El 6 de agosto de 1945 el bombardero B-29 Enola Gay, pilotado por el coronel Paul Tibbets y con otros once tripulantes, soltó sobre la ciudad de Hiroshima la primera bomba nuclear utilizada en combate real y bautizada como Little Boy. Tres días más tarde, sería el bombardero B-29 Bockscar, pilotado por Charles W. Sweeney y con trece tripulantes más, el que soltaría la bomba atómica Fat Man sobre Nagasaki. En ambas misiones, participaría otro bombardero, The Great Artiste, el único avión que participó directamente en ambas misiones.

Fue asignado en la misión de Hiroshima para acompañar al Enola Gay como avión de observación y medición de las explosiones, e iba a ser el encargado del bombardeo de Nagasaki, pero las predicciones meteorológicas obligaron a adelantar la misión dos días y todavía no se habían retirado los instrumentos de medición de la anterior misión. Así que, para evitar el retraso de la operación, se optó por cargar Fat Man en el Bockscar y que el Great Artiste volviese a participar en la labor de observación y evaluación.  Además de la correspondiente tripulación, nuestro protagonista llevó a bordo a un periodista del New York Times y militares y científicos del Proyecto Alberta (sección del Proyecto Manhattan), cuyo labor era medir y evaluar los estragos producidos por las explosiones nucleares. Uno de los científicos que participó como observador en la misión de Hiroshima fue el físico estadounidense Luis Álvarez, premiado con el Nobel de Física en 1968.

Luis Álvarez

Aunque estadounidense de nacimiento, Luis Álvarez tiene raíces asturianas. Era nieto de Luis Fernández Álvarez, intrépido médico asturiano, nacido en el concejo de Salas en 1853. El abuelo Luis emigró a los Estados Unidos siendo jovencito y, he ahí que su primer apellido fue “confundido” con un segundo nombre, cosa típicamente anglosajona, pasando a ser simplemente Luis F. Álvarez. Fue el inicio de una saga familiar, la de los Álvarez, que hincaba sus raíces en lo más profundo de Asturias pero que iba a florecer de forma asombrosa en el nuevo mundo.

El abuelo Luis había nacido en el seno de una familia pobre o, mejor dicho, muy pobre. Sin embargo, tanto él como su hermano Celestino, tras diversas aventuras en Madrid, vieron que la única forma de prosperar era viajar a América. Ya en Cuba, y gracias a que Luis había podido aprender los rudimentos de la lectura en Madrid, encontró trabajo como lector de historias y periódicos para amenizar las labores de los obreros en una fábrica de tabacos. El chavalín, pues apenas contaba entonces con trece años de edad, descubrió en los libros todo un mundo infinito. Aquellas lecturas en la fábrica le animaron a cambiar el rumbo y viajar al norte. Pasó un tiempo en Florida, pero pronto llegó a Nueva York.

Las aventuras de este primer Luis de la familia Álvarez no habían sino comenzado. Hacia 1880, ya casado con una mujer de origen alemán, se había convertido en un próspero comerciante asentado en Minnesota. Era la época de la expansión de los Estados Unidos hacia el oeste y, claro, aquello prometía prosperidad sin límites que el intrépido emigrante no iba a dejar escapar. Entonces, decide viajar a California, donde se convierte en próspero gestor inmobiliario y, ¡nueva sorpresa!, comienza a estudiar medicina. Aquello no se le daba nada mal y, con el tiempo, Luis se convirtió en reputado galeno en San Francisco. ¿No es suficiente? Pues parece que no, porque no tardó muchos años en viajar más hacia el oeste, concretamente a lo que por entonces era un inhóspito reino independiente pero con ciertos hilos coloniales con los Estados Unidos. Eran las islas de Hawai, lugar en el que Luis prosperó como nunca antes, formando una gran familia y siendo médico de la realeza local, así como empresario inmobiliario. Casi a punto de finalizar el siglo XIX, Luis F. Álvarez se embarcó en una investigación extraordinaria para intentar atajar el problema de las leproserías en las islas. Fruto de sus investigaciones llevadas a cabo tanto allí como en laboratorios de los Estados Unidos, fue su método de diagnóstico de la lepra, técnica que demostró su valía durante décadas y que salvó incontables vidas. Antes de regresar en sus últimos años a California, donde trabajó como médico de gran fama y llegó a ser cónsul honorario de España, desarrolló todo tipo de procedimientos terapéuticos tratando personalmente a innumerables leprosos.

De los hijos de Luis F. Álvarez cabe recordar a Mabel Álvarez, una pintora californiana de excelsa reputación, y Walter Clement Álvarez, médico que durante la primera mitad del siglo XX fue uno de los más populares de los Estados Unidos gracias a su maestría con la pluma, que demostraba con incisivas columnas que veían la luz en la prensa de costa a costa, así como en libros de ventas millonarias. Su hijo, nieto de Luis, es el que vio con sus propios ojos lo que sucedió en Hiroshima, quien nos descubrió la anomalía de iridio y quien, además, soñó con descubrir cámaras secretas en el interior de las pirámides de Egipto.