Los ideales de belleza han ido evolucionando a lo largo de la historia y, lógicamente, la moda se ha tenido que adaptar a esos cánones. Mientras la indumentaria de los hombres se iba simplificando hasta quedar en un traje de tres piezas (pantalón, chaqueta con chaleco y camisa), el de las mujeres se complicaba más y más, hasta convertirse en peligroso a mediados del XIX cuando se adaptó al ideal de belleza extremo de la época: busto realzado, una cintura imposible afinada por el corsé y unas caderas descomunales fabricadas artificialmente con armazones bajo la tela para aumentar el tamaño de las faldas. Aunque estos armazones se venían utilizando entre la nobleza europea desde finales del XV –guardainfantes, porque permitía ocultar los embarazos, tontillos o ahuecadores-, ninguno de ellos llegó a los límites del absurdo miriñaque o crinolina.
En los comienzos fue fácil conseguir esas faldas acampanadas rellenándolas con enaguas almidonadas. Dos o tres para empezar, y de esta forma eran llevaderas y soportables, pero a medida que las mujeres parecían competir por la falda más ancha se fueron añadiendo enaguas… hasta 14. Para ahorrar peso y aliviar el sofocante calor de tantas prendas, se hicieron intentos para hacer más grandes las faldas sin añadir enaguas. Por ejemplo, poniendo llantas de bicicleta alrededor que se hinchaban con aire o agua (esta última opción podía ser muy embarazosa si se producía una pérdida). Hasta que a mediados del XIX en París apareció la crinolina, un armazón tipo jaula que sustituía a todos las enaguas hecho con crin de caballo y lino (crinis y linum, de ahí su nombre).
Atravesar las puertas (se modificó la arquitectura de las nuevas viviendas para adaptarlas a las crinolinas), sentarse en las sillas, subir a los carruajes… todo en el día a día era complicado con aquel artilugio y, en ocasiones, mortal. El mayor peligro de las crinolinas radicaba en el alto riesgo de incendio en una época en la que el fuego estaba muy presente en las chimeneas, las cocinas y en la iluminación. Era harto difícil moverse con las crinolinas teniendo que estar pendiente de un perímetro tan grande, por lo que era muy fácil que sin querer se acercasen a algún fuego y que prendiese la falda. De hecho, el New York Times publicó en 1858 un anuncio que advertía del peligro de estas prendas, que provocaban una media de tres muertes a la semana. El caso más terrible ocurrió el 8 de diciembre de 1863 cuando murieron más de 2.000 personas en la iglesia de la Compañía de Jesús de Santiago de Chile. Una vela provocó un incendio en el altar que se propagó rápidamente, pero la tragedia llegó cuando la gente presa del pánico intentó huir pero fui imposible con las crinolinas. Pero no todo fue negativo. Algunas mujeres supieron darle un “buen” uso al enorme hueco que quedaba bajo la falda. Durante la Guerra de Secesión de los EEUU las mujeres sureñas escondían armas y mercancía de contrabando burlando la prohibición de la Unión de llevar bienes a los estados confederados.
En España fue responsable del nacimiento de una profesión de riesgo: el apretador o desahuecador. El Siglo de Oro español, a caballo entre el XVI y el XVII, marcó una de las épocas más brillantes y productivas de la cultura española en todas sus disciplinas: literatura, pintura, música, arquitectura o teatro. En el teatro destacaron autores como Lope de Vega (el autor más prolífico de nuestra literatura), Calderón de la Barca o Tirso de Molina y, además, se construyeron los primeros teatros permanentes para la representación en los patios de casas o posadas: los corrales de comedia (aunque en ellos se representaban comedias, tragedias y dramas). Se produjo otra circunstancia que ayudó a popularizar el teatro: todos los estamentos sociales podían acceder a las representaciones -juntos pero no revueltos-.
Según la estructura de estos teatros cada estamento tenía su lugar: el escenario estaba instalado en un extremo del patio, contra la pared de la casa del fondo; frente al escenario estaba el patio descubierto, al final del cual se sentaban los hombres y delante de ellos los llamados mosqueteros (hombres que asistían de pie y que gozaban del privilegio de gritar, arrojar objetos y hasta reventar la representación si no era de su agrado); los balcones y las ventanas de las casas contiguas formaban los aposentos reservados para las personas nobles, fueran hombres o mujeres, y el clero; y la cazuela, un palco frente al escenario, se situaban las mujeres plebeyas. En la cazuela es donde trabajaba nuestro apretador o desahuecador. Era una especie de acomodador para las mujeres, que si bien su labor ya era harto difícil, por ser un espacio reducido y acotado,se tornaba imposible cuando las mujeres llevaban guardainfantes o ahuecadores.
En su soneto Mujer puntiaguda con enaguas, el gran Quevedo de acordó de estos artilugios:
Si eres campana, ¿dónde está el badajo?;
si pirámide andante, vete a Egipto;
si peonza al revés, trae sobrescrito;
si pan de azúcar, en Motril te encajo.
Y no menos peligroso era el corsé, del francés corset (corpiño, diminutivo de corps, cuerpo). En el siglo XVII y buena parte del XVIII todas las mujeres de la aristocracia y la nobleza hacían gala de esta prenda que ayudaba a modelar el cuerpo perfecto de la época y, además, determinaba su estatus social. Lógicamente, cuando más radical fuese esa figura de diábolo, mejor. Dejando a un lado los corsés del siglo XVI, auténticas jaulas metálicas, en los siglos posteriores la rigidez se consiguió insertando en la pieza de tela barbas de ballenas, varillas de metal o madera.
Como símbolo de todo lo que representaba el Antiguo Régimen, con la Revolución francesa el corsé cayó en desuso, pero no en el olvido. En siglo XIX las mujeres volvieron a retomar el corsé y, en esta ocasión, desde edades muy tempranas y de cualquier estrato social. Y aunque lo normal es que no fuese una prenda de uso permanente, su utilización diaria y el sometimiento continuo del cuerpo a una constricción excesiva tenían como resultado deformaciones corporales hasta el punto de afectar a la disposición de los órganos. En 1790 el médico alemán Samuel von Sommering ya advirtió que “el corsé causaba serias deformaciones de las costillas”. Y no sólo eso, las jóvenes llegaban a forzar tanto su organismo, en aras de un talle más estrecho, que era común que perdieran el sentido debido a dificultades respiratorias. De hecho, a comienzos del siglo XIX, el cirujano británico William Wilberfoce-Smith y el ginecólogo estadounidense Robert Latou Dickinson realizaron un estudio con más de 1.000 mujeres y demostraron que el más del 20% de las que llevaban corsé tenía su capacidad pulmonar reducida. Precisamente, esta consecuencia del uso del corsé fue una circunstancia clave para la aparición de un nuevo mueble en las residencias de la nobleza francesa del XVIII: la chaise longue (silla larga). Al ser frecuentes y habituales los desmayos entre las féminas, se precisaba de una especie de reclinatorio donde descansar y, además, en el que se ”encajase” con el exagerado volumen de sus faldas. La gente del pueblo lo llamaba “el sillón de los desmayos”.
Estudios recientes de la clínica Mayo (EEUU) confirman los problemas que puede acarrear el uso prolongado de esta prenda: desplazamiento de órganos, estrés respiratorio, congestión venosa, deformación muscular e interferir en los procesos digestivos.
En otras ocasiones, la vestimenta femenina no viene influida por la moda, sino por la legislación vigente. Tras la victoria en la Guerra Civil española, el régimen totalitario impuesto por el franquismo desarrolló un exhaustivo control de todas las facetas de la vida cotidiana, así como de los medios comunicación, con el objetivo de adoctrinar y controlar a la población. Sumisión, servicio y sacrificio eran los valores transmitidos para una mujer que debía ser esposa, madre y servidora de la Patria. En clara inferioridad respecto al hombre, la vida de la mujer se circunscribía al cuidado del hogar y de los hijos, y su vida pública se limitaba a comulgar y colaborar con los intereses del Régimen. En estrecha colaboración con la Iglesia, incluso se elaboraron normas de conducta y códigos de vestimenta. Una prueba de ello la encontramos en Iberia: Spanish Travels and Reflections (1968), obra del escritor estadounidense James Albert Michener, premiado con el Pulitzer en 1948.
España es una tierra inmemorial como ninguna otra. […] historia de toreros y reyes guerreros, pintores y procesiones, catedrales y huertos de olivos, donde la simpatía de las almas vivientes se empuja contra el peso oscuro de la historia. Salvaje, contradictoria, apasionadamente hermosa, esto es España.
En este recorrido por España –”el castillo de los viejos sueños y las nuevas realidades”-, Michener incluye unas normas de conducta para las mujeres encontradas en una pequeña localidad -de la que no cita el nombre-, fechadas en 1943 y clavadas en puerta de la Iglesia del pueblo, a modo de las tesis de Lutero en la Iglesia del Palacio de Wittenberg.
1.- Las mujeres no saldrán a las calles de este pueblo con vestidos demasiado apretados en esos lugares que provocan las bajas pasiones de los hombres.
2.- Nunca deben usar vestidos demasiado cortos.
3.- Deben tener especial cuidado de no llevar vestidos que tengan corte en el frente.
4.- Es vergonzoso que las mujeres vayan por la calle en manga corta.
5.- Las mujeres por la calle deben usar medias.
6.- Las mujeres no podrán llevar ropa transparente o de red sobre aquellas partes que la decencia requiere que se cubran.
7.- A la edad de doce años, las niñas deben comenzar a usar medias y vestidos que lleguen hasta la rodilla.
8.- Las niñas nunca deben caminar por lugares apartados porque hacerlo es inmoral y peligroso.
9.- No es decente que las mujeres y las niñas vayan en bicicleta.
10.- No es decente que las mujeres vistan pantalones.
11.- Está estrictamente prohibido el baile moderno de las ciudades.
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