Y para cerrar esta trilogía qué mejor forma que empezar por el rey Leovigildo, el más importante de todos los reyes visigodos y cuyo reinado marcó un antes y un después. De hecho, hasta su llegada al trono fue diferente. Ya habéis comprobado que los godos no podían vivir sin rey (los interregnos apenas duraban unos minutos), pero tras la muerte de Atanagildo hubo un vacío de poder de varios meses en los que corrió peligro la unidad del reino y, además, con el zorro, versión bizantina y franca, a las puertas del gallinero. Así que, se nombró rey a Liuva, más por una cuestión de necesidad que por convencimiento. Sabedor de la precaria situación, el nuevo rey nombró a su hermano Leovigildo heredero y lo asoció al trono.

Se repartieron el territorio y, aunque el titular era Liuva, Leovigildo era el que cortaba el bacalao. Y fue cerrando frentes: acorraló a los bizantinos en la zona levantina, expulsó definitivamente a los suevos de Galicia y, para ganarse a la nobleza local, se casó con una hispanorromana con la que tuvo dos hijos: Hermenegildo y Recaredo. Tras la muerte de su primera esposa, volvió a dar un golpe de efecto casándose en segundas nupcias con Gosvinta, viuda de Atanagildo y con 8 apellidos godos. Una vez pacificado el territorio, se puso manos a la obra en la ardua tarea de la integración política y social entre la mayoritaria población hispanorromana y la minoría goda en el poder. Buscando la unificación promulgó un Código legal en el que, por ejemplo, se establecía…

Que esté permitida la unión matrimonial tanto de un godo con una romana, como de un romano con una goda.

La aprobación de la ley de matrimonios mixtos tenía que ir acompañada, sí o sí, de la unidad religiosa, porque la diferencia confesional era la verdadera seña de identidad de cada grupo, más incluso que sus orígenes. Y a ello se puso Leovigildo, pero por el camino equivocado, ya que lo intentó vía arrianismo, y fracasó. En el enésimo intento visigodo por establecer un pacto con la potencia del norte, en 579 casó a su hijo mayor Hermenegildo con la princesa Ingunda, hija del rey franco Sigeberto y de Brunequilda (hija de Gosvinta). Y aquí hay que precisar un dato muy importante para la historia: Ingunda no era católica, era lo siguiente (de oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar). Lógicamente, al llegar a la corte de Toledo fue recibida con los brazos abiertos por Gosvinta, su abuela por parte de madre y, a la vez, suegrastra (si me permitís utilizar ese término). Ingunda comprobó en sus propias carnes que una suegrastra es peor que una suegra, porque desde el primer momento la reina trató de convencer a su nieta para que abjurase de su fe católica y abrazase el arrianismo. La negativa de Ingunda desató la ira de Gosvinta y demostró que era una goda de armas tomar: la agarró por los pelos y la tiró al suelo, la molió a palos y después ordenó que, tal y como estaba, cubierta de sangre, fuese desnudada y arrojada a un estanque para rebautizarla en el arrianismo. Hasta el propio Leovigildo se asustó de los métodos de su mujer y decidió alejar de Toledo a Hermenegildo y a su esposa, otorgándoles el gobierno de la Bética. Y allí, lejos de la corte arriana y con la colaboración del obispo de Sevilla Leandro, Ingunda le dio la vuelta a la tortilla y logró que su marido se convirtiese al catolicismo. Y no solo eso, con el apoyo de la nobleza local del sur de Despeñaperros y el guiño cómplice de los bizantinos se autoproclamó rey y se rebeló contra su padre. Y otra vez Hispania, manga por hombro. Con mucho dolor de su corazón, o ese creo yo, Leovigildo y Recaredo marcharon contra Sevilla, donde se había refugiado el converso. Después de un asedio de dos años, huidas, destierros, capturas y marear la perdiz, San Hermenegildo, porque también fue canonizado, encontró la muerte en Tarragona, donde estaba prisionero. En un último intento por recuperar a la oveja descarriada del redil arriano y que pudiese reconciliarse con su padre, se le ofreció la libertad a condición de que recibiese la comunión de manos de un obispo arriano. Y ni aún así. Así que, por orden de su padre, un tal Sisberto le abrió la cabeza en dos con un mazo. Años después, cuando su hermano Recaredo ocupó el trono de su padre, ordenó ejecutar al susodicho. Se cuenta que, en el lecho de muerte, Leovigildo se dio cuenta de que la tan ansiada unificación religiosa, que consolidaría el dominio de la monarquía visigoda sobre tierras hispanas, debía producirse por la vía católica, por lo que aconsejó a Recaredo la conversión a la religión de la población local. Y así lo hizo, el propio Recaredo en 587 y toda la población goda en 589 en el III Concilio de Toledo. Toda Hispania quedaba bajo el paraguas del Dios trinitario.

Conversión de Recaredo

De todas formas, no os dejéis deslumbrar por el oropel y el boato de la unificación religiosa, porque los godos siguieron con su ancestral costumbre de los regicidios. Sin ir más lejos, Liuva II, hijo de Recaredo, lo sufrió en sus carnes. Tres fueron los problemas a los que se enfrentó Liuva: era muy joven cuando ascendió al trono, todavía quedaban algunos nobles godos escaldados por la conversión y, además, solo tenía 4 apellidos godos (su madre era una plebeya). Solo hacía falta que apareciese el aprovechado de turno que se pusiese al frente de los descontentos, y este fue Witerico. Para un imberbe de apenas 18 años, el ofrecimiento de Witerico, un guerrero curtido en mil batallas, era muy tentador: “ponedme al frente de vuestros ejércitos y, en vuestro nombre, libraré a nuestro tierra de los bizantinos” (o algo así). Liuva ya veía su nombre en los libros de historia, así como en calles y plazas repartidas por toda Hispania. La fama le cegó y puso al taimado Witerico al frente de sus tropas. Antes de salir de Toledo, Witerico se dio la vuelta, apresó al bueno de Liuva y ordenó ejecutarlo. Y como la justicia goda no perdona ni una, “había matado con la espada y murió con la espada”. En 610 una conjura de nobles, próximos a la familia de Leovigildo y descontentos con su política permisiva hacia los arrianos, lo asesinó durante un banquete. Tuvieron a bien, después de muerto, arrastrar su cadáver por las calles de Toledo.

Y continuamos este repaso por la lista criminal de los reyes godos con Tulga y Wamba, otro de los grandes. Nuestro buen amigo Tulga va a tener el honor de inaugurar la versión capilar del regicidio: la tonsura o, para ser más gráfico, la decalvación. De hecho, de no haber sufrido este deshonor, que para un godo lo era y mucho, su reinado habría sido intrascendente para este artículo… y para la historia. Los poco más de dos años que duró su reinado lo hizo porque había tantos candidatos a destronarlo que ninguno se decidía a dar la estocada final, hasta que Chindasvinto, un señor con muchos más años vividos que por vivir -tenía casi 80- y viendo que se le podía escapar el último tren con destino al trono de Toledo, cogió el toro por los cuernos y dio un golpe de Estado. Como el rey depuesto tampoco había hecho nada malo, más allá de suceder a su padre en el 640, le perdonó la vida y se conformó con tonsurarlo. Para los godos, la melenaza era un símbolo de fuerza y nobleza, y si Sansón perdió su fuerza cuando le cortaron el pelo, los godos con la tonsura perdían la posibilidad de gobernar y nos le quedaba otro remedio que retirarse a un convento y dedicarse a la vida contemplativa.

Otro que sufrió en sus carnes este tipo de humillación fue Wamba, pero en unas circunstancias muy diferentes. Atendiendo a las normas promulgadas en los diferentes concilios de Toledo, en las que se establecía que una vez muerto el rey los nobles palatinos y los obispos elegirían, en la capital o en el lugar en que hubiese fallecido el rey, al nuevo soberano de entre la nobleza goda, se proclamó rey a Wamba en el 672 en las tierras de la actual Valladolid, donde falleció su antecesor Recesvinto. Y desde el principio demostró que era diferente, tan diferente como que rehusó la elección alegando que no estaba preparado para esos menesteres y que ya era muy mayor -tenía más de 70-.

Wamba rehusando la corona

Aquel hecho era tan inusual que nadie sabía que hacer, se miraban unos a otros y nadie decía esta boca es mía. Hasta que un noble, viendo que aquello podía terminar como el Rosario de la Aurora, le amenazó con una frase tipo: “el cetro o la muerte”. “Si no me queda más remedio, el cetro”, debió contestar el anciano. Entiendo que muchos lo acusen de falsa modestia o de que aquello no fue más que una pose para hacerse de rogar, porque desde el comienzo se mostró como un rey enérgico y resuelto.

Como todo rey visigodo que se precie, tuvo que sofocar algún que otro intento de conspiración y, sobre todo, una rebelión en toda regla, encabezada por Paulo, uno de sus generales de ascendencia hispanorromana. Mientras el rey acudía a las habituales campañas contra los irredentos vascones, el duque de la Tarraconense se levantó en armas y Wamba envió a Paulo para sofocar la rebelión. Y no solo no lo hizo, sino que se unió a la causa y con el apoyo del duque y los obispos de la zona se coronó rey. La elección de Paulo, se mire por dónde se mire, era una usurpación: no se produjo tras la muerte del rey; no pertenecía a la nobleza goda, de hecho fue el primero que, sin pertenecer a este selecto grupo, intentó deponer al rey; y no fue elegido por los nobles palatinos y los obispos (solo estaba presente el duque de la Tarraconense y los obispos del arzobispado local). Así que, normal que Wamba gritase “traición” mientras encabezada su ejército con destino a Narbona. A pesar del calentón del rey, el viaje le sirvió para serenarse y organizar un plan de ataque en varias frentes que consiguió cercar a los rebeldes. Paulo pudo escapar y se refugio en Nimes. Los últimos rebeldes se hicieron fuertes en el anfiteatro de esta localidad, aprovechando su estructura se fortificaron y resistieron el ataque del ejército real. Tres días de asedio fueron suficientes para que comenzasen las rencillas y las acusaciones entre los sitiados que, viendo que no tenían ninguna posibilidad de victoria y que aquello no era más que alargar la agonía, se rindieron si más lucha y pidieron clemencia al rey. Wamba les perdonó la vida, pero allí mismo montó un macrojuicio y juzgó a los rebeldes. Finalizado el proceso judicial, y respetando la palabra dada de perdonarles la vida, Paulo y sus partidarios sufrieron una humillación ritual, obligándoles a desfilar por Toledo con la cabezas y las barbas afeitadas, descalzos, vestidos con harapientos ropajes y montados en carros tirados por camellos (sí, sí, que en España en aquella época había camellos). Paulo, como estandarte de la traición, encabezada el cortejo e iba coronado, ya que le gustaba tanto ser rey, con una humillante raspa de sardina. Con todo más o menos en orden, Wamba no se quedó a verlas venir y, sabedor de que todas las intrigas y conspiraciones para triunfar tenían que tener detrás a miembros de la nobleza y el clero, promulgó leyes que limitaban el poder de la nobleza, poniéndolos al servicio directo del rey, y reorganizó la estructura eclesiástica para dejarles claro que ocupaban sus cargos por concesión real. Y esto, a la larga… se paga. Y Wamba lo pagó un 14 de octubre.

Aquel día de otoño del año 680, el rey, ya octogenario, no se encontraba muy católico y le dieron un brebaje, tipo reconstituyente, pero que realmente tenía un potente hipnótico que lo dejó moribundo. Sintiéndose morir, y en compañía del obispo Julián de Toledo y Ervigio, un miembro de la nobleza palatina, firmó la abdicación en favor de éste. Lo vistieron con los hábitos y recibió la tonsura eclesiástica (necesaria para ingresar en una orden religiosa) para que se reuniese con el Creador como un miembro de su Iglesia. Sorprendiendo a propios y extraños, Wamba consiguió recuperarse. Imaginad la sorpresa cuando se echó mano a la cabeza y se dio cuenta de que estaba inhabilitado para reinar. Intentó que la Iglesia y los nobles modificasen la ley para recuperar su trono, alegando que le habían envenenado. Ni unos ni otros hicieron nada, y no le quedó más remedio que retirarse al monasterio de Pampliega en Burgos, donde falleció 8 años más tarde. Se podría pensar que, tanto el obispo como Ervigio, habían obrado de buena fe cuando creyeron que iba a morir, de no haber sido por lo que ocurrió a los pocos días: Ervigio derogó todas leyes que delimitaban el poder de los nobles y el clero. Blanco… y en botella. En definitiva, Wamba tuvo los mismos dos enemigos que el resto de reyes visigodos: la nobleza y el clero.

Como de los siguientes reyes godos (Égica, Witiza y Rodrigo) no se sabe cómo fue su muerte, terminamos aquí esta trilogía.

Visto lo visto, es normal que se acuñase la expresión “morbo Gothorum” o «enfermedad de los godos», que no era otra que la de asesinar a sus reyes o, como mínimo, destronarlos. Y aun así, haríamos mal en pensar que fue una práctica propia de esta monarquía, pues es un vicio que lo encontramos en otras monarquías de la misma época y de épocas anteriores y posteriores, de diferentes culturas, no solamente la cristiana medieval, y de monarquías hereditarias, como la bizantina o la islámica. Por ejemplo, cuando Mehmed II fue nombrado sultán del Imperio Otomano, impuso la llamada ley del fratricidio para evitar guerras civiles entre los posibles herederos al trono, tal y como le había ocurrido a su abuelo Mehmed I. Según esta ley, cuando era nombrado un nuevo sultán, todos sus hermanos sobrevivientes eran estrangulados. Eso sí, tenían el detalle de que fuese con hilo de seda y no con una vulgar cuerda de cáñamo. La mayor matanza tuvo lugar en la sucesión de Mehmed III, cuando 19 de sus hermanos fueron asesinados. Esta práctica fue abandonada en el siglo XVII por Ahmed I y sustituida por la prisión en la Kafes (que se podría traducir como jaula), un conjunto de habitaciones en el palacio de Topkapi donde los posibles sucesores al trono se mantenían bajo arresto y en constante vigilancia.

Ya sabéis, mal de muchos… epidemia.