Nada hacía presagiar el desastre que iba a ocurrir aquel 8 de mayo de 1063, cuando Ramiro I, el considerado primer rey de Aragón —no por él, sino por sus coetáneos—, ordenó el asalto a la localidad de Graus (en la actual provincial de Huesca). Todo iba según lo previsto, hasta que llegó en apoyo de los sitiados Al-Muqtádir, reyezuelo de la taifa de Zaragoza, al frente de un ejército que incluía un contingente de mercenarios castellanos al mando del futuro Sancho II de Castilla, y entre los que se encontraba un joven llamado Rodrigo Díaz de Vivar. Las huestes aragonesas fueron derrotadas estrepitosamente y el rey murió. A pesar de todo, dejaba un reino que, aunque joven, se había extendido y, gracias a las alianzas matrimoniales, fortalecido. Sancho Ramírez I, su primogénito, le sucedería en el trono.

Sancho Ramírez

No tardaría mucho tiempo el nuevo rey en vengar la muerte de su padre. En 1064, los aragoneses, con el apoyo de caballeros ultramontanos (venidos de Europa para luchar contra los musulmanes) y las tropas de conde de Urgel, Armengol III, tomaban la plaza de Barbastro (también en la provincia de Huesca), vasalla de la taifa de Zaragoza. La alianza de la casa de Aragón y la de Urgel la había fraguado Ramiro I en un matrimonio doble: casó a su hija Sancha con el conde Armengol III y a su primogénito Sancho Ramírez con Isabel, la hija que el conde había tenido de un matrimonio anterior. Poco duró la alegría. Eran tiempos en los que el viento soplaba a favor de Al-Muqtádir, y en esa dirección del viento tenía mucho que ver que entre sus tropas contaba con el Cid. Al año siguiente, los musulmanes recuperaron la ciudad. Además, moría Armengol III, que defendía la ciudad en calidad de tenente (una especie de gobernador) nombrado por el rey. Su viuda Sancha, llamada desde aquel momento la condesa, quedó como regente del condado de Urgel hasta la mayoría de edad del futuro Armengol IV, hijo de un matrimonio anterior del conde y hermano de Isabel, que a la vez era su cuñada —¡Menudo jaleo para los regalos de Navidad!—. Desde aquel momento, la política de Sancha fue en favor de su hermano, el rey de Aragón.

doña Sancha (centro)

En 1075, Sancho Ramírez viajó a Roma ofreciendo vasallaje al Papa para conseguir su apoyo y consolidar su reino. Y lo consiguió, pero como desde Roma no daban puntada sin hilo, a cambio debía cambiar el rito hispano o mozárabe por el rito romano en la liturgia de la Iglesia. ¿Y a quién encargó este cometido? Pues a su hermana Sancha.

En 1076 muere el rey de Pamplona, Sancho Garcés, sobrino, por parte de padre de Ramiro I. Además, murió en extrañas circunstancias —se acusó a su propio hermano de matarlo en una partida de caza—; así que los nobles de Pamplona ofrecieron la corona a Sancho Ramírez. Desde este momento, será rey de Aragón y de Pamplona, y comenzará a dejar de ser un reino emergente para convertirse en una realidad. Nombró obispo de Pamplona a su hermano García Ramírez, que ya lo era de Aragón. Todo iba viento en popa… o eso creía el rey, hasta que de Roma le dieron un toque, ya que no había cumplido la condición papal para apoyar su reino y, por si no fuera suficiente, tampoco estaba previsto en el derecho canónico un mismo obispo para dos territorios. El rey tomó cartas en el asunto y le pidió explicaciones a su hermana de por qué no se ha introducido el rito romano, y esta le contestó (algo así): «Nuestro brother no está por la labor y me está dando largas». Así que en 1082 el monarca dio un golpe sobre la mesa y tómo una decisión tan osada como efectiva: puso al frente del obispado de Pamplona a su hermana Sancha. Un hecho sin precedentes y que rompía con todas las reglas escritas y pendientes de escribir. De hecho, es la única ocasión en toda la historia en la que ha ocurrido en la Iglesia católica. Y, como decía, tremendamente efectiva, porque eliminaba la ilegalidad episcopal y su hermana, ya sin trabas, pudo hacer su trabajo. Lógicamente, este nombramiento también provocó en Roma algún que otro sarpullido, pero lo sopesaron y decidieron que era mayor el beneficio que el perjuicio. Y no se vayan todavía, aún hay más. Además de dirigir y administrar el monasterio femenino de Santa Cruz de la Serós —sin tomar los votos—, también estuvo al frente de un monasterio masculino: San Pedro de Siresa.

El sarcófago donde fueron enterrados los restos de las tres hijas del Rey Ramiro I (doña Sancha y sus dos hermanas, Urraca y Teresa)

Una mujer extraordinaria y un hermano adelantado a un tiempo protagonistas de un hecho que, diez siglos después, todavía no se ha repetido y, visto lo visto, ni se repetirá.

Fuente: Vuelve ni tontas ni locas

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