Acababa de arrancar la década de los 60 y una noticia llegó a copar los titulares de los principales periódicos británicos: Charles Wrightsman, un magnate del petróleo americano, había adquirido por la exorbitante suma de 140.000 libras el retrato de El Duque de Wellington, una obra realizada por el español Francisco de Goya. La noticia de que lo que casi era considerado un tesoro nacional iba a abandonar el país causó un gran revuelo, y presionado por los amantes del arte, el Gobierno de su Majestad decidió financiar con fondos públicos la compra de dicha obra con el objetivo de retenerla en suelo británico, tomándose la decisión de exhibirla en la escalera principal de la National Gallery.

Paralelamente, un desconocido conductor de autobuses jubilado llamado Kempton Bunton vivía su propia odisea personal, enfrentado en una desigual batalla contra un inspector de licencias de televisión, la BBC e incluso el propio Gobierno británico por una causa que consideraba injusta y abusiva: el pago del canon para poder ver televisión por cable. Y como en aquellas películas de tramas múltiples con finales conectados, estas dos historias, aparentemente inconexas, estaban llamadas a desembocar en un final común en un futuro no muy lejano.

Un ladrón indignado

Volvamos al principio de la trama. A principios de la década de los 60 el Reino Unido impuso un canon a pagar por el uso de la televisión, un impuesto que en sus primeros años fue tremendamente impopular. Algo que resultó especialmente irritante para un tal Kempton Bunton, un pensionista que según sus amigos y familiares designaba a dicha tasa como “un auténtico robo”. La consideración de tal impuesto como algo injusto le llevó a negarse a pagar las 4 libras anuales que costaba en sus primeros años. Y ni siquiera la amenaza de un recargo de otras 2 libras como penalización por impago logró que se amedrentara. Su particular enfrentamiento contra el gobierno no iba por buen camino, y su punto de vista sobre el carácter abusivo de la misma no era, lógicamente, compartido por los tribunales de justicia, que le condenaron a 13 días de cárcel. El enfado de dicho individuo tocó techo cuando a través de los medios vio que mientras el gobierno acrecentaba la presión contra ellos para aumentar la recaudación, al mismo tiempo, según su opinión, incurría en derroches como la compra de un simple retrato. Una vez éste fue expuesto en la National Gallery se acercó a verlo, y el destino quiso que una simple conversación con uno de los guardias de seguridad diera pie a uno de los robos más singulares de la historia.

Kempton Bunton

Un robo muy peculiar

Uno de los encargados de la vigilancia en una sala comentó a Kempton lo fácil que resultaba su trabajo. Las alarmas de seguridad que se habían instalado reducían su labor a mínimos, ya que daban la señal si alguno de los cuadros expuestos se movía. La excepción era a primera hora, cuando estas se desconectaban para que el personal de limpieza hiciera su labor. No se puede decir que Kempton trazara un plan excesivamente minucioso para el robo del famoso cuadro. Simplemente si limitó a visitar el museo un día de agosto a última hora para dejar la ventana del baño abierta, la misma por la que entró al día siguiente cuando en el mismo se estaban realizando las labores de limpieza. Teniendo en cuenta el reducido tamaño de la misma, de unos 50 centímetros, y que el autor del hurto medía casi 1,85 metros y pesaba 115 kilos, además de padecer una aguda miopía, la sustracción debió de ser sumamente aparatosa y seguramente le llevó un tiempo apreciable. Tras descolgarlo, y con toda la tranquilidad del mundo, Kempton abandonó el museo por la misma ventana por la que había entrado portando el retrato en sus manos.

¿Dónde está el cuadro?

Ese mismo día, poco después de abrir el museo, saltaron las voces de alarma. El preciado cuadro había sido sustraído y no se tenía ni la menor idea de quién o quiénes podían haber sido los autores del hurto. Un primer examen de la policía no logró dar con una explicación racional de su desaparición, e inmediatamente se anunció una recompensa de 5.000 libras a quien pudiera dar una pista sobre su paradero. Ante el asombro de todos, un cuadro que había costado una fortuna había sido robado tras sólo 19 días en exposición, y los fallos de seguridad supusieron que el director del museo se viera forzado a dimitir.

La situación resultaba tan esperpéntica que fue inevitable que comenzaran a circular rumores sobre el destino del retrato. Unos pocos aseguraron que detrás de dicha maniobra estaba su original comprador, el magnate estadounidense, que receloso con la decisión del Gobierno británico quiso, a través de este hurto, hacerse con la posesión del mismo. Otros aseguraron que el cuadro había salido del país y estaba en manos de traficantes de arte. La misma Interpol concluyó que el retrato, con total seguridad, estaba en el extranjero, y tras una búsqueda por tierra, mar y aire -con la participación de perros, buques e incluso aviones-, la policía británica reconoció no contar con ninguna pista. Las especulaciones sobre el destino del cuadro dieron incluso lugar a un hilarante gag en la primera película del espía James Bond. Casi de soslayo, el famoso agente, encarnado entonces por Sean Connery, encontraba el retrato apoyado en un caballete en el interior de la guarida submarina de su archienemigo, el Doctor No.

Los dictámenes policiales no podían estar más equivocados, porque el cuadro se encontraba en casa del propio Kempton, envuelto en papel y escondido dentro del armario de su dormitorio oculto incluso para su propia mujer. Y ahora que todo el país estaba en jaque buscando el mismo consideró que ese era el momento para jugar sus cartas.

Creyéndose una especie de Robin Hood contemporáneo, el antiguo conductor de autobuses envío cartas a la policía y varios medios donde reclamaba, para que la obra fuera devuelta, el pago de 140.000 libras que deberían ser repartidas entre los más necesitados, una acción que según sus propias palabras “debía tocar el bolsillo de aquellos que querían más al arte que a la caridad”. Estas primeras misivas fueron del todo ignoradas, pero lejos de cejar en su empeño reenvió una segunda remesa de cartas más centradas en su verdadero objetivo. En ellas mencionaba explícitamente su indignación con la tasa de la BBC, y argumentaba que el dinero del rescate sería utilizado para sufragar el coste de dicho canon para jubilados y pobres. Kempton continuó mandando cartas esporádicamente, misivas que en la mayoría de casos fueran descartadas por creerlas fanfarronerías de algún gracioso. Hasta que, en 1965, harto de este juego del gato y el ratón, decidió acabar con todo y dejar dicha obra en una taquilla de una consigna de una estación de tren, tras lo cual avisó al rotativo Daily Mirror. Si su desaparición había estado envuelta en un misterio sin resolver, su reaparición lo había superado con creces. El retrato, en buen estado pese a las condiciones en que había sido mantenido, fue de nuevo expuesto unos días después como si nada de lo acontecido hubiera sucedido.

Un final casi feliz

A mitad de 1965, Kempton seguía pensando en la oportunidad perdida que supuso la posesión del cuadro. Su inquietud aumentó cuando un día, mientras estaba en un pub cercano a su casa junto a unos conocidos, proporcionó demasiados detalles del robo. Asustado por creer que podía ser delatado para así poder cobrar la recompensa, decidió entregarse en la comisaría más cercana. Su singular confesión, ignorada en un primer momento por los agentes, fue progresivamente captando la atención de los policías por incurrir en detalles que solo alguien muy cercano al robo podía conocer. Como era habitual en esos años, la historia acabó filtrándose a los medios y en el curso de unas horas ese completo desconocido había pasado a ser portada de todos los periódicos.

Kempton se atrevió incluso a bromear con los agentes, indicándoles que, si no hubiera sido por propia voluntad, estos no hubieran logrado encontrar el retrato “ni en 800 años”. Su peculiar lucha contra la tasa televisiva le granjeó la simpatía del público en general. Y logró ser asistido legalmente de forma gratuita por uno de los mejores abogados del momento, lo que le valió una condena reducida de tan sólo tres meses de cárcel. Desgraciadamente para él, su odisea no logró que la BBC retirara el canon, pero sin duda comprendió que en su particular lucha no estaba del todo solo

Colaboración de Antonio Capilla Vega de El Ibérico