Hay batallas que pasan a la Historia por cambiar el curso de una guerra. Otras lo hacen por la épica o bien por la estrategia política que las rodeó. Y hay batallas, como la de Teruel, a las que hay que sumar la capacidad destructora del ser humano con el propio ser humano y, al mismo tiempo, su insignificancia frente a las circunstancias del mundo. Entre diciembre de 1937 y febrero de 1938 las tropas sublevadas de Franco y las gubernamentales de la República concentraron todos sus esfuerzos en la más pequeña de las capitales españoles. Para los republicanos se trataba de demostrar que podían arrebatar terrenos a los golpistas. Para Franco, una afrenta imperdonable.

Ernest Hemingway (en el centro), Herbert Matthews (detrás con boina)

«El viento cortaba de forma angustiante, nada servía de protección frente a las rachas heladas. Nuestros ojos se llenaban de lágrimas constantemente…«. Herbert L. Matthews, periodista de The New York Times, describió así el intensísimo frío invernal, que rondaba los 20 grados bajo cero, padecido por los civiles, soldados y corresponsales en los más de dos meses que se prolongó la batalla de Teruel, desde el 15 de diciembre de 1937, cuando los republicanos iniciaron la ofensiva con la que tomaron la ciudad, hasta el 22 de febrero, día en que las tropas de  Franco la recuperan.

La última carga de caballería de un ejército español.