Después algunos pequeños contratiempos, propios de un ingenio tan sofisticado y delicado (del que nunca revelaré su funcionamiento), la máquina del tiempo vuelve a estar operativa y presta para emprender un nuevo viaje al pasado. En esta ocasión a la Primera Guerra Mundial y a las terribles condiciones de vida de los soldados en las trincheras. Me trasladaré a 1916 a la batalla del Somme, una de las más largas y sangrientas de la Primera Guerra Mundial, con más de un millón de bajas entre ambos bandos, cuando las fuerzas británicas y francesas intentaron romper las líneas alemanas situadas a lo largo del río Somme (norte de Francia). Mi cicerone en esta nueva aventura será el soldado británico Wilfred Whitfield. Inspiro profundamente, suelto el aire y pulso el botón ON…

Mi cuerpo ya estaba acostumbrado a los daños colaterales de viajar en el tiempo, así que aquella sensación de agobio tenía que deberse a otra cosa. Me desabroché el cuello de la guerrera y respiré profundamente por la nariz intentando que el aire ocupase hasta el último rincón de mis pulmones. Me senté y poco a poco fui recuperando el aliento, pero durante un instante me sentí morir asfixiado. Un soldado me ofreció un agua de su cantimplora, levanté la cabeza y se lo agradecí.

-Tu bautismo de fuego, ¿no? -me preguntó mientras le devolvía la cantimplora.
-Sí, así es.
-El calor, la humedad y el humo y el polvo de los obuses crean un ambiente enrarecido en el que al principio cuesta respirar. Te acostumbrarás.
-Eso espero. Por cierto, ¿podrías ayudarme? Estoy buscando al soldado Wilfred Whitfield.
-Sí claro. Está más adelante. Si ya estás recuperado, acompáñame.

Me levanté y lo seguí. Tras recorrer como un kilómetro por aquel laberinto de trincheras me dijo que esperase. El soldado se adelantó unos metros, se dirigió a otro soldado  y comenzó a hablar con él. Sonrió, le dio una palmada en el hombro a mi guía y vino hacia mi.

-Supongo que eres Javier -me dijo mientras me extendía  la mano para estrechársela
-¿Wilfred Whitfield?
-Así es. Bienvenido al inferno. Acompáñame que es hora de rancho y mientras conversaremos un rato.

Unas cajas de munición vacías hicieron las veces de asiento y mesa. El soldado sacó dos latas de carne en conserva y yo eché mano a mi mochila a ver qué llevaba. Se me olvidaba comentar que he podido hacerle unos retoques a mi artilugio para que  cuando me traslade en el tiempo me caracterice según la época y el lugar. Así que, iba con el uniforme de las fuerzas británicas y todo su equipo (sin armas). La verdad es que tenía que mejorar este detalle, porque para hincarle el diente no había nada más que unas galletas.

-Ten cuidado con esas galletas porque son realmente duras. De hecho, no nos atrevemos a hincarles el diente por miedo a perder alguno y las tenemos que comer mojadas en algún líquido para que se ablanden o deshacerlas para tomarlas como gachas. Toma una de mis latas y disfruta de… lo que hay.
-Gracias Wilfred, pero el viaje me ha revuelto un poco el estómago y, además, tú lo necesitas más que yo. La vida aquí debe ser muy difícil como para prescindir de parte de tus raciones.
-La vida en las trincheras es una prueba de resistencia física y moral -sentenció Wilfred mientras abría una de las latas y me la ofrecía, como si no hubiese escuchado mis palabras-. Estamos sometidos al fuego de la artillería y de los francotiradores, compartimos del día a día con piojos, pulgas y ratas, expuestos a la inhalación de gases tóxicos y corrosivos, viendo caer a los compañeros con los que minutos antes charlábamos de qué haríamos al regresar a casa y teniendo que soportar el hedor de sus cuerpos cuando no se pueden evacuar, compartiendo agujero con ratas y piojos, congelándonos en invierno y cociéndonos en verano, siempre alerta pendiente de cualquier intento de avance de las tropas enemigas… Es difícil mantenerse cuerdo. Lo que no sé es como no hay más casos de neurosis de guerra.


-¿Qué es la neurosis de guerra? -pregunté mientras hacía de tripas corazón para comerme aquella masa gelatinosa que llamaban carne en conserva.
-Enfrentarse a todo esto día a día provoca en muchos soldados miedos incontrolables, histeria, ansiedad, tics nerviosos, parálisis, pesadillas, crisis convulsivas… son reacciones involuntarias que, al principio, se interpretaron como simple cobardía. Incluso algunos fueron llevados a juicio y ejecutados. Hasta que llegó a oídos del psicólogo inglés Charles S. Myers y decidió interesarse por aquellos soldados con la mirada perdida, rotos por lo que habían visto, por lo que oídos habían soportado, por todo aquello que su cerebro no podía procesar y su memoria no conseguía borrar. Él fue quien se atrevió a ponerle el nombre de neurosis de guerra y llevarlo al terreno psicológico, dejando a un lado lo físico y sobre todo lo de la cobardía. Ya no son enjuiciados, pero su tratamiento terapéutico es largo y difícil.

Wilfred terminó la frase y apuró el resto de carne que le quedaba en la lata. Viendo que la explicación de lo que hoy llamaríamos estrés postraumático parecía haberle traído el recuerdo de algún amigo que lo sufría, decidí darle unos segundos.

-Bueno, qué te parece nuestro menú -preguntó recuperando la conversación
-Pues, no sabría decirte. Digamos que…
-No te esfuerces, es simplemente una bazofia, pero es lo que tenemos -comentó Wilfred mientras arrojaba la lata vacía a la tierra de nadie, el terreno entre las trincheras.
-¿Ese es vuestro basurero? -pregunté
-Se podría llamar así, pero las latas también hacen su papel. Con la tierra de nadie cubierta de latas es imposible que el enemigo haga una incursión nocturna sin golpear alguna y alertarnos. Ya sabes, la imaginación al poder.

Retiramos las cajas que, por lo visto, servían, como casi todo por allí, para diversos menesteres y acompañé al soldado a su revisión médica.

Además de los alemanes, en este agujero tenemos que luchar contra otros enemigos más silenciosos pero letales igualmente, como la tuberculosis, la disentería o el pie de trinchera. Así que, cada cierto tiempo tenemos que visitar al cuerpo médico.

Mientras el sanitario le preguntaba por algún síntoma y le hacía una revisión superficial, le pregunté a Wilfred por el pie de guerra.

Pasar el invierno en trincheras anegadas de agua no es nada recomendable para los pies. Se ablandan, se enrojecen y entumecen, y empiezas a notar picazón y hormigueo. Incluso se hinchan y comienzan a tener un color azulado. Es el pie de trinchera, y si no se trata a tiempo aparece la gangrena y, en el mejor de los casos, la amputación. En el peor… imagina. Para mantener los pies secos llevamos tres pares de calcetines y los cambiamos mucho más a menudo que los calzoncillos.

Nada más terminar su revisión médica, el sanitario se acercó y le susurró algo al oído al cabo. Éste sonrió y asintió con la cabeza.

-Acompáñame, tengo una misión para ti, y tranquilo que no entraña peligro.
-Creo que solo estar en una trinchera ya es peligroso, pero cuenta conmigo.
-Después de todo lo que te he contado que tenemos que aguantar aquí, es normal que lo pienses… porque así es. Yo ahora tengo que reunirme con mis superiores. Y, sobre todo, ten en cuenta dos cosas: si suena un pitido largo ponte rápidamente esta máscara antigas y, bajo ningún concepto, te asomes por encima de la trinchera, una bala perdida o la metralla de un obús podría matarte o desfigurarte la cara. ¿Entendido?
-A sus órdenes -contesté cuadrándome y haciendo el saludo militar
-Más te vale -dijo mientras sonreía-. Por cierto, tu misión es llevar este frasco al sanitario. Nada más.
-Quédate por aquí, yo regreso en un momento.

Me dio un frasco cubierto con una tela blanca y se marchó. Ambos sabíamos que antes de entregar el frasco iba a levantar la tela para ver lo que contenía, y así lo hice… eran luciérnagas. Serían para algún remedio casero medicinal. Bueno, trataría de que el sanitario me lo explicase. Llegué hasta donde estaba el hospital de campaña y esperé a que terminase de atender.

-¿Eso es para mi? -preguntó mientras se acercaba a mi tras dejar a su último paciente.
-Esto es lo que el soldado Wilfred me ha dado para usted.

Descubrió el frasco y se le alegró al cara al ver a aquellos insectos. Y, lógicamente, lancé mi pregunta.

-¿Son para utilizarlas para algún remedio casero?
-No, no. Son nuestra luz. Utilizamos las luciérnagas en los botes de cristal a modo de lámpara para poder leer o para escribir las cartas a la familia por las noches cuando tenemos un momento de descanso. Mi frasco se rompió en el último bombardeo y las luciérnagas se escaparon, y como el cabo es aquí un especie de conseguidor le pedí que me consiguiese una nueva lámpara.
-Sabía que los animales también formaban parte de la intendencia de los ejércitos, como caballos, perros, palomas… pero luciérnagas, nunca lo había oído.
-Y burros, burros camilleros, como Duffy y su inseparable Simpson (Simpson fue un soldado británico que combatió en las playas de Galípoli en Turquía en 1915) Todas las pérdidas humanas son terribles, pero la de Simpson nos dejó tocados a todos.

Aunque no sabía si hacía bien, no me podía quedar sin conocer la historia de Simpson.

-¿Un compañero abatido?
-Apenas un muchacho de 22 años. John Simpson era inglés, pero lo avatares de la vida lo llevaron a Australia y se alistó en la ANZAC, donde fue asignado al Cuerpo Médico como camillero. Las unidades de camilleros estaban formadas por cuatro hombres, pero el gran número de bajas obligó a reducir su número a dos por unidad, y Simpson, que parecía entenderse mejor con los animales que con las personas, decidió, por su cuenta y riesgo, que su compañero sería un burro que encontró en la ladera de la montaña al que llamó Duffy. Con Duffy se dedicó a llevar los heridos desde el frente hasta la playa y cuando regresaba a recoger más, llevaba agua a los soldados. Todos los días desde las 6.30 de la mañana hasta que anochecía, entre disparos y metralla, atravesaba el campo de batalla para recoger a los heridos. Aunque a su oficial al mando lo tenía loco, porque actuaba por su cuenta, incluso dormía y comía con los soldados indios de una unidad de artillería que tenían mulas, dejó pasar por alto sus actos de disciplina porque hacía más de lo que su labor de camillero implicaba y, además, era muy querido entre la tropa. Durante 24 días, y unas 15 veces al día, Simpson y Duffy estuvieron atravesando aquel infierno hasta que el 19 de mayo de 1915, con apenas 22 años, un francotirador acabó con su vida. Se calcula que rescató a más de 300 soldados.
-Normal que fuese querido entre la tropa. Fue un héroe.
-Así es. Bueno, tengo que dejarte que hay que atender a otros batallones. Gracias por la lámpara.

Y, de repente, me encontré solo en medio de una trinchera del frente. Esto no estaba previsto en mi plannig. No era un buen sitio para ir deambulando, los obuses alemanes estallaban cerca de las trincheras para destruir las defensas y el alambre de espino que las circundaba y, de esta forma, abrir paso para las incursiones terrestres. Con la máscara en mano, me senté junto a la pared de madera para no molestar y rezando para que no sonase aquel pitido. Los gases utilizados iban desde el gas lacrimógeno, a agentes incapacitantes como podría ser el gas mostaza y agentes letales como el fosgeno. A pesar de que la capacidad letal de los gases era limitada, solo un 3% de los muertos en combate, las consecuencias de exponerse a estos agentes químicos (quemaduras, ceguera, problemas respiratorios…) causaban pánico entre los soldados.

-¡Javier! Ya estoy contigo. Perdona que te haya dejado solo, ya estoy contigo. Veo que no te has separado de la máscara, y has hecho bien. ¿Conoces lo que ocurrió en la fortaleza de Osowiec, donde los alemanes lucharon contra zombis rusos?
– No sé ni dónde está.
– Está en Polonia, en el margen derecho del río Biebrza, y fue construida a finales del siglo XIX como una de las estructuras defensivas para proteger las fronteras occidentales de Rusia. La fortificación era de gran importancia estratégica, era el camino más corto y directo para los alemanes hacia la invasión de Rusia. Se trataba de una fortificación no muy grande pero muy bien pertrechada. Contaba con una guarnición de cerca de 1.000 hombres y 69 cañones de distinto calibre, y frente a ellos… más de 100.000 alemanes y un ingente número de piezas de artillería y morteros de asedio.
– Mal negocio para los rusos.
– Eso parecía, pero allí ocurrió algo casi sobrenatural… para los alemanes.
– Soy todo oídos.
-En febrero de 1915 los alemanes iniciaron un intenso bombardeo pensando que tomar aquel lugar les costaría apenas unos días. Los alemanes intentaron una y otra vez tomar la fortaleza, y los rusos los rechazaron una y otra, e incluso en alguna ocasión los alemanes tuvieron que replegarse. Casi seis meses después, hartos de que las bombas, el hambre, las enfermedades  y el cansancio no rindiesen a los sitiados, los alemanes optaron por una medida extrema: atacaron la fortaleza con gas de cloro.  Los rusos (poco más de 200), con apenas algunas máscaras y sin lugar alguno donde refugiarse de un ataque químico, vieron cómo una nube de gas de color amarillo-verdoso de unos 12 de altura se acercaba hacia ellos. Tras un sabor metálico en la boca, aparecía un escozor en la garganta y el pecho, ya que el gas ataca el sistema respiratorio, los ojos y la piel. Una vez que el gas cloro llega a los pulmones, reacciona con la humedad para formar ácido clorhídrico, esencialmente quemando a quien lo inhala desde dentro hacia afuera. La única opción que tenían los defensores era tratar de evitar inhalar la sustancia mortal, por lo que se cubrieron la boca y la nariz con un paño húmedo -algunos llegaron a utilizar orina en lugar de agua para humedecer los paños-.
-Era lógico pensar que, ahora sí, podrían tomar Osowiec-apunté
-Eso parecía, pero… Mientras unos 7.000 soldados alemanes equipados con máscaras avanzaban, la artillería limpió lo poco que parecía quedar con vida en aquel lugar. Atravesaron los muros de la fortaleza y… ¡¡¡fueron recibidos por lo que parecía un ejército de zombis!!! Unos 70 supervivientes lanzaron el legendario ataque conocido como “el ataque de los muertos” y consiguieron repeler la enésima intentona alemana y hacer huir a los asaltantes. Para entender que los alemanes huyesen sin apenas presentar batalla hay que ponernos en situación. Entrar en aquella fortaleza pensando que sólo vas a encontrar muerte, desolación y, como mucho, algún moribundo, y que, como salidos del inframundo, te ataquen decenas de soldados famélicos con la bayoneta calada, uniformes hechos jirones, gritando entre agónicos estertores y toses sangrantes, con la cara desencajada y los ojos saliéndose de las órbitas, es normal que salgas huyendo presa del pánico.


-Al más puro estilo Walking Dead, aunque mucho más rápidos y ruidosos.
-¿Qué es Walking Dead? -me preguntó Wilfred.
-Nada, nada, cosas mías, continúa.
-A pesar de que Osowiec estaba condenada, todavía aguantaron algunos días más el bombardeo alemán. Aquella muestra de resistencia heroica había servido para encubrir la retirada estratégica de las fuerzas rusas. Ahora, ya completada , ya no tenía sentido continuar su defensa por lo que se ordenó su evacuación. En agosto los supervivientes rusos abandonaron la fortaleza, no sin antes destruir parte de las fortificaciones y todo lo que pudiese servir a los alemanes. Por fin podían entrar los alemanes en Osowiec, y lo hicieron con la idea de quedarse, pero en apenas unas semanas desistieron. Tal y como estaba era difícil de defender y ya no tenía valor estratégico. Habían perdido varios meses y muchos hombres… para nada.

Mientras Wilfred me narraba aquella historia, tuve que reprimirme para no contarle el dispositivo de aviso de gases que había ideado el profesor estadounidense Paul Bartsch en 1918, que no era otra cosa que llevar entre su equipo una babosa de jardín. Descubrió que las babosas detectaban la presencia de los gases mucho antes que el ser humano, que en muchas ocasiones cuando lo hacía ya era tarde, y que además cerraban su sistema respiratorio y protegían sus pulmones de los gases, de tal forma que no les afectaban y servían para utilizarlas más de una vez. Y era un dispositivo tan simple que sólo se necesitaba una babosa, una caja de zapatos y una esponja húmeda. Sabía que no podía interferir en el pasado, pero me arriesgué a darle alguna pista.

-¿No tenéis algún método o artilugio para detectar la presencia de gases?
-Pues no. En unos casos el olor, en otros el color del humo y mucho miedo que hace que, ante la mínima sospecha, nos las pongamos, porque la experiencia nos ha demostrado que el mínimo retraso en ponértela es terrible. Además, entenderás que es imposible llevarlas todo tiempo.
-Y no habría, por ejemplo, algún animal que detecte los gases antes que nosotros y así utilizarlo como aviso. No sé, es sólo una idea que se me ocurre.
-Sé que están trabajando en ello, pero hasta ahora no hay resultados.

Yo no podía forzar más la situación, así que obvié el tema. Justo en aquel momento, la onda expansiva de los obuses que comenzaron a explotar nos cubrieron de tierra.

Quédate ahí, ponte el casco y no asomes la nariz. Si quieres ver lo que ocurre fuera, utiliza este oteador, pero no te muevas de ahí.

Me dio una especie de periscopio de madera en forma de L por el que mediante un sistema de reflejo de lentes podía ver lo que ocurría en la tierra de nadie desde la seguridad de la trinchera.

Han debido mover su artillería, porque casi llegan hasta las trincheras. Espero que no estén preparando una incursión para esta noche.

Cogí el oteador y miré al exterior. Se veía humo, los obuses explotando y modificando la orografía del terreno haciéndola parecer queso Gruyer; el alambre de espino, las latas y las defensas saltando por los aires cuando eran alcanzados, pero ningún movimiento de tropas que era lo que Wilfred creía y yo, personalmente, temía. Tras unos minutos de intenso bombardeo, se hizo el silencio… hasta que las baterías de los aliados comenzaron a responder.

-¿Estás bien? -preguntó Wilfred
-Sí, sí. Sólo me ha llegado tierra, nada más.
-Ahora, durante un rato, nuestra artillería responderá. Están calibrando fuerzas, pero nunca se había acercado tanto los obuses y eso me preocupa.
-¿Ha habido algún herido? -pregunté interesándome por los compañeros
-Sólo Billy Sing. Es demasiado intrépido o, mejor dicho, insensato y se ha vuelto a asomar en pleno bombardeo intentando abatir a algún enemigo. Un trozo de metralla le ha hecho un corte en el pómulo. Ha tenido suerte, podría haber perdido el ojo. Por eso te insistía en que no debías asomarte. Un ojo, la boca, la nariz o incluso media cara pueden ser arrancados de cuajo, y la cirugía de la época no está preparada para hacer frente a este tipo de heridas. Se dice que un médico del ejército británico, creo que se llama Harold Gillies, ha comenzado a reconstruir rostros desfigurados mediante el injerto de piel, pero aún así las reconstrucciones no son muy estéticas.

Mientras me comentaba lo terrible de estas heridas de guerra, me acordé que un par de años más tarde, por lo que tampoco se lo podía comentar, el escultor inglés Francis Derwent Wood, comenzó a trabajar con aquellos soldados para recuperar su identidad y darles una apariencia más cercana a la que tenían antes de comenzar la guerra. El trabajo de Wood comenzaba cuando terminaba el de los cirujanos. Su proceso era laborioso e individualizo para cada paciente: una vez curadas las heridas, se hacía un molde de yeso del rostro del paciente para luego rellenarlo con arcilla y sobre el que trabajar; sobre este molde, Wood construía una máscara fina de estaño y la esculpía para adaptarla a una fotografía anterior a la mutilación. Con la máscara terminada, que completaba las zonas dañadas o perdidas, se pintaba y se terminaban los detalles, como cejas o pestañas, para recuperar la imagen perdida. Desde 1917 hasta 1919 Wood estuvo recuperando a muchos soldados para la vida civil en lo que los propios pacientes llamaban cariñosamente la Tienda de las Narices de Estaño.

-Por cierto, ¿y la aviación no está preparada para acabar con la artillería enemiga?
-En el futuro no lo sé, pero por ahora no -apuntó Wilfred-. Al comienzo de la guerra los aeroplanos iban desarmados y se les destinaba sobre todo a tareas de reconocimiento y observación: movimientos de tropas, preparativos de batalla, cambios en las estructuras de las trincheras… El avión proporcionaba una excelente «vista de pájaro» para espiar al enemigo y fotografiar lo que estaba sucediendo detrás de las líneas del frente. El uso para bombardeos es relativamente raro y muy peligroso, porque el piloto tiene que coger la bomba con la mano y lanzarla hacia el objetivo. Si vuelas alto, la precisión dejaba mucho que desear; y si vuelas bajo, aumenta la probabilidad de acertar en el blanco pero te pones a tiro del enemigo y puedes ser derribado.

– ¿Y cuando se encuentran aviones enemigos no hay combates aéreos?
– Algunos pilotos y observadores comenzaron a llevar armas pequeñas durante los vuelos de observación, por si se encontraban al enemigo dedicado a la misma tarea. En los primeros meses de la guerra podían verse esporádicamente sobre los cielos aviones de observación disparándose unos a otros con pistolas y rifles o lanzándose cualquier otro objeto que tuvieran a mano, incluso cuerdas para que se enrollasen en la hélice enemiga. Se cuenta la historia del teniente W.R. Read que lanzó una pistola descargada contra la hélice de su oponente
-Así que, se las arreglaban como podían.
-Y cuando no tenían nada que tirarse, se insultaban o se hacían maniobras de vuelo intimidatorias.
-Si no fuese porque estamos hablando de una guerra, parecería hasta cómico. ¿Y no se montaron ametralladoras en los aviones?
-Se puede decir que ese fue el paso definitivo en la transformación del aeroplano en máquina de guerra, la instalación de la ametralladora. En los monoplazas el arma se monta, o bien en las alas de la aeronave, obligando al piloto a la difícil tarea de gobernar el avión al mismo tiempo que tira de unos hilos para disparar la ametralladora, o bien sobre el piloto, con un ángulo de inclinación de 45 grados para que los disparos no interfieran en la hélice. El piloto francés Roland Garros montó unas planchas dobladas de acero sobre las hélices para así poder disparar de frente, desviando los impactos que golpean en la hélice. Más tarde, este sistema fue mejorado para los aviones alemanes por el ingeniero holandés Anthony Fokker, cuando montó en el morro de sus «Fokker» una ametralladora fija con un sincronizadorde tal modo que se pueda disparar a través del arco de la hélice en movimiento sin que las balas impacten en sus palas. Además del problema de la sincronización, que debía ser perfecta, tenía otro añadido al  tener que apuntar dirigiendo al morro del avión hacia el blanco, en lugar de apuntar el arma de forma independiente. La supremacía aérea ha ido oscilando de uno a otro bando a medida que cada uno desarrollaba sus propios avances tecnológicos, pero nadie cree que sea determinante para ganar esta guerra.

En aquel momento, un soldado joven, muy joven, no tendría más de 20 años, pasó a nuestro lado y Wilfred lo paró. Se puso de pie, se saludaron y cruzaron unas palabras. Mi cicerone sacó una cajetilla de cigarrillos y le ofreció uno. Al cogerlo, sus manos delataron su nerviosismo. Mientras trataba de calmarlo, Wilfred extendió su mano para darme la cajetilla. Saqué uno y se lo devolví. Sacó el último, estrujó la cajetilla y la tiró. El joven soldado encendió una cerilla y le ofreció fuego a Wilfred. Cuando este vio que no la tiraba y que la iba a acercar a mi cigarro, le dio un manotazo y la tiró al suelo.

-¿Qué haces? ¿No conoces la maldición de encender tres cigarros con la misma cerilla?
-No, señor.
-¿Cuánto llevas aquí?
-Hoy es mi tercer día en el frente.
-Aunque parezca que estemos a cubierto en las trincheras, no sabemos en todo momento dónde está el enemigo y desde dónde nos vigila, y sobre todo por la noche. Ponte en la situación de un francotirador alemán que vigila en la noche. La intensa llama de la cerilla cuando la enciendes delata tu posición, al encender con la misma cerilla el segundo pitillo el enemigo apunta, y cuando le llega el turno al tercero… un certero disparo muy posiblemente te volaría la tapa de los sesos. Así que, ya sabes lo que no debes hacer. ¿Entendido?
-Entendido señor.
-Es por tu bien hijo.

Aunque Wilfred no le gustaba ser duro con los jóvenes reclutas, tenía que serlo para no que bajasen la guardia. Cualquier pequeño descuido te podía costar la vida. Aunque a los soldados nadie les preparó para ver caer a un compañero, tenían asumido que muchos de ellos no volverían, pero no volver por nada… eso era inasumible.

-Bueno Javier, va siendo hora de que nos despidamos. Mis órdenes son acompañarte hasta el siguiente destacamento donde vendrán a recogerte para llevarte a casa.
-Me habría gustado conocerte en otras circunstancias Wilfred, pero te agradezco este día y, sobre todo, que me hayas mantenido con vida.

Nos dimos un abrazo de esos que se dan dos amigos de la infancia cuando se reencuentran tras años sin verse. Entre nosotros hubo química y me dolía que nunca más volvería a ver a aquel gran hombre. O sí… eso sólo lo sabía la diosa Fortuna y mi máquina del tiempo. A pesar de que la despedida fue muy emotiva, me quedé satisfecho sabiendo que Wilfred saldrían vivo de allí, aunque su hábito de fumar le produciría un cáncer de pulmón que lo mataría en 1958, cuando tenía 62 años.

Todos los nombres que aparecen en esta historia son reales y el motivo por el que elegí a Wilfred Whitfield como compañero de viaje fue…

En noviembre de 1916, en las últimas etapas de la ofensiva de Somme, Wilfred fue herido por la explosión de un obús. Lo llevaron a un hospital en Abbeville (Francia) donde le amputaron el brazo izquierdo. De vuelta a Inglaterra, Wilfred, además de tener que adaptarse a la vida sin una extremidad, se encontró con una nueva y desagradable realidad que dictaba que había que olvidar las penalidades del conflicto y, en consecuencia, no sólo nadie les daba la bienvenida sino que tampoco había trabajo para los soldados licenciados, especialmente si estaban mutilados (Wilfred fue clasificado como «desempleado incurable»). La respuesta de Wilfred a aquella sociedad desagradecida fue estudiar derecho laboral y, junto a otros veteranos y heridos de guerra, fundar el BLESMA (British Limbless Ex-Servicemen’s Association, Asociación de Exmilitares Británicos Tullidos), con la misión de proporcionar a los heridos de guerra asistencia social, tratamientos médicos y reinserción profesional, además de desarrollar campañas de concienciación pública. De hecho, el BLESMA sigue funcionando hoy en día.

Wilfred registró sus campañas militares y civiles en un diario que pasó años en el desván de la casa de su hija en Middlesbrough. Su familia editó el diario para convertirlo en un testimonio de la experiencia de guerra de un hombre y su lucha contra la injusticia y la discriminación. El libro se llama Esfuerzo inútil. Un diario de la Primera Guerra Mundial.

Fuente: Historias de la Historia