablillas, que por la época de Sir Leonard pasó casi desapercibido, es que en ocasiones Dumuzi–Gamil, y otros, revendían las deudas a terceros. De esta forma se creaba una burbuja de lo que hoy en día consideraríamos como “paquetes de deuda”, entre los que habría algunas interesantes, por ejemplo las que se adquirían entre los mismos prestamistas o con gente acomodada, y otras que eran imposibles de ser satisfechas, y que denominaríamos como “deudas basura”. A aquellos hombres de negocios les importaba poco que la deuda se pagase o no, pues entre reventa y reventa sacaban tajada aumentando el valor y conseguían trabajadores esclavos. Al igual que las que hemos visto en los últimos años, una burbuja económica era imposible de mantener por tiempo indefinido. Los campos quedaban sin labrar, las deudas sin pagar y unos pocos se hacían artificialmente ricos a costa de una inmensa mayoría de gente humilde.

¿Cómo se resolvió el problema de las burbujas?

En el Código de Hammurabi encontramos una pista cuando, en una de las leyes, establece que el plazo de esclavitud voluntaria solo pueda ser de un máximo de tres años. Asimismo, sabemos que, en ocasiones, se decretó la anulación de todas las deudas. Plumazo, cuentas a cero y a empezar de nuevo, lo que a los prestamistas debió sentarles muy mal, y más en un tiempo en que aún no existían los fantasmas de las navidades pasadas, presentes y futuras, así que el Mr. Scrooge babilónico de turno podía acordarse de la madre del monarca sin entender por qué le habían cortado la diversión financiera. Aunque hay que advertir que se cree que las remisiones de deuda no se aplicaban en algunos casos, como las deudas de impuestos o las empresas comerciales en el extranjero, que venían a ser como las actuales inversiones de futuros, por lo que la diversión, en cierto modo, quedaba algo asegurada.

Todo esto nos resulta muy moderno, pero no nos apresuremos. No todo era exactamente igual que hoy en día. El monarca Rim-Sin de Larsa, que reinó sobre una buena cantidad de ciudades antes de que fuera vencido por Hammurabi, fue uno de los que aplicó el sistema de remisión de deudas de forma muy radical, y por las tablillas encontradas en Ur y la decadencia que sobrevino al barrio elegante durante los siguientes años, deducimos que eso arruinó a más de un prestamista. No sabemos si entre los que acabaron en el arroyo o en el canal del barrio de los ricos estaban Dumuzi-Gamil y su socio, pero sin duda debieron tener que apretarse el cinturón y pasarlo mal.

Si alguno había pensado que nuestros actuales gobernantes imitaban el ejemplo de nuestros antepasados, se equivocó. Al contrario de lo ocurrido en la actualidad, en la mente de esos monarcas tan anticuados no estaba el concepto de “rescatar a banqueros”… digo… a “prestamistas”.

Colaboración de Joshua BedwyR autor de  En un mundo azul oscuro